martes, 17 de enero de 2012

DOMINGO EN EL PARQUE, Bel Kaufman



DOMINGO EN EL PARQUE

   Aún hacía calor al sol del final de la tarde, y los ruidos de la ciu­dad llegaban amortiguados entre los árboles del parque. Ella dejó el li­bro en el banco, se quitó las gafas de sol y suspiró llena de contento. Morton leía el cuadernillo del Times Magazine, con un brazo sobre el hombro de ella; su hijo de tres años, Larry, jugaba con la arena: una leve brisa abanicaba suavemente el cabello de ella contra su mejilla. Eran las cinco y media de un domingo por la tarde, y la pequeña zona para jugar, habilitada en una esquina del parque, estaba casi desierta. Los columpios y los balancines permanecían inmóviles y abandonados, los toboganes vacíos, y sólo en el rincón de la arena se vela a dos niños pequeños agachados el uno junto al otro, muy ocupados. Qué bien se está aquí, pensó ella, y casi sonrió de pura sensación de bienestar. Tenían que salir a tomar el sol con mas frecuencia; Morton estaba tan pálido, toda la semana encerrado en esa gris universidad, con pinta de fabrica. Le apretó el brazo cariñosamente y echó una ojeada a Larry, encantada de ver el pequeño rostro afilado, ceñudo ahora de tanto con­centrarse en el túnel que estaba cavando. El otro chico se levantó de pronto y, con un brusco y deliberado movimiento de su brazo regor­dete, descargó sobre Larry la pala llena de arena; casi le da en la ca­beza. Larry siguió cavando, y el otro niño se quedó allí de pie, con la pala levantada, impasible, como si no hubiera pasado nada.
   —No, niño, no —le recriminó ella con el dedo en alto, al tiempo que trataba de buscar con la mirada a la niñera o la madre del niño—. La arena no se tira. Se puede meter en los ojos y duele. Se juega con cui­dado, ahí, en esa arena tan bonita.
   El niño la miró imperturbable, en actitud expectante. Tendría la edad de Larry, pero debía de pesar cuatro o cinco kilos más, era un niñito fornido sin la ligereza y la sensibilidad de expresión de Larry. ¿Dónde estaba su madre? Las únicas personas que quedaban en la zona de juegos eran dos mujeres y una niña con los patines puestos que se iban ahora por la salida, y un hombre sentado en un banco unos me­tros mas allá. Era un hombre grande, y parecía que ocupaba el banco entero con el suplemento de humor del domingo, abierto muy cerca de la cara; ella imaginó que sería el padre del niño. Sin levantar siquie­ra la vista del tebeo escupió con pericia por la comisura de la boca. Ella apartó los ojos.
   En aquel instante, con la misma rapidez de antes, el niño volvió a arrojarle una palada de arena a Larry. Y esta vez, parte de ella fue a darle en el pelo y en la frente. Larry miró a su madre, con la boca indecisa; según su expresión el se echaría a llorar o no.
   El primer instinto de ella fue correr hacia su hijo, quitarle la arena del pelo y castigar al otro niño, pero se contuvo. Siempre estaba di­ciendo que lo que ella quería era que Larry aprendiera a ganar sus pro­pias batallas.
   —No hagas eso, niño —dijo con voz severa, inclinándose hacia ade­lante sin levantarse del banco—, ¡no tires arena!
   El hombre del otro banco movió la boca, como para volver a escu­pir, pero lo que hizo fue hablar. A ella ni la miró, sólo al niño:
   —Sigue tirando toda la arena que quieras, Joe —dijo, alzando la voz—, el rincón de la arena es de todos.
   Ella sintió una súbita debilidad en las rodillas y lanzó una mirada a Morton. Éste se había dado cuenta de lo que ocurría. Dejó el Times cuidadosamente en el regazo y volvió su rostro fino y enjuto hacia el hombre, sonriéndole con la misma sonrisa tímida y llena de excusas que podría haberle dirigido a un estudiante para llamarle la atención por un error. Y cuando se dirigió al hombre fue con su tono razonable de siempre:
   —Tiene usted toda la razón —le dijo con amabilidad—, pero precisa­mente por tratarse de un lugar público...
   El otro levantó la vista del tebeo y miró a Morton. Le miró de arriba abajo, despacio, con premeditación:
   —¿Y qué? —Su voz insolente estaba llena de amenazas—. Mi hijo tiene tanto derecho como el suyo, y si le da la gana de tirar arena pues la ti­rara, y si a usted le parece mal no tiene mas que sacar a su hijo de ahí de una puñetera vez.
   Los niños escuchaban, boca y ojos abiertos de par en par, con las palas olvidadas en las manitas. Ella notó cómo se tensaba el músculo de la mandíbula de Morton. Raras veces se enfadaba; casi nunca perdía el dominio de sí mismo. Se sintió invadida de ternura por su marido y de una rabia impotente contra aquel hombre por ponerle en una situación tan ajena y tan desagradable para él.
   —Bueno, un momento —dijo Morton cortésmente—, tiene que com­prender...
   —Ande, cierre el pico —dijo el otro.
   El corazón de ella comenzó a latir agitadamente. Morton se levantó a medias; el Times se cayó al suelo. Despacio, el otro se levantó también. Dio un par de pasos hacia Morton y luego se detuvo. Dobló sus grandes brazos, esperando. Ella juntó las rodillas, que le temblaban. ¿Habría violencia?, ¿pelearían? Qué absurdo, qué increíble... Tenía que hacer algo para impedirlo, pedir socorro. Quiso poner la mano en la manga de su marido, tirar de el para que se sentara, pero, por alguna razón, no lo hizo.
   Morton se ajustó las gafas. Estaba muy pálido.
   —Esto es ridículo —dijo—, he de pedirle...
   —¿Ah, sí? —dijo el otro. Tenía las piernas abiertas, se balanceaba un poco, mirando a Morton con el más absoluto desdén—, ¿usted, y cuántos más?
   Durante un momento los dos hombres se miraron cara a cara. Luego, Morton le volvió la espalda al otro y dijo, sin alzar la voz:
   —Venga, vámonos de aquí.
   Fue hacia el rincón de la arena; andaba torpemente, cojeando casi, al tratar de afectar naturalidad. Se inclinó y sacó de allí a Larry levantándole en vilo con pala y todo.
   Larry cobró vida inmediatamente; su rostro perdió la expresión de éxtasis que tenía y se puso a patalear y a llorar:
   —No quiero irme a casa, quiero jugar más, no quiero cenar, no me gusta la cena...
   Aquello fue como una salmodia interminable, mientras caminaban arrastrando al niño entre los dos, y el hincaba los pies en el suelo. Para llegar a la salida tenían que pasar junto al banco donde el hombre había vuelto a repantingarse. Ella puso buen cuidado en no mirarle. Con toda la dignidad de que fue capaz tiró de una manita de Larry, sudo­rosa y llena de arena, mientras Morton tiraba de la otra. Despacio y con la cabeza alta salió de la zona de juegos con su marido y su hijo.
   Sintió alivio, primero, al pensar que se había evitado una pelea, que nadie había resultado herido. Y, sin embargo, había debajo una capa de algo distinto, de algo pesado e ineludible. Se dijo que aquello había sido más que un simple incidente desagradable, más que una derrota de la razón contra la fuerza. Sentía vagamente que tenía que ver con ella y con Morton, que era algo claramente personal, familiar, importante.
   De pronto habló Morton:
   —No habría demostrado nada.
   —¿Qué? —preguntó ella.
   —La pelea. Lo único que habría demostrado es que el otro es más grande que yo.
   —Por supuesto —dijo ella.
   —El único desenlace posible —continuó él, razonablemente— habría sido, ¿cuál? Pues esto: mis gafas rotas, puede que hubiera tenido que ponerme una o dos muelas nuevas, dos días sin poder ir a trabajar, y a santo de qué?, ¿de la justicia?, ¿de la verdad?
   —Por supuesto —repitió ella.
   Apresuró el paso. Lo único que quería era volver a casa y sumirse en sus tareas domesticas; a lo mejor, entonces se le iría la sensación que se le había pegado al corazón como un esparadrapo. Qué matón más estúpido, más despreciable, pensó, tirando mas fuerte de la mano de La­rry, que seguía llorando. Hasta entonces, siempre se había sentido llena de ternura y pena ante aquel cuerpecito indefenso de frágiles brazos, hombros estrechos y omoplatos agudos como alas, piernas inseguras y delgadas, pero ahora sentía la boca tiesa de resentimiento.
   —Anda, deja de llorar —dijo, con dureza—, ¡Estoy avergonzada de ti!
   Se sentía como si fueran los tres pisando fango por la calle. El niño se puso a llorar más fuerte.
   Si se hubiera tratado de algún principio, pensó, si hubiera habido algo  justificase una pelea... Pero ¿qué otra cosa habría podido hacer él? ¿Dejarse pegar? ¿Tratar de educar al otro? ¿Llamar a la policía?” Oiga, guardia, hay un hombre ahí en el parque que no piensa decirle a su hijo me no le tire arena al mío...” El asunto era así de tonto, no valía la pena seguir dándole vueltas.
   —¿No puedes hacerle callar, por Dios bendito? —preguntó Morton, molesto.
   —¿Y que crees que estoy tratando de hacer? —dijo ella.
   Larry tiraba para atrás, arrastrando los pies.
   —Pues si no sabes tu meterle en cintura tendré que hacerlo yo —cortó Morton, dando un paso hacia el niño.
   Pero la voz de ella le paró en seco. Le sorprendió oír su propia voz, delgada, fría y empapada en desprecio:
   —¿Ah, sí? —fue lo que se oyó decir a sí misma—, ¿tú, y cuántos más?


BEL KAUFMAN

ROBERT SHAPARD & JAMES THOMAS, Ficción súbita, Anagrama, Barcelona, 1989 (1986), pp. 36-39.