En tiempo de guerra, un avión que sobrevuela el océano es atacado y derribado por un aparato enemigo. Los únicos supervivientes son una treintena de niños ingleses de entre seis y doce años. Están solos en una isla desierta; no hay ningún adulto, no hay ninguna ley adulta. Todo lo que ven les pertenece, pueden hacer lo que les venga en gana; nadie se lo puede prohibir. La civilización está muy lejos, y es una civilización en guerra; cuestionada, por tanto; una sociedad en ruinas. En el decorado selvático de la isla, quizá más propio de una juvenil novela de aventuras, los niños, liberados de la autoridad social pero forzados a organizar su existencia, dan rienda suelta a sus instintos soterrados, reinventan mitos, miedos y odios: sin pretenderlo, imitación a escala de sus mayores: reinventan el origen de la guerra. El conflicto está en nosotros mismos y estamos condenados a repetirlo.
«La gente no ayuda mucho», afirma uno de los protagonistas de la novela, víctima de la crueldad de los otros niños ante lo diferente.
El Señor de las moscas, novela que adquirió la condición de clásico contemporáneo prácticamente desde su publicación en 1954, es probablemente la Fábula Moral del siglo que se nos agota, y es, sin duda, un libro pesimista. La Biblia de todo buen pesimista, me atrevo a afirmar, «El hombre es un lobo para el hombre», que dijo otro sabio.
Toda obra literaria es un reflejo, una forma de mirar, un espejismo. William Golging, nacido en 1911 y fallecido en 1993, diez años después. de recibir el Premio Nobel, sirvió como oficial en la Marina británica durante la Segunda guerra mundial y, al término de la misma, ejerció la enseñanza. Sin duda ambas experiencias, la decadencia humana del conflicto bélico y las rígidas normas de los colegios de su país —donde hoy es lectura obligada—forjaron su desilusión en el hombre, en el destino del hombre, y marcaron la concepción de El Señor de las moscas, novela de referencia social, la primera que escribió y la de mayor alcance popular.
Mucho se ha discutido sobre la premisa de esta singular obra. Golding demostró poseer sobrada sabiduría literaria al no calzar la moraleja, planteando cuestiones sin inclinar la balanza; en definitiva, liberando la lectura para que cada cual escoja, si así lo desea, su propia interpretación. Ése es el segundo gran acierto del libro; el primero es la elección de un protagonista coral: los niños. La temprana edad de su brutalidad es el prisma que redimensiona el conocido argumento de náufragos esperando un rescate que no llegará hasta que se hayan encontrado a sí mismos. Si los personajes fueran adultos, el lector sería simplemente un testigo; es la precocidad de su comportamiento lo que nos convierte en cómplices, en culpables. ¿Quién puede matar a un niño? Otro niño. El dedo acusador de Golding nos señala a todos.
Para algunos estudiosos, la novela refleja la agresividad criminal como uno de los instintos inherentes al hombre; para otros, la violencia de los niños es producto de la educación represiva de una sociedad que se sustenta en el castigo como valor y justicia final de toda ley.
«¡Las normas son lo único que tenemos!», exclama uno de los muchachos, apelando, según el narrador, a su propio buen juicio.
Ante la falta de reglas, «la desazón del delito» desaparece. Sin responsabilidades, no hay sentido de culpa; sin culpa no hay madurez.
«Quizá haya una bestia (..) Lo que quiero decir es que..., a lo mejor somos nosotros. »
Los niños temen a una fiera. Una fiera que ninguno ha visto, pero que presienten. Es la creación del primer mito de su sociedad condenada; probablemente el primer mito de cualquier sociedad, otorgarle forma a la semilla del mal que llevamos dentro: el pecado origitial. El Señor de las moscas.
«Uno tiene miedo porque la gente siempre tiene miedo.»
«Me da miedo y por eso le conozco. Si alguien te da miedo, le odias, pero no puedes dejar de pensar en él.»
El miedo a los demás. Ése es el tema de esta novela. El miedo a los demás forja las normas, los límites. ¿Podemos prescindir de las reglas?
En un momento de la narración, Jack, jefe del grupo de cazadores, se pinta la cara, una máscara, y ese acto le libera de vergüenza y responsabilidad. Los otros niños se sienten entonces forzados a obedecer no a Jack, sino a la máscara. ¿Qué ocurre cuando las reglas las impone una autoridad irresponsable?
JOSAN HATERO
WILLIAM GOLDING, El señor de las moscas, Colección Milenium, El MUndo, Madrid, 1999, pp. 7-8.
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