LAS SIRENAS VISTAS POR CRISTÓBAL COLÓN
Pese al escepticismo de los atenienses, las sirenas de cola de pez existían y aún existen.
El primero en verlas con vida en su medio natural y describirlas fue nada menos que Cristóbal Colón. Ocurrió en el transcurso del primer viaje, cuando ya pensaba en volver a España. Colón iba a bordo de la carabela Niña.
Un día, al norte de La Española, estaban aprovisionándose de agua en un río cuando los marineros empezaron a gritar:
—¡Sirenas! ¡Sirenas!
Tres grandes criaturas, que habían emergido de repente junto al bote, se quedaron mirándoles con gesto de sorpresa, como si tampoco esperaran encontrarles allí.
—¡Llamad al almirante! ¡Decidle que son sirenas!—gritó uno.
Poco después, Colón salió a cubierta para verlas también.
Eran de piel gris, desnuda y sin pelo. Sus extremidades anteriores tenían forma de aleta, y podían usarlas como manos. La cola, larga y redondeada, acababa como una pala.
Las sirenas se acercaron más al bote, como si fueran miopes, y entonces observaron que una de ellas se mantenía en posición vertical, con la cabeza y los hombros fuera del agua, mientras con una de las extremidades anteriores sujetaba una cría. Las otras dos nadaban indolentemente con la cola, y usaban las aletas para darse la vuelta. Luego se sumergieron. A ratos volvían a la superficie para respirar.
De vuelta en su camarote, Colón escribió en su diario:
«En una ensenada de la costa de La Española vi tres sirenas, pero les faltaba mucho para ser tan bellas como las de Horacio».
En cambio, los marineros las encontraban hermosas, y lamentaron mucho dejar de verlas.
Hoy sabemos que las sirenas de Colón no eran tales sirenas sino manatíes, mamíferos del orden de los sirenios, que viven en las aguas tropicales de África occidental y del Caribe, y en los estuarios de dos grandes ríos, el Orinoco y el Amazonas. Pero a los ojos de los antiguos navegantes, que a veces llevaban meses y hasta años sin tocar tierra, los manatíes tenían rasgos casi humanos salvo por la cola, que era de sirena. Y emitían unos resoplidos que podían considerarse como cantos.
De vuelta en sus hogares, todos presumían de haber visto y escuchado a las sirenas. Y, con cada viaje, la leyenda se iba enriqueciendo y ampliando.
Se contaba, por ejemplo, que a las sirenas les gustaba sentarse en una roca, preferiblemente con sus semejantes, y peinar sus largos cabellos. Y también que algunos marineros se habían enamorado de ellas y las habían seguido hasta las profundidades marinas, de donde no habían vuelto.
Hay también otro tipo de sirenas, que a veces se exhiben en museos y ferias. Son las sirenas de las islas Fiji, que los pescadores de ese archipiélago y de otras islas del Pacífico fingen haber capturado, y cuyos cuerpos disecados venden como recuerdo a los turistas. Si se examinan con atención, se observará que son una superchería, confeccionada cosiendo la parte anterior de un mono joven a una cola de pez, y añadiendo piezas de pasta de papel.
Y es que, aunque las sirenas cambien de forma y su existencia misma se ponga en duda, los ecos de su leyenda permanecen.
VICENTE MUÑOZ PUELLES, Cuentos y leyendas del mar, Anaya, Madrid, 2013, pp. 51-53.
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John William Waterhouse
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