EL TIOVIVO
Estoy enfrente de un tiovivo. Hay que ver cómo gira sobre su propio eje. ¿No hacía la tierra algo parecido? ¿No debería uno asombrarse, quedarse perplejo durante un par de minutos? La música es romántica. ¡Qué seductora suena! Surte en mí el efecto del opio: me provoca visiones y sin embargo sé perfectamente que es un lujo que perjudica la salud. Gira todo el tiempo que es una maravilla, con una suave amenidad. ¿Cómo no divertirse? Los niños, figura en una placa o cartel, pagan diez céntimos. Los adultos pagan más, será porque son de más peso. Los caballitos parecen briosos y están adornados con sillas de montar. Produciría un efecto la mar de gracioso que un hombre respetable subiera al carrusel. Las casetas giran por sí solas a su alrededor. Sentarse en una de las sillas debe de ser divertidísimo. Es lo que hace un padre, no por él, sino por amor a su hijo. Es algo que se corresponde enteramente con la dignidad y es compatible con el decoro. El tiovivo está engalanado con banderitas, un montón de bombillas y telas de terciopelo, y todo el esplendor se refleja entre destellos en el suelo mojado. Hay que verlo. Cuando un viaje acaba, los que han tomado parte descienden mientras otros se disponen a participar en la próxima vuelta. El tiovivo tiene su propia historia. Ya nuestros bisabuelos gozaban de este invento encantador, que ha conservado su atractivo hasta hoy y no lo perderá el día de mañana. Una vez leí que Luis XIV era aficionado a correr cañas. A decir verdad, sólo mientras fue joven. Más tarde buscaría y hallaría otro pasatiempo, como, por ejemplo, proteger a Moliere, ya que debió de creer que éste así lo merecía. Si miramos un tiovivo desde cierta distancia, creeremos estar viendo un reino de hadas, tan luminoso es. Verdaderamente merece atención. Al principio no quería ni echarle una ojeada, pero lamentaba mi desprecio; y al comprobar que me había sacudido los prejuicios y valoraba esta simpática atracción, me congratulé. Y es que intuía que esto se convertiría en un esbozo. (Por lo visto he acertado.)
ROBERT WALSER, La habitación del poeta, Siruela, Madrid, 2005.
Ilustración: FABIO HURTADO
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