OTROS ESPEJOS
Él se asustó cuando a ella empezaron a sudarle las manos una tarde en que se besaban en el cine. Le pareció excesivo que lo esperase de madrugada a la puerta de su apartamento, soportando la humillación de verlo venir riéndose y abrazado a otras. Lo incomodaba que se hiciera la encontradiza en los bares, que le montara escenas de celos que espantaban a sus amigos. Casi la despreció cuando ella se le arrodilló en mitad de la calle los coches pitaban, divertidos o indignados, jurándole fidelidad eterna (y lo hizo muchas veces). Cuando él, entre curioso y halagado, dejó de tenerle miedo y le dio el sí, ella se echaba a llorar cada vez que lo hacían, lo que a todas luces se le antojaba excesivo. Y aunque se fueron a vivir juntos, él siguió contemplando con distancia e ironía sus manifestaciones de pasión, y no perdía oportunidad de martirizarla con sarcasmos, hasta que, cansada o convencida, ella comenzó a aceptar las ideas de él, a hacer suyos los razonables discursos sobre los intereses compartidos de aquello que los unía, de modo que se centró en sus estudios y encontró trabajo, un puesto exigente que la mantenía lejos todo el tiempo, y eligió su propio círculo de amistades, de la misma manera que ya había empezado a decidir cómo vestirse sin consultarle, mientras él iba volviéndose hogareño y sentimental y a menudo se quedaba mirándola en silencio, presa de una indecible ternura, y no había fin de semana en que no le escondiera por los rincones del hogar alguna sorpresa, algún regalo, algún detalle. En una ocasión ella le anunció que se marchaba de viaje con unos amigos; que le apetecía, y que no debía poner ningún impedimento. Otro día se despidió sin darle un beso; al siguiente lo saludó de vuelta con una mirada distraída. Su sentimiento crecía con cada nueva manifestación de desapego, y aunque al principio, por abnegación y orgullo, se mantenía callado, no tardó en expresarle su decepción y en aturdirla con letanías que a ella le resultaban francamente fastidiosas. Ella se alejaba, se alejaba, y él acudía a espiarla en secreto a la salida del trabajo, soportando la humillación de verla aparecer rodeada de hombres. Una noche, desesperado, le dijo que la necesitaba, y ella se echó a reír con una mueca descreída. Por la mañana se cortó mientras se afeitaba y dibujó con la sangre un corazón traspasado en el espejo del cuarto de baño, y cuando ella miró el espejo llena de asco y miedo y desdén, él pensó, con la maquinilla todavía en la mano, que el cielo en un infierno cabe, y que todo el sufrimiento del mundo era bien poca cosa comparado con la intensidad de su amor.
JESÚS ORTEGA, Calle Aristóteles, Cuadernos del Vigía, Granada, 2011, pp. 83-85.
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