Todo se adelantaba hacia la angustia
huido de sí mismo por el roce
oscuro del feroz presentimiento.
Una carretera sin asfaltar, cubierta en otoño y en invierno por una perpetua neblina. Un estrecho sendero de pendiente acusada se distrae de ese fondo borroso y dibuja un signo de interrogación hasta un grupo de casas. Veo también un prado, árboles frutales y viejos castaños en los cruces de caminos. Es el paisaje al que regreso en mis noches más tranquilas.
Teníamos tres vacas. Las vacas se turnaban en arrastrar, indolentes, un carro de pesadas ruedas con llanta de metal que chirriaba lastimosamente al rodar sobre los salientes de granito de los caminos. La carga (estiércol unas veces, otras hierba seca, otras tallos maduros de maíz) temblaba en aquellos obstáculos; los mosquitos abandonaban su refugio entre la vegetación y se arremolinaban en el aire, nerviosos y alerta, en espera del momento propicio para volver a sus asuntos.
Al atardecer, mi padre y las vacas volvían a casa. Mi padre las desenganchaba del carro y les ataba una cuerda alrededor del cuello. Luego me extendía la cuerda. Una de mis tareas era llevar las vacas hasta el abrevadero que, en un primer recuerdo, muy vago, imagino ver construyendo pacientemente a mi padre, mientras mi madre, sosteniéndome en los brazos, le mira y aprueba con la cabeza.
Cuando llevaba las vacas hacia el abrevadero, una de mis preocupaciones era que no hiciesen nada a los patos que acostumbraban a nadar allí.
Los patos eran otra responsabilidad: tenía que darles de comer, tenía que encerrarlos cada noche en un pequeño corral adosado a uno de los lados de la casa, debía vigilar que nunca faltase ninguno. Un día de verano, mi padre vino de una feria con queso, un cerdo y una caja de cartón agujereada que me entregó con gesto casi severo. Dentro de la caja, unas bolitas amarillas piaban y repicaban suavemente en el fondo. Mi padre le dijo a mi madre: son pollos de Severino, me dijo que se los diera al chico.
Eran muchas novedades en una semana. Unos días antes, una camada de patitos acababa de romper el cascarón y, muy pronto, iban a dedicarse a perseguir a su madre por los alrededores de la casa. Yo tenía que vigilar que no les pasase nada. Para ahorrarme problemas, decidí colocar a los pollos junto a los patos y observé que aquellos se dedicaban a imitar el comportamiento de los que, en una historia más feliz, hubieran podido llamarse sus hermanos adoptivos. Allí donde iban los patos, iban los pollos, como un ejército saltarín, amarillo y gris, torpe y juguetón.
Día a día se hacían mayores, aunque yo, en mi impaciencia, no lo notase, anhelando que en cualquier momento realizasen un gesto definitivo que pudiera descifrarse como un signo de crecimiento.
Mi padre me dijo un día: pon un tablón en el abrevadero, para que puedan subir y así conozcan el agua.
Hice lo que mi padre me había aconsejado y me empeñé en que la madre de los patos subiera por allí y los patitos fueran detrás suyo y detrás de éstos los pollos adoptados. La pata se iba negando hasta que un día creyó llegado el momento y subió por el tablón. Detrás suyo iba todo el regimiento. Mientras la pata nadaba con los patos mayores, los pequeños, sobre las piedras del abrevadero, bebían e intentaban imitar a la madre y se alzaban en un torpe y asustado revoloteo. A mí me llamaron a comer.
Después de comer, tuve que llevar un recado urgente a una casa vecina. Había niños de mi edad que jugaban al escondite mientras los mayores se echaban la siesta. Jugué al escondite y me oculté tras árboles frutales, tras las piedras que separaban los sembrados, en el hueco de un castaño centenario. Escondido, me vino a la memoria la imagen de los patitos y los pollos sacudiéndose el agua y las imperceptibles gotas produciendo destellos bajo el sol. Decidí volver.
En el abrevadero, los patos nadaban trazando un recorrido idéntico, que dibujaba una línea en el agua similar a la que deja el arado en la tierra; los pequeños patos podían imitar este movimiento casi a la perfección. Las cabezas de los pollos flotaban en el agua con los ojos abiertos mirando hacia el sol y cuando un pato pasaba sobre una de ellas, la cabeza se hundía y, tras unos segundos interminables, volvía a asomar a la superficie. Sentado sobre el muro del abrevadero, les iba tirando pequeñas piedras a los patos mientras las lágrimas caían silenciosamente de mis ojos al agua.
Seguí llorando toda la tarde, seguía llorando cuando llegó la hora de encerrar a los patos en el pequeño corral y las cabezas de los pollos se quedaron flotando en el agua turbia. No me atreví a sacarlos de allí y no me atreví a decírselo a mi padre, que hablaba nervioso en la cocina de casa con unos vecinos que habían llegado al anochecer.
Al día siguiente, llegaron unos hombres con camisas azules. Bebieron unos vasos de vino y luego le dijeron a mi padre que fuera a buscar sus cosas. Mi madre les preguntaba: ¿Pero ustedes creen que habrá guerra?, y ellos sonreían y negaban con la cabeza.
Al final del verano, o quizá entrado el otoño, también se nos llevaron a mi madre y a mí y durante unos años lo estuve pasando mal. Pero esto no sirve de excusa para que ya entonces no aprendiera, de una vez para siempre, que los patos son patos y los pollos son pollos.
FRANCISCO CASAVELLA, El triunfo, Círculo de Lectores, Barcelona, 1992(1990, Editorial Versal), pp. 39-41.
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