domingo, 28 de septiembre de 2014

SOBRE PLENILUNIO, Andrés Soria Olmedo

We shall not cease from exploration
And the end of all our exploring
Will be to arrive where we started
And knew the place for the first time.

(T. S.  ELIOT)

   En el mismo artículo de 1990 donde se reflexionaba sobre la «pintura de la verdad» (Las apariencias) se preludia la poética sobre la que se monta Plenilunio (Madrid, Alfaguara, 1997); en ella se reafirma la imagen del viajero curioso, impelido a descifrar las correspondencias entre la apariencia y la verdad, a indagar en el mundo inmediato:
   «La ciudad, el mundo, la casa donde vivimos, es una galería de miradas, igual que esas estancias por donde caminamos mirando las figuras de Velázquez, un bosque de infatigables apariencias y símbolos, y es una vocación solitaria de conocimiento y viaje lo que lo impulsa a uno a mirar sin descanso ya vivir atrapado en las miradas de otros, a inventar al que mira sabiendo con desasosiego que tal vez, al mismo tiempo, está siendo inventado por él.»
   Líneas más abajo confiesa:
  «Miro para saber, pero las apariencias engañan, tal vez con más eficacia que la imaginación y el recuerdo.» (pág. 27)
   Como delata la cita semiescondida de Baudelaire («L’homme y passe á travers des fôrets de symboles»), Muñoz Molina regresa —si es que la ha abandonado alguna vez— a la figura del flâneur que estructuraba El Robinson urbano. Esa figura ha surcado Beatus Ille [1], pero ahora se instala en el centro de la fabulación.
   Igual que en lo relativo a la poética de los nombres, importa poner de manifiesto la seguridad y coherencia con que Antonio Muñoz se inserta en esa genealogía. El flâneur (el caminante por la ciudad sin rumbo fijo) actualiza la figura del curioso, con la que se relaciona el nacimiento de la novela moderna (en el momento, ejemplar en la prosa de Galileo, en que la curiositas deja de identificarse con la cupiditas diabólica, condenada por la tradición agustiniana [2] y se asocia con Baudelaire y su renuncia a la comprensión romántica de la naturaleza (el flâneur no es el Wanderer campestre que todavía representa un Machado: «Yo voy soñando caminos / de la tarde»), lo cual desemboca en París, esto es, en la metrópoli y en la modernidad (la tarea heroica del artista moderno es enfrentarse con la paradójica «memoria del presente»).
   Al flâneur, afirma Walter Benjamin, «la ciudad le sale al encuentro en sus polos dialécticos. Se le abre como paisaje, lo rodea como una habitación».[3] En otro lugar se detiene Benjamin en la literatura que surge de este encuentro del escritor y la ciudad: primero las «fisiologías» del costumbrismo romántico y más adelante, con un futuro más prometedor, «la literatura que se atiene a los lados inquietantes y amenazadores de la vida urbana»: la literatura detectivesca, que conserva como rasgo definitorio lo que denomina «la mirada fisionómica».
   Dado que a juicio de Simmel, a quien cita, «es característico de la sociología de la gran ciudad la preponderancia expresa de la actividad de los ojos sobre la del oído», el flâneur, paseante ocioso, puede desdoblarse en vigilante y sospechoso, en perseguidor y perseguido. Sobre esa base se escribieron libros como Les Mystères de Paris, de Sue y Mohicans de Paris, de Dumas, ya menos ingenuos que las «fisiologías», así como El misterio de Marie Rogêt de Poe (traducido por Baudelaire), uno de los relatos fundacionales de la literatura policial moderna, a propósito del cual concluye Benjamin: «El contenido social originario de las historias detectivescas es la difuminación de las huellas de cada uno en la multitud de la gran ciudad» [4].
   Es hora ya de abrir Plenilunio:
   «De día y de noche iba por la ciudad buscando una mirada. Vivía nada más que para esa tarea, aunque intentara hacer otras cosas o fingiera que las hacía, sólo miraba, espiaba los ojos de la gente, las caras de los desconocidos, de los camareros de los bares y los dependientes de las tiendas, las caras y las miradas de los detenidos en las fichas. El inspector buscaba la mirada de alguien que había visto algo demasiado monstruoso para ser suavizado o desdibujado por el olvido, unos ojos en los que tenía que perdurar algún rasgo o alguna consecuencia del crimen, unas pupilas en las que pudiera descubrirse la culpa sin vacilación, tan sólo escrutándolas, igual que reconocen los médicos los signos de una enfermedad acercándoles una linterna diminuta. Se lo había dicho el padre Orduña, “busca sus ojos”, y lo había mirado tan fijo que el inspector se estremeció ligeramente, casi como mucho tiempo atrás, aquellos ojos pequeños, miopes, fatigados, adivinadores, que lo reconocieron en cuanto él apareció en la Residencia, tan instantáneamente como él mismo, el inspector, debería reconocer al individuo a quien buscaba, o como el padre Orduña había reconocido en él hacía muchos años el desamparo, el rencor, la vergüenza y el hambre, incluso el odio, su odio constante y secreto al internado y a todo lo que había en él, y también al mundo exterior.» (pág. 10)
   Tras esta larga cita es hora, también, de atar cabos. Esa ciudad atravesada por la mirada fisonómica de un inspector y un sacerdote, por el reconocimiento y el desconocimiento, no es París, ni el Londres del alucinado De Quincey: es Mágina. En relación con las otras novelas, ésta se puede situar idealmente como tercer batiente de una trilogía, tras Beatus Ille y El jinete polaco. Es una Mágina del presente, de parques desafectos (los «jardines devastados» de la Cava ya eran contemplados por Manuel en El jinete polaco), habitados por la basura —«cascos rotos de litronas, cartones de vino malo y de zumo de piña» (pág. 19)—, una ciudad de interiores desvencijados —un colegio donde «todo estaba gastado y maltratado, reciente y ya decrépito» (pág. 56), una casa de pobres donde «el mango del abridor de la cerveza tenía forma de concha de peregrino y servía a la vez de cenicero: Recuerdo de Compostela (pág. 157)»—. Una Mágina donde La Isla de Cuba de Beatus Ille ha terminado por convertirse en un hotel («Mire la ciudad, cómo se ve desde aquí. Ella sí que parece una isla... Vio la colina oscura, la línea de la muralla, las luces remotas de los miradores, y le pareció por un instante que estaba viendo una ciudad a la que no había ido nunca, o a la que nunca había llegado a regresar», pág. 194).
   En efecto, el inspector que protagoniza el libro regresa a Mágina, como Minaya. Por otro lado, esta novela comparte con Beltenebros la estructura detectivesca, las duplicaciones y el tema de la opacidad de la mirada. Sin embargo, ahora el que persigue es un inspector de policía sin nombre y el perseguido, también sin nombre, el asesino y violador de una niña que acaba por volver al lugar del crimen. La penetración y la opacidad de las miradas ya no aparece envuelta en oscuridad escenográfica, sino a la luz del día, en la vida corriente.
  En efecto, la novedad principal consiste en la reducción y la proximidad de los materiales. El núcleo argumental está basado en un hecho real y documentado con informaciones judiciales y policiales [6]. Los personajes, además del inspector y el asesino son un sacerdote viejo, un forense, una maestra, dos niñas; todo cercano, cotidiano, inmediato.
  Y sin embargo, en cierto sentido esta novela tiene una especial complejidad e intensidad. Ortega decía que las buenas novelas obligan al lector a «apueblarse» en la «provincia» imaginaria que le presenta, haciendo de él, según glosa un maestro de ahora, «un sonámbulo muy lúcido entre la generosa plenitud de los detalles cotidianos, ante esa síntesis de nimiedades que es siempre nuestra vida», si es que el novelista ha sido capaz de construirle «un recinto hermético» que impida la añoranza de la realidad exterior porque constituye una perspectiva, un punto de vista irreductible a una imagen ubicua y absoluta y por eso mismo capaz de dar cuenta de una «fenomenología de lo múltiple», de una idea de lo real que se integra con lo posible «y da lugar a un contexto abierto de cosas y fenómenos, a un mundo que se hace espacio y atmósfera, situación emotiva, con la inquietud de una mímesis reflexiva y problemática precisamente por ser exacta».
   Un modo eficaz de calibrar este efecto de intensidad lograda con los materiales más inmediatos es fijarse en cómo se configura aquí la écfrasis de lo visual, que atraviesa toda la obra del autor, como hemos visto. En ese sentido, la línea de continuidad se establece con El jinete polaco, puesto que el arte visual que aquí se representa es sobre todo la fotografía, junto con la televisión y el vídeo. Como corresponde a la narración de un suceso del presente, la televisión invade la escena del crimen, la casa de la víctima, la intimidad de sus padres, en un rápido asedio tan súbito como el olvido que sobreviene una vez que se han consumido las imágenes (incluidas las fotos de la niña asesinada y el inspector). Además de esta presencia, más previsible y sociológica, el humilde vídeo doméstico de la primera comunión de la niña añade una dolorosa persistencia a «las imágenes malas, en colores vulgares, la cámara oscilante y los gritos y el ruido de platos y de música, la fila de niños y niñas acercándose a recibir la comunión, y ella de repente, destacándose ahora, como elegida por la desgracia, con su vestido blanco y su diadema, su cara morena y risueña, las manos juntas bajo la barbilla, los ojos que el inspector no asociaba ahora con los que había visto en el terraplén, igual que no parecía que la cara fuese la misma» (pág. 37).
   Pero ante todo es la propia fotografía la que figura en la texto: las fotografías caseras y las atroces fotografías forenses, las fotos de los delincuentes y las fotos de los terroristas, las fotos infantiles de los expedientes escolares, entre ellas la del inspector:
   «En casa de Fátima había visto docenas de fotos de la niña muerta, tomadas casi desde el mismo momento en que nació, una cara roja, el pelo tieso y aplastado, los ojos cerrados, una mueca de llanto en la boca. En la penumbra agobiante del piso donde ahora el televisor permanecía funerariamente apagado el padre y la madre de Fátima le mostraron como un copioso tesoro los vídeos y las fotos en color de la niña, fotos de cumpleaños, de bailes de disfraces, de fiestas de fin de curso, de comunión, grandes fotos enmarcadas en el salón, colgadas en la pared o dispuestas en las estanterías, sobre el televisor, como en una capilla, un catálogo inagotable que no restituía la presencia ni aliviaba el dolor, que lo poblaba todo de fantasmas patéticos y sucesivos, ahora alineados en dirección al final, episodios necesarios hacia el cumplimiento del destino: hacia las últimas fotos en blanco y negro, las que tomó Ferreras y no había visto nadie más que ellos dos.
»Pero la cara de su foto infantil no le pareció del todo la de alguien dotado de una exacta identidad. No veía la cara de un niño con nombre y apellidos, con rasgos distintos a los de cualquier otro, sino una efigie más bien abstracta, como la de una moneda, una cara de época, de un cierto tiempo y de una condición social, el pelo cortado al cero, la expresión asustada, las orejas grandes, la camisa sin cuello, con los bordes gastados, abrochada hasta el último botón. Ni siquiera en el miedo que agrandaba los ojos había nada personal: era el miedo infantil a los procedimientos y a la autoridad de los extraños, el susto y la sorpresa del flash.» (pág. 123)
   A diferencia de las fotos de Ramiro Retratista, que en cierto modo pertenecen a la estirpe de los primeros fotógrafos (la técnica de don Hugo Zenner procedía casi de Nadar) en cuya obra, dispuesta para durar —con la escenografía del estudio, palmeras y columnas, con el expediente añejo del retrato oval— aún veía Walter Benjamin la presencia del aura, un médium que confería «plenitud y seguridad» a la mirada que las atraviesa, en las fotos de Plenilunio, desde los colores chillones del kitsch [8] hasta el crudo naturalismo técnico del blanco y negro judicial y los rostros repetidos en las fotos antropométricas, se esconde en cambio la «tristeza sin riberas» que Benjamin veía surgir de los ojos de una foto de Kafka niño, como signo inaugural de la fotografía posterior (de Atget a los surrealistas) caracterizada por desprender el objeto de su aura. Comentando una colección de rostros de August Sander que en su opinión podía compararse «con la poderosa galería fisonómica que han abierto un Eisenstein o un Pudovkin», hace notar que, teniendo en cuenta las recientes mutaciones del poder (escribe en 1931) no hay más remedio que acostumbrarse a ser mirado a la cara, para saber de dónde venimos, y a mirar a los otros a la cara, con el mismo fin. En los términos de Barthes, no cabe tanto captar la magia de la realidad pasada, como ocurría en El jinete polaco, cuanto aceptar la violencia de una imagen que rellena la visión a la fuerza, y el sentimiento de luto derivado de la evidencia de lo que estaba allí, en el lugar de la foto.
   La fotografía, en consecuencia, enlaza directamente con el triple motivo de la mirada, la búsqueda y el secreto. De ahí que la representación verbal de lo visual o la reflexión sobre las imágenes se integre en la andadura narrativa sin remansarla en islores descriptivos o poemas en prosa.
   Eso ocurre porque el procedimiento para conseguir este intenso efecto de cercanía y verdad es también nuevo en el taller del novelista. Por primera vez escribe en tercera persona, sin recurrir a un narrador interpuesto (Inés en Beatus, El invierno en Lisboa, el mancebo de botica en Los misterios) y sin emplear los privilegios del narrador omnisciente, «onettiano» si se quiere, de novelas anteriores. Si hacemos caso a la recomendación de Elvira Lindo, encontraremos que una vez más el Muñoz Molina lector nos ha ofrecido la pista literaria que le ha servido de estímulo. En una alegre bienvenida a la nueva traducción reciente de Simenon comenta su empleo de la tercera persona, que sitúa las acciones y pensamientos de Maigret «en un espacio intermedio, siguiendo siempre al comisario pero sin acceder del todo a sus pensamientos, acentuando la distancia o la proximidad y compartiendo menos sus certezas que sus perplejidades». [10]
   La puesta en práctica de este procedimiento, el más clásico, alcanza en Plenilunio una brillante amplitud y variedad de registros, que se hacen patentes en el diáfano encadenamiento —muy lejos de la mera superposición— de los treinta y tres capítulos de este extenso volumen, lo cual permite el avance de varias líneas narrativas simultáneas, cada una de las cuales se entrevera con las demás sin perder su consistencia propia, en torno al eje brutal del asesinato y violación de la niña Fátima y el intento de asesinato de otra, en tres meses escandidos por la luna que trastorna al asesino y sirve para atraparlo: la trama del criminal y el detective, tan previsible como inexorable; el drama de soledad y miedo del inspector, policía de la Brigada Social durante el franquismo, casado con una enferma mental y trasladado a Mágina tras ser amenazado en Bilbao; el reconocimiento de sus orígenes (es hijo de un republicano) guiado por el padre Orduña, que ha sido sucesivamente alférez provisional, jesuíta y cura rojo; su redención posible por el amor de la maestra Susana Grey, separada de un progre y madre de un adolescente, su persecución —convertido en víctima—por los terroristas.
   Internamente, la novela puede subdividirse en tres núcleos: 1-12, presentación de los personajes, 13-23, andanzas del asesino e historia de amor, 24-33, peripecia de la segunda niña y de la historia de amor y final.
   A su vez, cada capítulo suele estar focalizado en un personaje, y formar una serie que se entrelaza con otra focalizada en otro: así el inspector domina en los capítulos 1, 3, 7, 9, 11, 19, 26, 31, el padre Orduña en el 2, 6, 10, 26, el asesino en el 12, 15, 17, 20, 22, en contrapunto con el progreso de la historia amorosa (1.3, 16, 18, 21, 23). Incluso en el interior de algún capítulo (2, 8, 21) se observa una estructura circular (presente, retrospección, presente).
   En el primer núcleo es donde se presenta el motivo central de la búsqueda, a través de la mirada fisonómica que ya se ha comentado, dispuesta como una dialéctica en espiral: el inspector intenta leer en la mirada del asesino, en el secreto de la vida de la gente («Quién camina de noche o de día por la ciudad sin esconder un secreto», pág. 32), pero es transparente a los ojos del viejo sacerdote que conoce su origen y a su vez, pero en sentido inverso, ha sido traidor al suyo propio; interrogador por oficio, acaba confesándose; perseguidor, termina acechado y alcanzado por los terroristas. (Como Minaya y como don Mercurio aparece en Mágina huyendo de algo [11], como Darman es perseguido por quienes creen poseer la verdad cuando ya duda de ella.)
   Pero esta fábula se desprende de la narración pormenorizada de la violación y la muerte de la niña Fátima, reconstruyendo su breve vida corriente de niña aplicada y responsable, conociendo a su familia, a su madre y a su maestra, Susana Grey, un personaje que para los lectores de Muñoz Molina tiene cierto aire familiar: recuerda a Inés, a Minaya, a Manuel, por su deseo de huir de Mágina y del fantasma de un ex marido «iluminado y ambicioso», por su deseo de instruirse, de leer, de alimentarse de música (tiene unos gustos muy determinados: Serrat, Ella Fitzgerald, Paul Simon, Samuel Barber); por su deseo de ser otra, o de llegar a ser quien es, un deseo que contagiará al inspector.
   También Ferreras, el médico forense de «cazadora, botas y casco» y lector de Albert Camus, está en línea con los otros médicos de Muñoz Molina, Medina, don Mercurio, simpáticos, algo escépticos, apegados a los hechos. En cierto modo, se complementa con el padre Orduña («busca sus ojos»), pues se encarga de interrogar el atroz espejo de los cuerpos, los terribles indicios materiales, pelos, uñas, semen, colillas, sangre, de construir el retrato robot del asesino, los miembros dispersos previos a su presencia en la novela.
   En efecto, la novedad más sobresaliente de la parte central del libro la constituye la presencia oral del asesino. Sin impostar la voz autorial ni quedarse en la descripción externa del comportamiento, un poco como en los monólogos del retrasado Benjy en El sonido y la furia, de Faulkner, el narrador se ha ido aproximando hasta confundir su voz con la del personaje e inventar la confusa conciencia soez de un pescadero lumpen y masturbardor, rencoroso contra sus padres, contra el mundo, un criminal y un cínico infeliz cuyos motivos para violar y asesinar quedan incognoscibles:
   «Hay que joderse: un chiquillo. Miran a un tío que ha hecho la mili voluntario en Regulares, capaz de trabajar más horas que un reloj y de tirarse a una tía y de beberse tres copas de anís seco sin que le fallen luego las fuerzas ni le tiemble la mano, y lo que ven es un chiquillo, todos ellos, madres y vecinas, tías, abuelas, parroquianas.» (pág. 207)
   Algunas de esas páginas pasarán de inmediato a la antología de la mejor prosa en español de este siglo, como el fragmento sobre las manos del asesino, que son las manos de un pescadero y las manos de Macbeth:
   «Las manos limpias, las manos blandas de tanta humedad, las manos rojas del trabajo y del frío, las manos con dedos grandes, con uñas cuarteadas, de filos ásperos y córneos, las uñas siempre con un borde negro, a pesar del jabón y del agua caliente, de los chorros de agua hirviente o helada bajo las cuales se ahuecan y frotan las manos tan rojas, con una humedad de carne cruda, con una palidez de manos enfermas que no se corresponden con su tamaño ni con la fuerza de acero de sus dedos, acostumbrados a apretar, a arrancar cosas, a clavarse como garfios en los escamosos vientres abiertos para extraer en un solo movimiento rápido las vísceras: manos rápidas, expertas, eficaces y crueles [...], son manos más fuertes que las de cualquiera de esos afeminados que tienen sueldos fijos y no madrugan y pueden permitirse el lujo de ponerse malos o de ir a la huelga, entre el pulgar y el índice puede aplastar sin la menor dificultad la chapa de un refresco o partir la cáscara de una nuez... » (pág. 261)
   Con todo, esos capítulos son sólo los más conspicuos de un conjunto: otras veces se alterna el plano informe escrito en que los etarras enuncian los movimientos y costumbres del inspector con el «monólogo citado» de Ferreras, cargado de perplejidad y de evidencias (capítulo 14), o se destina un capítulo a registrar, en presente y con ritmo frenético las sensaciones de la niña Paula mientras recobra la conciencia tras ser atacada (capítulo 24), o la lengua hablada de una confesión (capítulo 26). El resultado final de este despliegue de registros y ritmos, que hará las delicias de los narratólogos, es que la novela vuelve a presentarnos el reino de las voces, en un sentido diferente al de El jinete polaco.
   En cuanto a la historia de amor, Plenilunio comparte con El jinete polaco y con Beatus Ille el logro de la plenitud. En la primera el amor aparecía en sus comienzos, era una promesa y un regalo del Demiurgo Jacinto Solana a dos jóvenes; en la segunda era el centro, la culminación, el fin y el principio de la narración; ahora los amantes, de mediana edad, se aferran a su amor como posibilidad, más costosa, más limitada, pero también más verosímil en sus circunstancias. De ahí la emoción del erotismo contenido, la trabazón de su posibilidad de éxito con el aprendizaje y la reeducación moral del inspector (que corre a cargo de las mujeres, la niña muerta Fátima, la niña superviviente Paula, la maestra Susana Grey), y la gratitud del lector al concedérsele, en las últimas líneas, que el inspector no haya muerto.
   Sólo la lectura íntegra permite apreciar la intensidad de esta interrogación apasionada sobre el secreto de las vidas humanas, un secreto que las miradas, omnipresentes en el libro, no aciertan a desentrañar por completo. Las otras vidas terminan por ser impenetrables. El joven de provincias, que ya no es joven, sólo conserva la voluntad descarnada de indagar, aunque sea para constatar la capacidad de engaño y ocultación de todos y hacerse sensible a la crueldad y la indefensión. Plenilunio es una novela sobre los límites y una novela de los límites. De ahí el desacierto de considerar el libro como producto de un «blando maniqueísmo» o de un designio «moralizador». Si hay una moraleja, la enuncia el padre Orduña en la parte final: [12]
   «En qué laberintos se extraviaban los sentimientos de los hombres y de las mujeres, en virtud de qué ley se convertían alternativamente en ángeles y ejecutores, en verdugos y víctimas los unos de los otros, monótonamente, sin aprendizaje ni descanso, sin que les sirviera de nada la experiencia del dolor ni los desalentara nunca por completo la repetición del fracaso.» (pág. 452)
   Ciertos viajeros del siglo XVIII llamaban «cristales de Lorena», en homenaje al paisajista Claude Lorrain, a unos anteojos cuadrados y tintados de rosa que les servían para mirar la naturaleza con los ojos del arte. Con Justo Navarro puede decirse: «Creo que Muñoz Molina es ya más que un escritor: es una manera de mirar, una manera de escribir» [13].

ANDRÉS SORIA OLMEDO, Una indagación incesante: la obra de Anonio Muñoz Molina, Alfagura, Madrid, 1998, pp. 115-134. 

***
[1]. «Desde que llegó a Mágina, la conciencia de Minaya ha ido adelgazándose hasta quedar resumida en una mirada que averigua y desea, como un espía en un país extranjero que hubiese olvidado su identidad verdadera y lejana para no ser más que una pupila y una secreta cámara fotográfica.» (pág. 93)
[2]. Ezio Raimondi, «La experiencia, un “curioso” y la novela», en La dissimulazione romanzesca, Antropologia manzoniana, Bolonia, Ii Mulino, 1990, págs. 17-30. (Próxima publicación en El museo del discreto, traducción de M. Garrido Palazón y A.S.O, Madrid, 1999.)
[3]. «Ibm tritt dic Stadt in ibre dialektischen Pole auseinander. Sic eröffnet sich ibm als Landschaft, sic umschliesst ihn als Stube» («Die Wiederkehr des Flaneurs»), Angelus Novus, Ausgewählte Schriften 2, Frankfurt, Suhrkamp, 1988, pág. 417. Ver también Hans Robert Jauss, Las transformaciones de lo moderno. Estudios sobre las etapas de la modernidad estética, Madrid, Visor, 1995.
[4]. Todas las citas, de «El París del Segundo Imperio en Baudelaire», Iluminaciones / 2, trad. de Jesús Aguirre, Madrid, Taurus, 1972.
[5]. «Tal vez esto tenga su origen en una época de mi vida en Londres. Sea como fuere, ahora el rostro humano empezó a aparecer sobre las aguas agitadas del océano: el mar estaba pavimentado de rostros innumerables vueltos hacia el cielo: rostros implorantes, coléricos, desesperados, que surgían por millares, por miríadas, por generaciones, por siglos —mi agitación era infinita—, mi alma se hundía y se alzaba con el océano» (Confesiones de un inglés comedor de opio, Madrid, Alianza, 1984, pág. 96.)
[6]. En este punto, un punto de referencia y de diferencia puede situarse en A sangre fría, de Truman Capote, aunque también (por manifestación de AMM, que me la regaló) en una novela estupenda y reciente (1994) como Felicia’s Journey del irlandés William Trevor.
[7]. La última cita es de Ezio Raimondi, «Ortega, la novela, Manzoni», Revista de Occidente, n°168, Mayo de 1995 pág. 97, y glosa a J. Ortega y Gasset, «Ideas sobre la novela» en Ideas sobre el teatro y la novela, Madrid, Revista de Occidente, 1982, págs. 44-45.
[8]. «La foto de la comunión de Fátima estaba colgada encima del sofá, más llamativa por el ampuloso marco dorado y por los colores crudos sobre el papel que imitaba la trama y las irregularidades de un lienzo pintado al óleo. El vestido blanco de la niña, con sus encajes y gasas nupciales, la cara infantil con los ojos risueños y los dientes separados, vuelta a medias sobre un fondo que viraba del negro al azul eléctrico.» (pág. 157)
[9]. W. Benjamin, ~Angelus Novus
, cit., págs. 229-247. Roland Barthes, La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía [1980], Barcelona, Paidós, 1997. Y a lo registrado en la nota 60, añádase W.J.T. Mitchell, Iconology. Image, Text, Ideology, Chicago y Londres, The University of Chicago Press, 1986, págs. 168-172, y Martin Jay, Downcast Eyes. The Denigration of Vision in Twentierh Century French Thought, Berkeley / Los Angeles / Londres, University of CaliforniaPress, 1993. [10]. «Presencia de Maigret» El País, 19 de febrero de 1994.
[11]. Aunque Minaya bien pudo huir de él.
[12]. No es gratuito que se trate de un sacerdote. En los antecedentes de la «mirada fisonómica» de que habla Benjamin se encuentra la ética barroca del acecho y el secreto. El discreto, para Gracián (jesuita, como lo fue el padre Orduña), «Distingue luego entre realidades o apariencias, que la buena capacidad se ha de señorear de los objectos, no los objectos della, así en el conocer como en el querer. Hay zahoríes de entendimiento que miran por dentro las cosas, no paran en la superficie vulgar, no se satisfacen de la exterioridad, ni se pagan de todo aquello que reluce. Sírveles su inteligente critiquez de contraste para distinguir lo falso de lo verdadero» (El Discreto, ed. Aurora Egido, Madrid, Alianza, 1997, pág. 310).
[13]. «Ciudadano Ulises», Babelia (suplemento literario de El País, 19-XII-1995.