lunes, 28 de febrero de 2011

LA FUERZA DEL DESTINO, Julia Otxoa

LA FUERZA DEL DESTINO

El perro riñe al gato, el gato al ratón, el ratón a la musaraña, la musaraña a la araña, la araña a la mosca, la mosca a la hormiga, la hormiga a la pulga, pero la pulga, como es tan pequeña, no tiene nadie más pequeño a quien reñir, así que, indignada, prepara la revolución para derrocar al perro.


JULIA OTXOA, Variaciones sobre un cuadro de Paul Klee, Hiru, Hondarribia, 2002, p. 50.

domingo, 27 de febrero de 2011

[SI ME RESCATAS DEL FRÍO...], Ana Vega

Si me rescatas
del frío,
prometo abandonar
el invierno
para siempre...



FOTOGRAFÍA: Luis Arroyomolinos

sábado, 26 de febrero de 2011

ADÁN Y EVA, Samuel Butler

ADÁN Y EVA


Un niño y una niña estaban mirando un cuadro en el que aparecían Adán y Eva.
—¿Cuál es Adán y cuál es Eva?— preguntó uno de ellos.
— No lo sé— repuso el otro-, pero te lo podría decir si tuvieran la ropa puesta.

Samuel Butler

viernes, 25 de febrero de 2011

ROEDORES, Julia Otxoa


ROEDORES

El lanzador de cuchillos sentía roer en su interior a la rata de ojos amarillos. Miró a la mujer rubia del bañador azul, con la espalda plegada al tablero verde, con la que formaba pareja desde hacía más de veinte años. Pensó de pronto con espanto, que aquella mujer era demasiado confiada.
¿Acaso no conocía ella la leyenda del gran roedor de ojos amarillos? Se preguntaba el lanzador, empapada en sudor la mano que sostenía el puñal.


JULIA OTXOA, Kískili-Káskala, Vosa, Madrid, 1994, página 26.

jueves, 24 de febrero de 2011

AFORISMOS, Rafael Argullol

ASESINO: El hombre más solo del mundo tras el acto más solitario.

ENVIDIA: Acepto encantado mi sufrimiento con tal de que tú tengas el tuyo.

GUERRA: La cuota de sangre que el hombre se paga con implacable regularidad.

MAL: El espectador absoluto que jamás bajará a la arena de la vida.

MALDAD: La maledicencia.

ODIO: La energía invencible que merecería una mejor causa.

RESENTIMIENTO: La puñalada que te clavas para herir a otro.

TIRANÍA: La imagen de la humanidad reducida a una inmensa ficha policial.

TORTURA: El pillaje de la dignidad que lleva consigo el botín del horror.

TOTALITARISMO: El bosque nos oculta el árbol.

TRAICIÓN: La repentina destrucción del mundo por un solo gesto o por una única palabra.

VERGÜENZA: Derecho de la pasión que prescribe con el tiempo.

VIOLENCIA: La vida desgarrándose por el temor de vivir.




RAFAEL ARGULLOL, Breviario de la aurora, Acantilado, Barcelona, 2006.

miércoles, 23 de febrero de 2011

LOS VECINOS DEL PRINCIPAL DERECHA, Enrique Jardiel Poncela

LOS VECINOS DEL PRINCIPAL DERECHA

Al llegar a mi patria, de regreso de la Argentina, hice lo que suele hacer todo el que se encuentra en mi caso: me instalé en un hotel y me dediqué a buscar un piso desalquilado.
Para un hombre con dinero, encontrar un piso desalquilado es cosa fácil. Yo traía mucho dinero de América y encontré rápida­mente lo que necesitaba.
América había sido pródiga para mí. Es cierto que durante doce años trabajé furiosamente. Pero también es cierto que al cabo de los doce años de trabajo incesante, me hallé sin colocación y sin dinero ¿Cómo volver a mi patria fracasado? Una tarde paseaba por Palermo pensando esta triste cosa cuando tropecé con una gruesa cartera de cuero negro. La abrí; la cartera contenía una bolsita con diamantes y $ 150.000 en billetes. También contenía unas tarjetas y una cédula de identidad con el nombre y las señas de su dueño, pero como desde el primer momento había decidido quedarme la cartera, rompí las tarjetas y la cédula y procuré olvi­dar el nombre de aquel caballero, lo que logré enseguida, porque yo tengo una memoria fatal.
De este modo me hice rico en América. Y es que en América todo el que trabaja mucho acaba, por hacer fortuna.
El cuarto que alquilé al llegar a mi patria era precioso. Lo deco­ré todo a mi gusto y comencé a vivir una vida sin preocupaciones, llena de molicie y de refinamiento. De vez en cuando invitaba a cualquier muchacha sin compromiso a pasar unos días en mi com­pañía, y cuando me sentía harto de su modo de reír o de su gesto al ponerse el pyjama la sustituía por otra. Este procedimiento de gustar el amor, como si fuese un piano de manubrio, es una de las bases en que durante años se ha sustentado la tranquilidad de los hombres solteros.
Pero una tarde, en esa hora romántica y húmeda del crepúsculo, estaba solo en casa, porque me hallaba en un momento de transi­ción entre el piano pasado y el piano futuro.
Alguien hizo sonar el timbre y, como una tromba, se me metió en casa una dama estrepitosamente perfumada con “gardenias pú­tridas”, de Lelong.
La dama atravesó el living-room, irrumpió en mi despacho y se dejó caer en uno de los sillones con la vista fija en el suelo, las cejas fruncidas y mordiéndose ligeramente el labio inferior.
La contemplé. Traía la cabeza destocada y se envolvía en un deshabillé de charmeuse y terciopelo. Llevaba unos pendientes de ópalo y unas chinelas amaranto con los tacones rojos, iguales a los de los cortesanos de Luis XV. Era rubia; de un rubio frenético.
No quise romper el silencio porque, precisamente, al sentarse en el sillón, el deshabillé se había arrugado y dejaba al descubierto las dos piernas de la dama en una extensión suficiente para privar del habla a un orador famoso; cuanto más a mí, que hablo poquí­simo. Detalle interesante: las medias que envolvían aquellas piernas prodigiosas eran de gasa, color “risa de sordo”.
Pero semejante situación no podía prolongarse. La dama alzó de pronto su cabeza y me dijo:
—Caballero: perdone usted esta intromisión. Soy la vecina del principal derecha. He tenido un feroz disgusto con mi marido y, llevada de la ira, me he ido de casa. Cuando he querido reaccionar estaba en la escalera. ¿Adónde ir así? Y se me ocurrió llamar en su piso. Si a usted le parece, charlaremos un rato, hasta que yo me tranquilice.
—Y es posible que usted consiga tranquilizarse, señora. Quien no podrá tranquilizarse seré yo mientras usted se obstine en mostrar enteramente la región de sus ligas.
La dama rectificó los pliegues de su deshabillé y me hizo de pronto esta pregunta insólita:
—¿Qué opina usted del amor?
—Creo —repuse para ayudarla en su propósito de quitarle tirantez a nuestra entrevista— que el amor es una especie de ascensor hidráulico; se le puede exigir que funcione bien durante cinco años; durante diez; durante quince; pero llega un momento en que se estropea y se niega a funcionar.
—¿Y entonces?
—Entonces, señora, hay que cambiar de ascensor o subir a pie; es inevitable.
La dama sonrió con esa sonrisa luminosa exclusiva de las personas inteligentes.
Luego se inclinó hacia mí, rodeó mi cuello con sus brazos y murmuró esta sola palabra:
—¡Ay!
Cuando una mujer suspira mientras rodea con sus brazos el cuello de un hombre, debe uno darse por enterado de que la dama tiene ganas de suspirar.
—Es usted capaz de enloquecer a cualquier mujer, amigo mío; sin embargo, nuestro amor es imposible. Yo lo sospecho: ¡impo­sible, sí!
Y se retorció un dedo, luego, dos; después, tres; y, al final, todos los dedos de la mano.
Entonces llamaron a la puerta.
—¡Mi marido!
—¿Usted cree?
Fui a abrir y, en efecto, entró el marido. Tenía un aire triste.
—Caballero —me dijo—. No me explique usted nada. Usted no tiene la culpa. ¡Ella ha sido la que ha venido aquí!… ¡Dios mío, qué vergüenza!
Rompió a llorar, me rogó un vaso de agua, y por tres veces le llevé coñac, tila y azahar.
Al volver yo al despacho me encontraba siempre al marido paseándose excitado, increpando a su mujer, y ésta tumbada en su silla, mirando la calle con gesto displicente.
Por fin, a las ocho de la noche, después de que efectué, trayendo agua, una agotadora labor de camello del desierto, deci­dieron volverse a su casa.
Ya en la puerta, el marido me estrechó enérgicamente las ma­nos mientras me decía:
—Gracias, gracias… Nunca olvidaré esto; nunca lo olvidaré.
Y se fueron.
Media hora después yo subía rápidamente la escalera y llamaba en el principal derecha. Nadie contestó a mis timbrazos. Entonces el portero, asomándose al hueco del ascensor, me advirtió que en el principal derecha no vivía nadie, pues el cuarto estaba desalqui­lado desde hacía seis semanas.
Esta noticia me produjo una gran contrariedad. Porque necesitaba hablar de nuevo con los vecinos del principal derecha para preguntarles si ellos habían visto por casualidad, una bolsita con brillantes que yo guardaba en el bargueño de mi despacho y que ha­bía echado de menos al rato de marcharse de mi casa el matrimonio.

ENRIQUE JARDIEL PONCELA, Ventanilla de cuentos corrientes, Rey Lear, Madrid, 2009, páginas 31-36.

martes, 22 de febrero de 2011

EL CHAT, Manuel Espada

EL CHAT

―¿Ya te lo has quitado todo? ―le preguntó a aquella extraña a través del chat.
―Sólo me quedan las medias ―tecleó ella, excitada.
―¡Quítatelas, rápido! ―le ordenó, subrayando su exigencia con un golpe en la mesa, como si fuera el signo exclamativo al final de una frase.
―Lo siento, he oído algo, debe ser la puerta de su despacho, adiós.
―No me dejes a medias ―suplicó él.
La mujer abandonó el chat rápidamente. El hombre cerró su ordenador y salió enfurecido, aunque entró en el dormitorio de puntillas para no despertar a su mujer. Bajo las sábanas, la luz tenue de un monitor iluminaba el gotelé de las paredes.

MANUEL ESPADA

lunes, 21 de febrero de 2011

SILENCIO, David Roas

SILENCIO

He pasado un mes fuera y sólo llegar me encuentro a Juan por la calle. Me siento tan cansado que estoy tentado de no saludarle y seguir mi camino hasta casa, pero hace mucho que le perdí la pista y me apetece hablar con él. Nos damos la mano y le pregunto cómo está. Muerto, me dice. Le digo que no será para tanto y le propongo tomar algo en un bar cercano. Acepta sin energía. Venga, hombre, una caña te repondrá. Apoyados en la barra, y tras pedir dos cervezas, le digo que me cuente cómo le va la vida. Estoy muerto, repite, ¿no te lo he dicho antes? Sí, vale, como quieras, yo también estoy muy cansado, pero —insisto— ¿como te van las cosas? Hace mucho que no nos vemos y seguro que algo tienes que contarme. Me mira con gesto alicaído y en un tono áspero vuelve a repetir: Estoy muerto, ¿no te vale con eso? Muerto. Empiezo a pensar que a Juan le pasa algo. Quizá esté deprimido (tiene todo el aspecto), o puede que lo hayan despedido, que esté enfermo, que su mujer le haya abandonado... Trato de quitarle hierro al asunto: Muy muerto no debes de estar si te tengo a mi lado bebiendo una cerveza. Juan se levanta la manga del brazo izquierdo, lo alarga hasta a mí y me dice: Tómame el pulso, a ver si te convences de una vez. Le sigo la corriente y cojo su muñeca buscando torpemente las venas (¿o son arterias?) donde comprobar sus pulsaciones. No noto nada. Debo estar haciéndolo mal. Lo intento de nuevo. Juan me observa con una mezcla de apatía y fastidio. Pruebo otra vez. Nada. ¿Lo ves?, muerto, no hay más. Empiezo a inquietarme. Y no porque Juan esté muerto (es evidente que eso es imposible), sino porque lo que he tomado por abatimiento o depresión puede ser en realidad una crisis psicótica. Ya sé que decir que eso en Juan me extraña es una tontería (nadie es inmune), pero siempre ha sido un tipo muy equilibrado. ¿Te convences?, vuelve a preguntarme, cuando te decía que estoy muerto es que estoy muerto; no es una forma de hablar. Por tu cara intuyo que no crees una sola palabra de lo que te estoy diciendo. Cómo quieres que te crea, lo que pasa es que no sé encontrar tus latidos y ya está. Juan llama al camarero y con absoluta tranquilidad le pide que le tome el pulso. Yo miro al camarero y con una sonrisa forzada le digo que no haga caso a mi amigo, que es una broma. Pero este, en lugar de reaccionar con escándalo a su insensata petición, hace lo que Juan le ha requerido. Y como si estuviera habituado a dar esa respuesta, dice cansinamente: No hay pulso. Antes de que pueda reaccionar, Juan coge mi mano y la coloca sobre la muñeca del camarero, quien se deja hacer. Tampoco noto nada. No sé qué decir. No puedo hacer otra cosa que mirar a ambos e intentar procesar lo que está sucediendo. Los dos me observan con el mismo gesto fatigado. Juan se dirige a un tipo que está bebiendo un cortado al otro extremo de la barra: ¿Le importa que mi amigo le tome el pulso? El desconocido deja el vaso y se acerca perezosamente, mientras, en un gesto que no puedo evitar tomar por habitual, se levanta la manga del brazo izquierdo. Juan guía de nuevo mi mano y la coloca en la muñeca del desconocido. No sé cómo voy a reaccionar si encuentro el mismo vacío, el mismo silencio. Los anhelados latidos no aparecen. Es imposible. No pueden estar muertos. Los veo moverse, hablar, beber. Juan interrumpe mis reflexiones. No, no te engañes pensando que es un sueño o una alucinación. Estamos muertos. Todos estamos muertos. ¿Ves esa mujer sentada en la mesa de la esquina? (La miro; es una escena que he visto mil veces: una mujer tomando un café mientras lee el periódico). Muerta. ¿Esos dos niños que pasan junto a la ventana camino del colegio? (Ambos cargan afanosamente unas pesadas mochilas). Muertos. ¿El cartero que acaba de entrar en el bar? Absolutamente difunto. No encontrarás ni un solo latido en sus muñecas. Aunque si quieres podemos hacer con ellos la misma prueba. Le digo que ya he tenido suficiente. Aunque en el mismo instante en que lo digo sé que estoy mintiendo. No es suficiente. No puede ser suficiente. Porque lo que está sucediendo es un disparate sin sentido. Pero ¿cómo contradecirles? Empiezo a dudar de mi salud mental. Quizá soy yo, y no el pobre Juan, el que se ha vuelto loco. Como si leyera mi mente, Juan me dice que no estoy loco. Y añade: Esto nos ha pasado a todos, sin excepción; al principio lo más difícil es aceptar que uno esté muerto (el camarero y el desconocido asienten con desgana). Pero entonces ¿Ana? ¿mis padres? ¿mis hermanos? De pronto, como si todo eso no fuera importante, una pregunta irrumpe en mi cerebro, una pregunta que no llego a verbalizar, porque en ese mismo momento, Juan agarra con fuerza mi mano derecha. Sin que pueda evitarlo, con un rápido movimiento la coloca sobre mi muñeca izquierda, donde ya sé que sólo me espera el silencio.


DAVID ROAS, Distorsiones, Páginas de Espuma, Madrid, páginas 93-95.

domingo, 20 de febrero de 2011

EL AIRE QUE RESPIRAMOS, Juan Pedro Aparicio

EL AIRE QUE RESPIRAMOS


Dije: “Los árboles son columnas para sostener el aire”. Ellos se rieron y talaron los árboles. El cielo se cayó,


JUAN PEDRO APARICIO, El juego del diábolo, Páginas de Espuma, Madrid, 2008, página 18.

CUADRO: EGON SCHIELE

sábado, 19 de febrero de 2011

[EL ODIO...], Andrés Neuman

El odio es vírico. La envidia, crónica.
***
A veces nuestro enemigo interior es lo mejor de nosotros mismos.
***
El odio puede ser la semilla, pero difícilmente el fruto.
***
La maldad no se elige: la llevamos dentro. Por eso oponerse a ella constituye un refinado acto de libertad.


ANDRÉS NEUMAN, El equilibrista (Aforismos y microensayos), Acantilado, Barcelona, 2005.

viernes, 18 de febrero de 2011

TRAS LA PARED, Óscar Sipán


TRAS LA PARED

Los oigo copular a todas horas, tras la pared de mi habitación. Quizás debí emparedarlos por separado.

CADENA PERPETUA, Luis Alberto de Cuenca

CADENA PERPETUA

Cortaron el silencio con suspiros, jadeos,
susurros de la ropa al caer por el suelo.

Se dijeron palabras que nunca se habían dicho,
palabras enemigas del tiempo y del olvido.

Y fueron cuidadosos, y atentos, y sensibles
el uno con el otro, y se sintieron libres

en su mutua cadena perpetua de caricias,
tan libres como nunca lo fueron en su vida.

Y de repente, el mundo se eclipsó para ellos
durante un breve instante que les pareció eterno.


LUIS ALBERTO DE CUENCA, El reino blanco, Visor, Madrid, 2010, página 160.

jueves, 17 de febrero de 2011

AGUA (FÓRMULA QUÍMICA), Raúl Vacas

AGUA (FÓRMULA QUÍMICA)

La primera hache se metió en el agua y, aunque era muda, dijo: oh.
La segunda hache dijo: dos oh.

RAÚL VACAS POLO, Esto y ESO, Edelvives, Zaragoza, 2010, página 108.

miércoles, 16 de febrero de 2011

EL HIJO PRÓDIGO, Juan Pedro Aparicio

EL HIJO PRÓDIGO


A la casa de su padre llegaron rumores de que, su hermano, que había desaparecido diez años atrás, seguía vivo y pretendía regresar. Él, que hasta entonces había sido un excelente administrador, comenzó a dilapidar el patrimonio familiar. "Quiero que se encuentre las cosas como estaban", dijo.

JUAN PEDRO APARICIO, La mitad del diablo, Páginas de Espuma, Madrid, 2006, página 140.

lunes, 14 de febrero de 2011

SUICIDIO O MORIR DE ERROR, Dulce Chacón

SUICIDIO, O MORIR DE ERROR

Antes de estrellarse contra el suelo, la miró con asombro. Saltaremos juntos ―le había asegurado la bella bellísima―. Una. Dos. Y tres. Y él se precipitó. Y la bella bellísima le soltó la mano. Y desde lo alto, le juró que le amaría hasta la muerte.


Dulce Chacón

domingo, 13 de febrero de 2011

FRANZ KAFKA, René Avilés Fabila

FRANZ KAFKA


   Al despertar Franz Kafka una mañana, tras un sueño intranquilo, se dirigió hacia el espejo y pudo comprobar horrorizado

a. que seguía siendo Kafka,
b. no estaba convertido en un monstruoso insecto,
c. su figura era todavía humana.

   Seleccione el final que más le agrade marcándolo con una equis.

René Avilés Fabila

DESVÍO POR OBRAS: MÁS KAFKA

LA VIDA NATURAL, David Roas

LA VIDA NATURAL


Queridos Papá y Mamá:

Siento haber tardado tanto en escribiros. Espero que estáis bien. Sé que mi decisión de trasladarme al campo no os hizo mucha gracia, pero tras un año en el frente pensé que era lo mejor. No diré que sea fácil, pero la vida natural, la disciplina y el trabajo duro son un gran estímulo. Al principio, lo reconozco, temí no acostumbrarme: echaba de menos los cafés, los restaurantes, las salas de cine... Pero vivir en el campo está resultando muy satisfactorio. Y tampoco he renunciado del todo a los pequeños placeres: en los días señalados, mis compañeros y yo organizamos fiestas a las que incluso asisten algunas chicas de la vecindad (antes de que te inquietes, mamá, decirte que siempre me porto como un caballero). Incluso hemos formado una pequeña orquesta para amenizar los bailes.
Cada día nos depara una nueva sorpresa. Y ahora que ya ha pasado lo peor del invierno y la primavera empieza a notarse, es un placer muy grato levantarse pronto y respirar el aire puro del bosque, la fragancia del tomillo, mientras amanece sobre las montañas cercanas. Lamentablemente, hay días en que el viento cambia y arrastra hacia nosotros el humo de las chimeneas. Pero eso ocurre muy pocas veces.
El señor Rauscher ha resultado ser un jefe admirable. Severo, pero comprensivo. No suele dar muchas órdenes, pues confía en nuestra iniciativa para que las diversas labores vayan desarrollándose a su ritmo adecuado.Aveces, es cierto, se enfada y la toma con alguno de nosotros (sí, papá, hasta ahora he cumplido fielmente con mis obligaciones y no me he ganado ninguna reprimenda). Pero el castigo siempre es justo.
Aunque debo confesar que la mayoría de problemas los causan los trabajadores. Si bien hay mano de obra suficiente y sabemos cómo hacer que rindan para que el señor Rauscher se sienta orgulloso de nosotros, en muchas ocasiones resulta verdaderamente fastidioso lidiar con ellos. La mayoría son individuos zafios, desaseados (el olor de algunos te marearía, mamá), y muchos de ellos ni siquiera saben trabajar. Eso nos obliga a veces a aplicar severos correctivos. Por suerte, los reemplazos son continuos.
Ah, papá, con lo que a ti te gustan los trenes, te encantaría ver los que llegan hasta aquí. ¡Menudas máquinas! Y menuda obra de ingeniería ha hecho falta para conseguirlo.
Hoy ha llegado otro reemplazo. Su aspecto no es tan desastrado, pero algunos son extranjeros y no comprenden bien nuestra lengua. Con ellos hay que tener todavía más mano dura (ya ha ocurrido otras veces), puesto que, además del problema del idioma, parecen no comprender la vida del campo.
Pero no voy a molestaros más con estos nimios asuntos. No quiero que penséis ni por un minuto que lo estoy pasando mal. Vine porque así lo quise. Me encanta mi nueva vida. Y no hagáis mucho caso de lo que se cuenta por ahí. No es para tanto.
Espero que Frieda esté bien. ¿Ha nacido ya mi sobrinito? Decidme que no: me gustaría tanto estar ahí cuando ocurra tan feliz acontecimiento. Escribidme pronto, por favor.
Vuestro hijo, que os quiere,

Hans

Posdata sólo para papá:
Papá, espero que te guste el reloj que te mando. Aunque tardaron mucho en llegar, en la última remesa había algunos preciosos. Creo que he escogido bien, aunque si no te gusta, dímelo y trataré de enviarte otro. Para mamá y Frieda todavía no he encontrado nada digno de ellas (había pensado en un buen abrigo de pieles, pero los que llegan están muy pasados de moda). Este domingo tengo permiso y pasaré la tarde en Weimar. Quizá allí pueda comprarles algo bonito. Para que no se pongan celosas (las conozco y ya imagino su cara cuando abras el paquete), diles que su regalo he tenido que enviarlo aparte y que está a punto de llegar.


DAVID ROAS, Distorsiones, Páginas de Espuma, Madrid, pp. 41-43.

sábado, 12 de febrero de 2011

EL FARO, Luis Alberto de Cuenca



EL FARO

Tú eres mi faro.
Y tú tienes la culpa
de mis naufragios.


LUIS ALBERTO DE CUENCA, El reino blanco, Visor, Madrid, 2010, p.71.

miércoles, 9 de febrero de 2011

CELEBRACIÓN EN FAMILIA, David Roas

CELEBRACIÓN EN FAMILIA

Para Carlota, por sus sueños


La fiesta estaba saliendo tan bien que no sabía cómo decirles que no me iba a suicidar. La felicidad se podía leer en los ojos de todos mis familiares, aun cuando eran conscientes de que ese día yo debía morir. Incluso había venido el primo Braulio, como perdonándome lo mal que se lo hice pasar cuando éramos niños. Fotografías, regalos (no para mí, claro, hubiera sido estúpido), abrazos, botellas de champán abriéndose sin cesar. No recuerdo un momento semejante junto a mi familia. Ni siquiera en Navidad. Lamentaba defraudarlos, pero aquel ambiente tan relajado, ver a todos juntos pasándolo bien, me hizo cambiar de idea.
Al principio lo había tenido claro. Todavía resuenan en mis oídos las palabras del médico: enfermedad incurable, tres meses de vida, dolores insoportables... El suicidio me evitaría la angustia de la cuenta atrás y el sufrimiento físico. Mi familia lo entendió perfectamente. La idea de la fiesta fue de mi padre. Mi madre se encargó de preparar todos los detalles de mi entierro (El ataúd es precioso, hija mía, me dijo feliz).
No pude esperar a que acabara la fiesta para decírselo. No me parecía justo. Y como había supuesto, todos se enfadaron. Más aún, empezaron a insultarme (Siempre has sido una malcriada... Nunca acabas nada de lo que dio el primo Braulio, en cuyos ojos me pareció adivinar un leve destello de venganza.
Mamá tenía razón: el ataúd es precioso. Y muy cómodo.


DAVID ROAS, Distorsiones, Páginas de Espuma, Madrid, 2010, pp.155-156.

CUADRO: Eleazar

martes, 8 de febrero de 2011

LA MAR SE YESA, Hipólito G. Navarro

LA MAR SE YESA

Se levanta el telón.
Sobre el pelo, abundantes cenizas de los cuatro incendios más cercanos; en la pupila, reclamos de tiendas todo a un euro, arena, destartalados vehículos a reventar de sandías...
Chaparrones de engorros de verano, estorbosos de verdad, se le ocurren a Eugenio apenas comenzar sus vacaciones, un instante después de haber dicho adiós de forma apresurada a los colegas de la oficina. Sin embargo, de entre todos los engorros imaginables uno destaca sobremanera en la cabeza de Eugenio, tanto que acaba por convertirse en toda una premonición. La llamada de Elena cuatro horas antes de que en efecto dieran comienzo las vacaciones le hace pensar en un engorro verdaderamente original.
Elena ha sido escueta: hazme el favor de salir un poco antes, Eugenio; estamos en urgencias del hospital universitario, aparca por detrás. Nada grave no obstante. La rabia es que ha sido bien tonta la caída del muchacho en el último tramo de escaleras, cuando cargaba con demasiadas bolsas y maletas.
Eugenio llega justo a tiempo. El traumatólogo de zona, tras consultar las radiografías encargadas al efecto, y sin mirar al paciente, sonríe a la enfermera, a todas luces su compinche. A ver, señorita, que dicto el veredicto, que lanzo el diagnóstico, el semanagnóstico, el mesagnóstico en realidad: lo que ustedes en el fondo estaban sospechando: su hijo tiene la muñeca rota, debe llevar férula hasta el codo sujeta en cabestrillo durante al menos un mes.
Juega pues el muchacho en la playa sin acercarse siquiera al rompeolas, protegida la depresión bajo sombrilla. Sin edad para leer a los clásicos, rascacielos, enteras urbanizaciones de arena va teniendo tiempo de construir. Elena y Eugenio ayudan con el trasiego de cubos de agua. Etcétera.
Pero lo que se dice el engorro no llega hasta el día que hace veintisiete, a cuatro de quitar el mapa de firmas y dibujos, cuando el chico ya no aguanta más. Nadar así, con ese lastre, produce un escoramiento lateral de mil demonios; hasta las medusas se sorprenden de esa técnica recién inaugurada. Las algas enredadas en lo que fue escayola impiden contemplar el deterioro, pero pueden Eugenio y Elena asegurar, este antepenúltimo día de descanso, que su muchacho ha dejado en el agua la parte gorda, estructural, de la férula; lo que sujeta ahora al brazo y a la muñeca que resulta de su lógica prolongación es una malla deshilachada, un envoltorio inútil de porquería, un gigantesco engorro de verano.
En justa compensación les viene entonces raudo casi sin pensar, el título de la película.


HIPÓLITO G. NAVARRO, Los últimos percances, Seix Barral, Barcelona, 2005, pp. 389-390.

domingo, 6 de febrero de 2011

AL SOL, Luciano G. Egido

AL SOL

Le soleil rayonnait sur cette pourriture
comme afin de la cuire à point.
Charles Baudelaire

En medio de la deflagración universal que asolaba al mundo, sólo Cipriano "Candiles" sonreía. Estaba recostado suavemente sobre un lecho de hojarasca en medio del campo, con el homenaje incierto de una amapola a la altura del ombligo desnudo. Su sonrisa pacífica resultaba ofensiva, rodeada de tanta desolación, tanta tragedia y un calor tan intenso. ¿Qué estaría soñando tan beatíficamente, con los ojos cerrados y el gesto de un arrobamiento incontrolado? ¿Qué músicas celestiales acompañarían su reposo? Su inmovilidad y su enajenación eran tan absolutas que no parecía darse de cuenta de que las hormigas se le paseaban por las manos generosamente abiertas. En la posición que estaba, cara el cielo, no se le podía ver el agujero negro que tenía en la nuca y que había atraído la atención succionadora de las moscas. Era la sofocante tarde del día 18 de julio de 1936.


LUCIANO G. EGIDO, Cuentos del lejano oeste, Tusquets, Barcelona, 2003, p. 73.

sábado, 5 de febrero de 2011

LIBRO DE LAS PREGUNTAS, Pablo Neruda

XXIX


Qué distancia en metros redondos
hay entre el sol y las naranjas?

Quién despierta al sol cuando duerme
sobre su cama abrasadora?

Canta la tierra como un grillo
entre la música celeste?

Verdad que es ancha la tristeza,
delgada la melancolía?


PABLO NERUDA & ISIDRO FERRER, Libro de las preguntas, Media Vaca, Valencia, 2006.

ILUSTRACIONES: Isidro Ferrer

viernes, 4 de febrero de 2011

DESNUDO, Luciano G. Egido

DESNUDO

Lo más profundo del ser humano es la piel.
Paul Valéry


Le dije: "Desnúdate". Y ella me dijo: ""¿Tan pronto?". Y yo le dije: "Entiéndeme; lo que quiero decirte es que me hables de ti". Y ella me dijo: "Entonces, será mejor que me desnude".


LUCIANO G. EGIDO, Cuentos del lejano oeste, Tusquets, Barcelona, 2003, p. 37.


FOTOGRAFÍA: MAN RAY

miércoles, 2 de febrero de 2011

REBAJAS, José María Merino

REBAJAS


Lleva muchos años trabajando en esos grandes almacenes, y ha ascendido ya a la jefatura de una sección.
Las fechas previas a las vacaciones son para todos los empleados un tiempo agobiante, acaso el más duro del año, pues les obliga a un esfuerzo mayor de lo habitual frente a los innumerables compradores. Las ventas ordinarias rematan con las ventas de rebajas, tras una jornada agotadora en que debe cambiarse el orden de los artículos, y sus precios.
Él vive los días de rebajas con una intuición de pesadilla ante esa aglomeración de gente a la que mueve un afán que parece angustioso, significativo acaso de una búsqueda que va mucho más allá del precio favorable o de la ganga.
Tal sensación de mal sueño surgió en él muchos años antes, pero hace solamente dos que se hizo más intensa, con la aparición de la Vieja Pálida, una anciana flaca, vestida con una gabardina pasada de moda, las manos en los bolsillos, el rostro lleno de arrugas, desvaído y cremoso el color de sus iris, una pañoleta oscura cubriendo sus cabellos. Era inevitable verla deambular con su andar lento entre los ansiosos clientes, ajena al bullicio, como si hubiese entrado allí por casualidad.
El segundo año, el primer día de rebajas, cuando volvió a aparecer la Vieja Pálida, él la recordó claramente, y su impresión de estar soñando se hizo más aguda ante el aspecto fantasmal de la anciana, que de nuevo recorría los pasillos con lentitud, entre el ajetreo y el nerviosismo de los buscadores de chollos, sin alterar su gesto severo ni su ademán hierático.
En aquella ocasión ya no pudo olvidarla, y la figura de la Vieja Pálida se convirtió en una referencia de las rebajas, una aparición que ponía una nota lúgubre en el entusiasmo consumista.
Esta vez, tras abrirse las puertas de los almacenes, ha penetrado la tromba agitada de la muchedumbre, y la Vieja Pálida está de nuevo ahí, vestida con su gabardina arcaica, las manos ocultas en los bolsillos y los ojillos adolecidos de una blancura triste.
Pero esta vez él se decide, venciendo su resistencia, y se acerca a la anciana. «¿Está usted buscando alguna cosa?», pregunta, y la anciana, con voz exhausta y chirriante, que parece provenir del lugar donde el tiempo no existe, responde: «Te estoy buscando a ti.»


JOSÉ MARÍA MERINO, Días imaginarios, Seix barral, Barcelona, 2002, pp, 33-34.

martes, 1 de febrero de 2011

TODO LO QUE SE LLEVÓ EL DIABLO, Javier Pérez Andújar

De este sorprendente y ambicioso libro misceláneo que reconstruye el tapiz histórico de Las Misiones Pedagógicas durante la Segunda República, incluyo un hilo menor, aunque sobradamente brillante:

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Velasco Flaínez estiró las piernas cuanto pudo, se tendió hacia atrás y clavando las palmas de las manos en la tierra se puso a explicar su cuento.
Hace mucho tiempo, en un bosque muy lejano, vivía un hombre que se había casado de segundas con una mujer muy mala. Este hombre tenía dos hijos de su otra mujer. El niño se llamaba Periquito y la niña, Mariquita. Un día que aquel hombre salió a trabajar al bosque, Periquito se quedó jugando en la era. Cuando se cansó de jugar, volvió a su casa y le dijo a su madrastra: Madre, tengo sueño. Acuéstate en la artesa, le mandó ella. Y cuando Periquito dormía metido en la artesa, su madrastra le echó una olla de agua hirviendo. ¡Madre, que me quemo!, gritaba Periquito, y la madrastra le contestaba: Calla, hijo, que son los rayitos del sol. Y poco a poco, la madrastra fue llenando la artesa de agua hirviendo hasta que Periquito se murió. Entonces la madrastra troceó al niño y puso los trozos en un guisado. Cuando acabó, la madrastra llamó a Mariquita para que viniera, porque tenía que llevarle la merienda a su padre, que estaba trabajando en el bosque. Cogió una olla y la llenó con el guisado, y se la dio a la niña. A mitad de camino, Mariquita destapo la olla y vio que asomaban los dedos de su hermano, y la niña se puso a llorar. Pero en ese momento se le apareció un hada, que le preguntó: Mariquita, ¿por qué lloras? Y ella le contesto: Porque ha matado mi madre a mi Periquito. Entonces el hada le dijo: Pon sus huesos debajo de la cantarera, y verás como resucita. Y ya contenta, la niña le llevó la comida al padre, y se quedó a su lado. El padre empezó a comer, y conforme se dio cuenta, le dijo: Mariquita ¿por qué coges los huesos? Y ella le respondió: ¡Son para el perrito! A la que terminó el padre de comer, Mariquita se volvió a su casa, y puso la olla con los huesos debajo de la cantarera tal como le había dicho el hada. Se hizo de noche, y volvió el padre del bosque. Se pusieron todos a cenar, pero el niño no aparecía. ¿Dónde está Periquito?, preguntó su padre. Está en la era jugando, dijo la madrastra. Y siguieron comiendo. En medio de la cena, se apareció Periquito cargado de dulces, caramelos y regalos. Entonces la madre le dijo: Periquito, dame. Y él le contestó: No, que me mataste. Y el padre le dijo: Periquito, dame. Y él le contestó: No, que me comiste. Y su hermana le dijo: Periquito, dame. Y él le contestó: ¡Tómalos todos, que me recogiste! Y cuando mi abuelo terminaba de contarlo, siempre acababa diciendo: Y yo, que estuve pa aquí y pa allá, no pillé na.
Acabó el motorista de anotar este relato pataleando de alegría, y empezó a hablar a grandes voces.
Pero, ¡sabes lo que me has contado, muchacho! ¡Es una maravilla! ¡Un tesoro! ¿Te haces cargo de lo que hay en ese cuento? Y ya no me refiero a la cabaña, al bosque, ni siquiera al motivo de los huesos delatores. Te voy a contar una historia que aparece recogida en un libro medieval de viajes de un caballero llamado Juan de Mandeville, que anduvo por Turquía, Armenia, Persia y llegó hasta la India. Resulta que en ese libro habla de una isla donde los hijos se comían a los padres y los padres a los hijos. Y la mujer al marido, y viceversa. Cuando alguien de la familia se ponía muy enfermo, acudían al hechicero, y éste consultaba al ídolo. Si el ídolo vaticinaba que el enfermo iba a morir, los familiares con la ayuda del hechicero le ponían al yaciente un paño en la boca, y le cortaban el halito, y de este modo le mataban. Luego deshacían su cuerpo en pedazos e invitaban a todos los familiares y amigos a comer un guiso con los trozos. La comida se celebraba en un ritual con música de flautas. Una vez se habían comido al muerto, recogían sus huesos y los enterraban dando una gran fiesta con todo tipo de agasajos. Pues ese mismo ritual del libro es el que aparece en el cuento de tu abuelo. Los cuentos nos hablan de cosas antiguas y escondidas. En ellos han quedado grabados nuestros ritos más antiguos. Hay hasta vestigios de rituales antropofágicos. ¡Qué maravilla!
Pero al acabar de dar esta explicación, tanto el motorista como el muchacho habían perdido el hambre, así que recogieron el pan y las sardinas.


JAVIER PÉREZ ANDÚJAR, Todo lo que se llevó el diablo, Tusquets, Barcelona, 2010, páginas 120-122.