sábado, 30 de julio de 2016

[NO QUIERO TENER...], Clarice Lispector

No quiero tener la terrible limitación de quien vive sólo de lo que puede tener un sentido. Yo no: lo que quiero es una verdad inventada.

CLARICE LISPECTOR, Agua viva, Siruela, Madrid, 2003, p. 24.
&
Franz Roh

viernes, 29 de julio de 2016

[ME ACUERDO...], Antonio Calderón Reina

Me acuerdo de que los muertos se iban, pero no de nuestras vidas.

ANTONIO CALDERÓN REINA, 511 cápsulas contra el olvido, La Carbonería, Sevilla, 2010, p. 37.
&
Adam Fuss

jueves, 28 de julio de 2016

[SIEMPRE HAY ALGUNA CHICA EN LA OFICINA...], Manuel Villena

   Siempre hay alguna chica en la oficina que acepta perder su tiempo cuidando las plantas. Las riega con constancia, se felicita con cada uno de los brotes nuevos, no permite que las flores mustias deturpen la belleza del conjunto. Ninguna plaga, ningún intruso.
    Es cierto que a veces juguetea con alguna mariquita aparecida entre las hojas. Se toma su tiempo para posarla con delicadeza en la palma de su mano, la deja corretear entre las líneas de la vida, se sonríe contemplando la extraña perfección de la belleza de los élitros...; hasta que alguien reclama su vuelta a la normalidad y recupera la libertad de sus manos abriendo una ventana para arrojar al bichito al vacío.

   Ella se llamaba Sandra.

    Yo era el insecto.

Manuel Villena
&
Tomasz Skoczen

miércoles, 27 de julio de 2016

[UN PENSAMIENTO GENIAL...], Stanislaw Jerzy Lec


Un pensamiento genial hasta puede prescindir de las palabras.


STANISŁAW JERZY LEC, Pensamientos descabellados,  Ediciones Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1977.
&
Cem Ulug

martes, 26 de julio de 2016

[¿QUÉ ES MEJOR...], Stanislaw Jerzy Lec

¿Qué es mejor, una “prosperidad falsa” o una miseria verdadera?


STANISŁAW JERZY LEC, Pensamientos descabellados,  Ediciones Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1977.
&
Ragnar Linden

lunes, 25 de julio de 2016

EL GANADOR, Lêdo Ivo

EL GANADOR

Cuanto gané se deshizo en el aire como una metáfora.
Ahora guardo sólo aquello que perdí:
el viento que soplaba en la colina,
la nieve que caía en el aeropuerto
y tu pubis dorado, tu pubis dorado.

LÊDO IVO, Rumor nocturno, Vaso roto, Barcelona, 2009, p. 79.
& 
Laura Makabresku



domingo, 24 de julio de 2016

SOBRE MIA FARROW, Francesco Piccolo

   Entrevistada a los diecinueve años, Mia Farrow dijo: «Quiero desarrollar una gran carrera, casarme con un gran hombre y vivir una vida sensacional. Hay que ver las cosas a lo grande: es la única forma de obtenerlas.»
   Entrevistada a los cincuenta y nueve años, Mia Farrow dijo: «Ahora he llegado a entenderlo: vivir significa aprender a perder con la mayor gracia posible... y ser capaz de aprovechar todo aquello que se nos ofrece.»

FRANCESCO PICCOLO, Momentos de inadvertida infelicidad, Anagrama, Barcelona, 2016, página 145.
&
Richard Avedon

sábado, 23 de julio de 2016

[QUIEN QUIERE...], Blas Pascal

   Quien quiere hacerse ángel se hace bestia.

Blas Pascal
&
Thurston Hopkins

viernes, 22 de julio de 2016

[¿QUÉ SOY YO?...], Clarice Lispector

¿Qué soy yo?; la respuesta es sólo: soy qué.

CLARICE LISPECTOR, Agua viva, Siruela, Madrid, 2003, p. 23.
&
Dino Valls

jueves, 21 de julio de 2016

[TANTAS CIGARRAS...], Jorge Riechmann

Tantas cigarras
aserrando la tarde...
y ésta intacta.

JORGE RIECHMANN, Poemas lisiados, La oveja roja, Torrejón, 2012.
&
David Snider

miércoles, 20 de julio de 2016

[EN EL LIBRO DE LA BOCA...], Carlos Edmundo de Ory

   En el libro de la boca, la sonrisa es un capítulo aparte.

CARLOS EDMUNDO DE ORY, Nuevos Aerolitos, Ediciones Libertarias, Madrid, 1995, p. 62.
&
Cecil Beaton

martes, 19 de julio de 2016

SOBRE FALTAR A CLASE, Miguel D'ors

   Desde hace algunos, años vengo coleccionando las expresio­nes que en los distintos idiomas designan la acción de dejar de asistir voluntariamente a la escuela o el colegio: en español común de España a eso le llamamos hacer novillos o fumarse la clase. Hay además, algunas formas regionales: en Castilla, hacer pellas; en Navarra, hacer calva, hacer borota y también hacer pella; en Granada, hacer rabona; en Lucena, y no sé si en algún otro punto de la provincia de Córdoba, hacer falla; en Aragón, hacer pirola o —especialmente en Huesca— picarse la clase. En gallego, con asombrosa concisión, se usa un verbo específico: latar; en catalán, se usa tanto la expresión fer rodó, es decir, ‘hacer redondo’, como fer campana; y los vascos dicen piper egin, que significa ‘hacer pimientos’. Los argentinos, no contentos con hacerse la rabona, hablan tam­bién de hacerse la rata, los colombianos y peruanos de volar­se de clase, y Alfonso Reyes, a quien también le interesó este tema, nos hizo saber en La experiencia literaria que los mejicanos del distrito federal llaman a eso irse de pinta o pintar venado ("deliciosa expresión que hace pensar en los dibujos rupestres", agrega el maestro), mientras que los de Monterrey dicen cuajarla o irse de cuaja.
   En Francia y en el Canadá francófono, la expresión habi­tual es faire l’école buissonière, literalmente ‘hacer la escuela matorralosa’, aunque en los últimos tiempos parece que en Francia se prefiere secher le cours, ‘secar la clase’. En el Norte de Italia, andare in marina, irse a la marina’, o biggiare, y en otras zonas de Italia, marinare la scuola, y también fare vela, ‘hacer vela’, o fare sega, ‘hacer sierra’. Se nota que los italianos son gente festiva y de aire libre. En Alemania, bien blau machen (‘hacer azul’), bien schwänzen o bummeln, que signi­fica ‘colear’, aunque en el Sur de Alemania se dice también stemmen. En Inglaterra, esa misma acción se indica con to play truand. En danés, pjakke. En ruso, progulivat, que viene a ser ‘pasar’; en croata, smuginuti sa casova, pobeci sa casova —ambos modismos significan ‘escaparse de las clases’— o bri­sari sa casova ‘borrarse de las clases’. En rumano, a chiuli. Los checos dicen chodit za skolu, esto es ‘ir detrás de la escuela’, los eslovacos chodit po za skolu, que viene a ser lo mismo, y los polacos wagarowac o isc na wagary. En los Estados Unidos eso es to play hooky (‘jugar ganchudo’). En japonés se dice sa-bo-ru.
   Al parecer, todos los niños de todos los lugares del mundo se escapan de sus clases alguna vez, y no sólo esto, sino que han acuñado, para referirse a ese acto, expresiones que tienen en común su admirable sentido poético. El hecho de que indi­viduos muy alejados y desconocidos entre sí, y, además, espe­cialmente inocentes o primitivos, actúen del mismo modo en circunstancias semejantes prueba que esa entidad misteriosa llamada naturaleza humana, a pesar de todo, existe.

MIGUEL D'ORS, Virutas de taller, Los papeles del Sitio, Sevilla, 2008, 67-69.
&
André Kertész

lunes, 18 de julio de 2016

LOS POEMAS, Lêdo Ivo

LOS POEMAS

Es mi cuerpo quien escribe mis poemas.
Mi alma es una sucursal de mi mano.
Las palabras me buscan en el silencio.
Las palabras son estrellas que reclaman
un papel en blanco: cielo, constelación.



LÊDO IVO, Rumor nocturno, Vaso roto, Barcelona, 2009, p. 107.
&
Keith Gaskin

domingo, 17 de julio de 2016

J. D. SALINGER, Juan Bonilla

J. D. SALINGER

   The Times Literary Supplement dijo de ella que era un incesante flujo de blasfemias y obscenidades. El crítico de la revista Punch opinaba que se trataba de un libro sensiblero, aunque se excusaba diciendo que era posible que su opinión no fuese más que la reacción de un europeo corrupto. The Spectator lo tildó de inteligente, humorístico y agudo, si bien reconocía que resultaba insuficiente en cuestiones formales y que no alcanzaba a producir la clase de efecto que, evidentemente, se proponía producir. Pero los palos más duros los proporcionaba el crítico de la revista Cat­holic World, que denunciaba el lenguaje soez y rudo de un mero aficionado, y el de la revista Commentary para quien la acidez y la fatigante repulsión de The Catcher in the Rye eran las actitudes, no de un adolescente, por muy desencantado que estuviera sino de un escritor satírico bien pagado que posee una técnica altamente desarrollada, carece de punto de vista y no dispone de otro blanco al que apuntar que no sea él mismo. Estas eran las reacciones de la prensa inglesa ante la publicación en el año 51 de la primera novela de J. D. Salinger. En los Estados Unidos el libro tuvo mejor aco­gida: Harper's la ensalzó, el Enquirer apostaba que aquella tempo­rada no depararía un libro más sabroso, la revista Time aseguraba que lo mejor de la novela era el novelista, y el New York Times de­cía que la primera novela de Salinger era de una brillantez insólita. Sólo el Herald Tribune se quejaba del lenguaje ofensivo, y el biógra­fo de Freud, Ernest Jones, escribía en The Nation que Salinger se había limitado a registrar lo que todo adolescente, desde Rousseau, ha sentido, y que por eso la novela era predecible y aburrida (como si conseguir reflejar lo que siente un adolescente de cual­quier época estuviera al alcance de cualquiera). Lo que nadie pre­vió es que aquella novela iba a convertirse en uno de los hitos fundamentales de la narrativa del siglo XX: ante esa contundente evidencia de la que disponemos hoy, el “esta es la mejor novela del año” que encabeza el ranking de elogios recibidos por The Cat­cher in the Rye es de una timidez clamorosa.
   “Son las aventuras de un muchacho que ha sido expulsado del Instituto durante unas Navidades en Nueva York”, le dijo Sa­linger al editor que le había propuesto recopilar sus narraciones en un volumen, refiriéndose a la novela que estaba escribiendo y que prefería publicar antes que los relatos. Una definición, como se ve, poco prometedora. Porque The Catcher in the Rye es de esos libros que no nos atrapan por lo que nos cuentan, que no deja de ser poca cosa, sino por la voz que se encarga de erguir la narración, por el mundo que es capaz de formular esa voz. Es posible en ese sentido que la apreciación de Ernest Jones según la cual todo lo que piensa y dice Holden Cauldfield en la novela de Salinger es lo que han pensado los adolescentes de todas las épocas no pueda ser tomado como un reparo serio sino, antes bien, como la defini­ción exacta del lugar donde radica la fuerza de la novela. El ado­lescente descarado, desencantado, que no deja de ser un personaje lleno de ternura precisamente por el mucho mundo que cree tener corrido y lo seguro de sí mismo que pretende parecer, el muchacho que habla en la novela lo deja claro desde la primera, legenda­ria frase: “Si en serio les interesa lo que les voy a contar, querrán saber antes de nada dónde nací, cómo fue todo ese rollazo de mi infancia, a qué se dedicaban mis padres antes de que yo naciera y demás tonterías tipo David Copperfield, pero no me apetece con­tar nada de eso. En primer lugar porque es una lata, y en segundo lugar porque si yo empezara a contar aquí todas esas cosas sobre su vida privada, a mis padres les iba a dar un ataque”. En cuanto a las aventuras que corre Holden, tampoco son especialmente me­morables a priori: lo echan de Pencey —pero lo habían expulsado antes de otro colegio y él se había ido de otro porque estaba lleno de hipócritas—, tiene una conversación con un profesor que quiere lo mejor para él, se monta en el tren hacia Nueva York, coincide allí con la madre de un alumno de Pencey con la que tiene una conversación, toma un taxi, va a un hotel —el Edmont— donde le dan una habitación inmunda, decide salir de juerga, al volver le proponen sexo hasta el mediodía por pocos dólares, la cosa sale bastante mal, al día siguiente se acuerda de una tal Sally y la llama y quedan para ir al cine..., y así se van encadenando los hechos que constituyen la novela, ninguno de ellos especialmente llama­tivo como se ve, si no fuera porque Holden es sólo un muchacho que enfrenta todas sus estupendas teorías y sus tajantes opiniones a la realidad poco poética de la gran ciudad. El Guardián en el cen­teno, con ser una espléndida sátira y una divertidísima narración, es uno de esos libros que consiguen que se te hiele la sonrisa, y desde luego tiene momentos de una ternura y una poesía milagro­sas, nada sensibleras ni cursi, como el encuentro entre Holden y su hermana Phoebe, uno de los capítulos más hermosos del libro.
   El adolescente de Salinger se ganó enseguida las simpatías de muchos adolescentes y jóvenes norteamericanos, si bien el libro no pasaría de ser uno de esos títulos de culto que circulan entre sectores cerrados de población, hasta que algunos años después de publicado se convierte en una especie de emblema generacional, y se alza a Holden a la categoría de símbolo, La aparente rebeldía de los años sesenta contribuyó al énfasis con que empezaría a leerse el libro de Salinger, que dejaba el cajón de las novelas documenta­les más o menos atinadas para alcanzar el rango de libro impres­cindible. Y ahí reside su valor para los adultos de hoy. Porque el libro se ha mantenido fresco en su condición de obra para adoles­centes —inaugurando un género: el de la novela para adolescentes que no necesita de dragones ni aventuras hipnagógicas para atra­par a sus lectores— y nuestro merodeo por sus páginas es similar al paseo que da un adulto en una discoteca de adolescentes: puede que el adulto se lo pase muy bien bailando bajo los focos y recor­dándose a sí mismo en su ansiosa pubertad, pero puede estar se­guro de que a su alrededor todos los muchachos y muchachas se están burlando de él. Por eso es El guardián en el centeno de Salinger una novela para adolescentes: porque sólo los adolescentes pue­den de veras sentir cómo gravita su fuerza sobre ellos, porque sólo a ellos les ocurrirá el precioso milagro de desear ser como Holden Cauldfield, escaparse, perderse en la gran ciudad, mirar a todos los solitarios pensando que él es el que está más solo de todos, y porque a los adultos que se asoman a sus páginas los golpea con una fértil y feraz melancolía.
   Por fortuna, El Guardián en el centeno no se impuso como lectura obligatoria en los institutos hasta hace muy poco, y no deja de ser paradójico que se lea bajo la vigilancia de los profesores un libro donde se pone a caldo todo método educativo. Se le hace un flaco favor así a la novela de Salinger: institucionalizándola se le roba la capacidad de desafío, se desactiva su rebeldía. Es un libro para el que el contexto en el que se lea resulta muy principal: leído en un aula para satisfacer unas preguntas de examen se apea de los tacones en los que se subía cuando era un libro que iba de ma­no adolescente a mano adolescente, como si fuera un secreto ve­dado a quienes hubieran abandonado ese país de la adolescencia. ¿Quién puede imaginarse a un profesor destripando la novela de Salinger en clase? ¿Cómo contestar a preguntas sobre ella en el papel de un examen que será valorado por lo que el sistema edu­cativo quiere que se conteste?
   ¿Qué sabemos de Holden? Pues sobre todo que es muy suyo, que no soporta el cine, que de las cosas que cuenta prefiere con mucho aquellas que le permiten desviarse de la mera narra­ción para intervenir con comentarios o anécdotas laterales, que adora Lejos de Africa de Isak Dinesen, que no soporta a los creídos, que se vuelve loco por las muchachas. Por supuesto que los inves­tigadores de Salinger han pretendido encontrar en las señas de identidad de Holden las del propio Salinger, obteniendo a veces exquisitos éxitos (eso de que a Salinger se le den bien las muchachitas menores de edad daba mucho juego, naturalmente) que sin embargo nada importan para disfrutar de esta novela: no importa demasiado la leyenda Salinger, fomentada últimamente por algu­nos libros que compiten en situarlo entre la más delirante grosería y la más peligrosa de las locuras. Es rara la pieza de entre las cien­tos que componen esa región de la literatura, que podríamos de­nominar testimonios de parientes, que alcanza a escapar de su condición inevitable de parásito y se justifique por sí misma. ¿Cuál es el encanto de ese tipo de libros en los que un hijo, una novia, un ama de llaves, un cuñado nos cuenta las vilezas de las que era capaz alguien a quien se considera un gran escritor? Pues princi­palmente sólo constatar una obviedad: que la mayoría de las grandes figuras de la literatura tenían mucho de lo que avergonzarse, como casi todos los demás mortales. Y eso es lo que, en esa clase de libros, comúnmente se les reprocha a quienes los protagonizan: que no fueran buenas personas, como si el hecho de escribir “La canción de Prufrock” obligara a su autor, T. S. Eliot, a no cometer la mezquindad de permitir que su esposa demente se pudriera en un manicomio; no porque permitirlo constituya una mezquindad, sino porque hacerlo siendo el autor de Prufrock agrava la mezquindad haciéndola rayar en el crimen. No hace falta hundirse en una bibliografía espesa de testimonios de parien­tes para cerciorarse de que la mayoría de grandes poetas y novelis­tas —si hiciésemos caso a lo que cuentan sus allegados menos discretos— era gente poco fiable. Pero ¿afecta a la emoción y la inte­ligencia que vibran en los poemas de Larkin saber que Larkin era un machista que practicaba la grosería como un pasatiempo efi­caz? ¿Nos reiremos menos con las novelas de Kingsley Amis al enterarnos de que fue capaz, en época de hambruna, de presentarse en su casa con un plátano, sentar a la familia a la mesa, pasar el plátano para que todos lo tocaran, y luego pelarlo y comérselo tranquilamente ante la perplejidad de los suyos? Evidentemente no tiene por qué, a no ser que dejemos que un exceso de sensibili­dad nos afecte a la razón. Así que no es probable que quienes firman esa clase de libros se esfuercen en redactarlos para rescatar a los lectores del espejismo que sufrirían si al leer a alguno de los damnificados llegan a la conclusión de que sólo un alma grande ha podido crear La montaña mágica o El guardián en el centeno: es más creíble que son arrastrados a la composición de sus libros por el simple afán de notoriedad que se les pone al alcance gracias a un apellido ilustre que a la vez que les permite publicar un libro les obliga a manchar el propio apellido. Pero todo ello no es más que cotilleo de altura, un género que puede convertirse en obra de arte si es Jane Austen o Marcel Proust el redactor, pero que co­múnmente no depara más que inventarios de anécdotas escabro­sas.
   La leyenda de Salinger no saldrá excesivamente perjudica­da por la reciente publicación de las memorias de su hija, como no la erosionó la publicación de las memorias de su amante. Ambas nos aseguran que Salinger no ha sido buena persona, que era un vanidoso insoportable, que le fascinaban las lolitas y que perjudicó y dañó durante su vida a unas cuantas mujeres. Y, por supuesto, las creemos, aunque no cabe otro remedio que encogerse de hom­bros o mostrarles nuestra lástima por sus traumáticas experiencias.
   Porque un gran escritor sólo es peligroso para el lector si tiene éste la mala fortuna de ser su vecino o pariente suyo y ha de tratarlo con cierta cotidianeidad, aguantar sus manías y hacer de mariachi para que no se le pudra el orgullo. Ya sé que hoy en día vende mucho la imagen del escritor como buena persona, y hay algunos que han cobrado celebridad inusitada no por lo que escriben sino porque en sus declaraciones públicas y en sus conferencias la gen­te comprueba que es una persona excepcional, simpatiquísima, solidaria y muy correcta. Y tampoco es incompatible la bondad con el genio, desde luego, pero son cosas que no afectan al resul­tado que al lector importa. Es encantador descubrir al adúltero Pedro Salinas con sus niños sentados en las rodillas, mientras él se dedica, a la vez que los atiende, a componer uno de sus contun­dentes poemas de amor. Pero los poemas de amor serían igual de contundentes si Salinas, como Rousseau, hubiera abandonado a sus hijos en sucesivos orfanatos. Así que nuestra consideración sobre libros como Nueve cuentos, Franny y Zoey, y Levantad, carpin­teros..., no van a sufrir ninguna mutación por el hecho de que se­pamos que a Salinger le gusta beber su propia orina. Los lectores de Salinger tenemos presente una frase de Holden Cauldfieid: cuando un libro le gustaba, nos decía, lo único que le apetecía al terminar de leerlo era telefonear al autor para charlar con él. Es una frase peligrosa. Bonita pero muy peligrosa. Conocer al autor del libro que nos cautivó es un método perfecto para sufrir una desilusión, y ya se sabe que el culpable de nuestras desilusiones nunca es quien nos desilusiona, sino nosotros mismos por haber­nos ilusionado. Quizá, consciente de eso y para no ser más que lo que un gran escritor debe ser para los lectores, un nombre, un fan­tasma, nadie, Salinger decidió hace tiempo no descolgar el teléfo­no, no conceder entrevistas, borrarse, sin contar con que siempre hay una hija, un amante, un vecino, con derecho a formular su experiencia para ganar algo de dinero e incrementar ese género parasitario que es la literatura de los parientes.
   The Catcher in the Rye es, esencialmente, una novela acerca de lo solos que estamos, de lo solos que están sobre todo los ado­lescentes; pero, ¿quién no sigue siendo un adolescente convencido de que la madurez es la muerte de la pureza que nos empuja a ser curiosos y a buscar? Supongo que sí, que hay mucha gente que a esta pregunta habrá contestado: Yo, desde luego. Me parece muy bien, pero si algo grande hay en la novela de Salinger es que es muy difícil no ser ese adolescente perdido en Nueva York que sin saber muy bien lo que quiere trata de desenvolverse como si se supiera su futuro de memoria, como si nada le importase porque nunca pasa nada que importa y cuando pasa ya ha perdido la im­portancia. Como los grandes poetas que consiguen en sus mejores momentos hacemos sentir que los grandes poetas somos nosotros, quienes les leemos, y que consiguen nombrar sensaciones nuestras para las que no habíamos encontrado las palabras precisas, Salin­ger consigue exactamente eso: nos convierte en muchachos perdi­dos en la selva del mundo, muchachos que al final de la experiencia sólo tienen clara una cosa: es mejor no contar nada nunca a nadie, porque en el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo.

JUAN BONILLA, La plaza del mundo, Universidad de Valladolid, Valladolid, 2008, 169-176.

sábado, 16 de julio de 2016

[A VECES ES NECESARIO CALLAR...], Stanislaw Jerzy Lec

   A veces es necesario callar para ser oído.

STANISŁAW JERZY LEC, Pensamientos descabellados,  Ediciones Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1977.
&
Matthew Priestley

viernes, 15 de julio de 2016

HISTORIA DE UNA HORA, Kate Chopin

HISTORIA DE UNA HORA

   Como sabían que la señora Mallard padecía del corazón, se tomaron muchas precauciones antes de darle la noticia de la muerte de su marido.
   Su hermana Josephine se lo dijo con frases entrecortadas e insinuaciones veladas que lo revelaban y ocultaban a medias. El amigo de su marido, Richards, estaba también allí, cerca de ella. Fue él quien se encontraba en la oficina del periódico cuando recibieron la noticia del accidente ferroviario y el nombre de Brently Mallard encabezaba la lista de «muertos». Tan sólo se había tomado el tiempo necesario para asegurarse, mediante un segundo telegrama, de que era verdad, y se había precipitado a impedir que cualquier otro amigo, menos prudente y considerado, diera la triste noticia.
   Ella no escuchó la historia como otras muchas mujeres la han escuchado, con paralizante incapacidad de aceptar su significado. Inmediatamente se echó a llorar con repentino y violento abandono, en brazos de su hermana. Cuando la tormenta de dolor amainó, se retiró a su habitación, sola. No quiso que nadie la siguiera.
   Frente a la ventana abierta descansaba un amplio y confortable sillón. Agobiada por el desfallecimiento físico que rondaba su cuerpo y parecía alcanzar su espíritu, se hundió en él.
   En la plaza frente a su casa, podía ver las copas de los árboles temblando por la reciente llegada de la primavera.
   En el aire se percibía el delicioso aliento de la lluvia. Abajo, en la calle, un buhonero gritaba sus quincallas. Le llegaban débilmente las notas de una canción que alguien cantaba a lo lejos, e innumerables gorriones gorjeaban en los aleros.
   Retazos de cielo azul asomaban por entre las nubes, que frente a su ventana, en el poniente, se reunían y apilaban unas sobre otras. Se sentó con la cabeza hacia atrás, apoyada en el cojín de la silla, casi inmóvil, excepto cuando un sollozo le subía a la garganta y le sacudía, como el niño que ha llorado al irse a dormir y continúa sollozando en sueños.
   Era joven, de rostro hermoso y tranquilo, y sus facciones revelaban contención y cierto carácter. Pero sus ojos tenían ahora la expresión opaca, la vista clavada en la lejanía, en uno de aquellos retazos de cielo azul. La mirada no indicaba reflexión, sino más bien ensimismamiento.
   Sentía que algo llegaba y lo esperaba con temor. ¿De qué se trataba? No lo sabía, era demasiado sutil y elusivo para nombrarlo. Pero lo sentía surgir furtivamente del cielo y alcanzarla a través de los sonidos, los aromas y el color que impregnaban el aire.
   Su pecho subía y bajaba agitadamente. Empezaba a reconocer aquello que se aproximaba para poseerla, y luchaba con voluntad para rechazarlo, tan débilmente como si lo hiciera con sus blancas y estilizadas manos. Cuando se abandonó, sus labios entreabiertos susurraron una palabrita. La murmuró una y otra vez: «¡Libre, libre, libre!». La mirada vacía y la expresión de terror que la había precedido desaparecieron de sus ojos, que permanecían agudos y brillantes. El pulso le latía rápido y el fluir de la sangre templaba y relajaba cada centímetro de su cuerpo.
   No se detuvo a pensar si aquella invasión de alegría era monstruosa o no. Una percepción clara y exaltada le permitía descartar la posibilidad como algo trivial.
   Sabía que lloraría de nuevo al ver las manos cariñosas y frágiles cruzadas en la postura de la muerte; el rostro que siempre la había mirado con amor estaría inmóvil, gris y muerto. Pero más allá de aquel momento amargo, vio una larga procesión de años venideros que serían sólo suyos. Y extendió sus brazos abiertos dándoles la bienvenida.
   En aquellos años futuros ella tendría las riendas de su propia vida.
   Ninguna voluntad poderosa doblegaría la suya con esa ciega insistencia con que hombres y mujeres creen tener derecho a imponer su íntima voluntad a un semejante. Que la intención fuera amable o cruel, no hacía que el acto pareciera menos delictivo en aquel breve momento de iluminación en que ella lo consideraba.
   Y a pesar de esto, le había amado, a veces; otras, no. Pero qué importaba, qué contaba el amor, el misterio sin resolver, frente a esta energía que repentinamente reconocía como el impulso más poderoso de su ser.
   —¡Libre, libre en cuerpo y alma! —continuó susurrando.
   Josephine, arrodillada frente a la puerta cerrada, con los labios pegados a la cerradura le imploraba que la dejara pasar.
   —Louise, abre la puerta, te lo ruego, ábrela, te vas a poner enferma. ¿Qué estás haciendo, Louise? Por lo que más quieras, abre la puerta.
   —Vete. No voy a ponerme enferma.
   No; estaba embebida en el mismísimo elixir de la vida que entraba por la ventana abierta.
   Su imaginación corría desaforada por aquellos días desplegados ante ella: días de primavera, días de verano y toda clase de días, que serían sólo suyos. Musitó una rápida oración para que la vida fuese larga. ¡Y pensar que tan sólo ayer sentía escalofríos al pensar que la vida pudiera durar demasiado!
   Por fin se levantó y ante la insistencia de su hermana, abrió la puerta. Tenía en los ojos un brillo febril y se conducía inconscientemente como una diosa de la Victoria. Agarró a su hermana por la cintura y juntas descendieron las escaleras. Richards, erguido, las esperaba al pie.
   Alguien intentaba abrir la puerta con una llave. Brently Mallard entró, un poco sucio del viaje, llevando con aplomo su maletín y el paraguas. Había estado lejos del lugar del accidente y ni siquiera sabía que había habido uno. Permaneció de pie, sorprendido por el penetrante grito de Josephine y el rápido movimiento de Richards para que su esposa no lo viera.
   Pero Richards había llegado demasiado tarde.
   Cuando los médicos aparecieron, aclararon que Louise había muerto del corazón —de la alegría que mata.


RICHARD FORD, Antología del cuento norteamericano, Galaxia Gutenberg, Madrid, 2002.
&
Isao Tomoda

jueves, 14 de julio de 2016

[LA PRIMAVERA...], Yosano Akiko

"La primavera
es tan corta...", le dije,
y entre mis pechos,
rebosantes de vida,
enterré yo sus manos.


&
Edmund Kesting 

miércoles, 13 de julio de 2016

[AHORA ES UN INSTANTE...], Clarice Lispector

   Ahora es un instante. ¿Lo sientes? Yo lo siento.

CLARICE LISPECTOR, Agua viva, Siruela, Madrid, 2003, p. 49.
&
Anna Goncharova

martes, 12 de julio de 2016

[¡TAN LARGA ESPERA...], Sogi

¡Tan larga espera
para caer tan pronto!
¡Ah, el alma de la flor!

Sogi

El pájaro y la flor. Mil quinientos años de poesía clásica japonesa, Alianza, Madrid, 2011, p. 106.
&
Igor Pose

lunes, 11 de julio de 2016

HOTEL INSOMNIO, Charles Simic

HOTEL INSOMNIO

Estaba a gusto en mi agujero.
La ventana daba a una pared de ladrillos.
En el cuarto de al lado había un piano.
De vez en cuando
un anciano inválido
venía a tocar My Blue Heaven.

Pero, en fin, por lo general
era un sitio tranquilo.
Había arañas
en todas las habitaciones,
y moscas atrapadas
en los hilos del humo y la vigilia,
y el aire era tan denso
que no podía verme en el espejo.

A las cinco de la mañana
se oía el ruido de unos pies descalzos.
Era el gitano de la esquina.
el adivino,
que se levantaba a mear
después de una noche de amor.
Una vez oí, incluso,
el sollozo de un niño.
Estaba al otro lado,
tan cerca que pensé,
por un instante,
que era yo el que lloraba.


CHARLES SIMIC, Hotel Insomnio, Nómadas, Gijón, 1998, p. 12. [Traducción de Jordi Doce]
&
Weegee

domingo, 10 de julio de 2016

[LA BELLEZA ES...], José Bergamín

   La belleza es la fermentación ideal de los elementos que la componen.


JOSÉ BERGAMÍN, El cohete y la estrella. La cabeza a pájaros, Cátedra, Madrid, 1981, p. 61.
&
Alfred Stieglitz




sábado, 9 de julio de 2016

[ME ACUERDO...], Antonio Calderón Reina

Me acuerdo de que en las pesadillas más oscuras nunca encontrabas la linterna.

ANTONIO CALDERÓN REINA, 511 cápsulas contra el olvido, La Carbonería, Sevilla, 2010, p. 23.
&
Josephine Cardin

viernes, 8 de julio de 2016

[SOLO EL POETA...], Tirso Priscilio Vallecillos García

   Solo el poeta al escarbar la tierra encuentra un poco de cielo.


Tirso Priscilio Vallecillos García

CARMEN CAMACHO, Seré Bre, CICUS, Sevilla, 2015, p. 113.
&
Rene Magritte

jueves, 7 de julio de 2016

[CALLARSE GOTA A GOTA...], Emilio Pedro Gómez

Callarse gota a gota
                        desleírse
en el cauce más dúctil del silencio.  



EMILIO PEDRO GÓMEZ, Motivos de horizonte, Enkuadres, Valencia, 2015, p. 35.
&
Paul Agnoli

miércoles, 6 de julio de 2016

PARADOJA DEL TAHÚR, Eduardo García

PARADOJA DEL TAHÚR

Yo deseaba ser aquel que soy.
Ahora quisiera ser quien me soñaba.
Daría estos renglones sin dudarlo
por recobrar las vidas que perdí.

EDUARDO GARCÍA, Las cartas marcadas, Libertarias, Madrid, 1994, p. 55.
&
Mošić Petar

EMBOSCADAS, Ángeles Mora

EMBOSCADAS

Cuando llegó el príncipe azul
era tan azul, tan azul
que caía sobre mi rojo

apagándolo.

Qué peligrosa tinta
me trajo en sus pupilas.

No conviene mezclar en la colada
ropas que puedan desteñir, me dije.

Antes de despedirlo
tuvimos que lavarnos
por separado.


ÁNGELES MORA, Ficciones para una autobiografía, Bartleby, Madrid, 2015, p. 31.
&
Ellsworth Kelly

martes, 5 de julio de 2016

[EL POETA PESCA...], Stanislaw Jerzy Lec

   El poeta pesca en un río que lo traspasa y sigue fluyendo.

STANISŁAW JERZY LEC, Pensamientos descabellados,  Ediciones Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1977.
&
Wilco Dragt

lunes, 4 de julio de 2016

[ES PRECISO DAR AL OTRO...], Christian Bobin


...es preciso dar al otro lo que espera para él, no lo que deseas para ti. Lo que él espera, no lo que tú eres. Porque lo que espera nunca es lo que eres, siempre es otra cosa. Así que aprendí desde muy temprano a dar lo que no tenía.

CHRISTIAN BOBIN, Elogio de la nada, Presencia, Barcelona, 2016,p. 11.
&
Mojo Wang

domingo, 3 de julio de 2016

[HUIR DE TODO...], Elías Moro

   Huir de todo no nos salvará de nada.

ELÍAS MORO, El juego de la taba, Calambur, Madrid, 2010, p. 14.
&
Luigi Pirandello

sábado, 2 de julio de 2016

IMSOMNIO, Ángeles Mora

INSOMNIO

Quise seguir durmiendo,
prolongar la línea
de mi sueño
roto.

Pero una sombra
enemiga

me arrastraba al abismo
de mis propias
voces.


ÁNGELES MORA, Ficciones para una autobiografía, Bartleby, Madrid, 2015, p. 28.
&
Kuttelvaserova Stuchelova

viernes, 1 de julio de 2016

[LA PIEL TIENE MEMORIA...], Emilio Pedro Gómez


La piel tiene memoria
el azar no


EMILIO PEDRO GÓMEZ, Motivos de horizonte, Enkuadres, Valencia, 2015, p. 82.
&
Ronit Bigal