domingo, 15 de enero de 2012

CAPERUCITA, Slawomir Mrozek

 CAPERUCITA

   Caperucita Roja iba por el bosque. Llevaba una cesta llena de provisiones y estaba muy aburrida.
   “Lo peor de todo es que cuando llegue a mi destino y vea a ese asqueroso lobo tendré que fingir que no sé de qué va la historia. Le haré unas preguntas estúpidas: Abuela, ¿por qué tienes esas orejas tan puntiagudas, por qué tienes los dientes tan grandes...? Después me dejaré comer y en el estúpido epílogo un valiente guardabosques destripará al lobo y nos liberará a la abuela y a mí. Y después vuelta a empezar con lo mismo. Vaya grafómano de imaginación tan morbosa el que ha escrito este cuento“.
   Caperucita Roja dio una patada a un matamoscas que se encontraba en su camino.
   “Al menos eso —pensó con satisfacción observando la seta desintegrada— no estaba previsto en el programa. Pero semejantes pequeñas arbitrariedades no compensan el principio determinista“.
   He aquí la casita de la abuela. Caperucita Roja suspiró y llamó a la puerta.
   —Adelante— le contestó una voz. Entró. La Falsa abuela estaba en la cama, como de costumbre. Caperucita Roja dejó la cesta con la comida en la mesa y se sentó en la silla junto a la cama.
   —Abuela, ¿por qué tienes las orejas tan puntiagudas?— empezó a recitar pensando en otra cosa.
   La Abuela/lobo contestó algo, pero Caperucita Roja ni siquiera lo oyó, pues sabía de antemano lo que iba a oír. Pasó pues a la segunda frase.
   —Abuela, ¿por qué tienes los dientes tan grandes?
   —...oño— dijo la abuela.
   —¿Qué?— preguntó Caperucita Roja, ya que estaba tan aburrida y pensaba con tanta intensidad en otra cosa, que sólo oyó “oño“ al final, y este “oño“ no le cuadraba con el texto consagrado. La respuesta debía haber sido: “Para comerte mejor“.
   —He dicho que estoy hasta el moño, querida. Si una vez más te parece que esto es un cuento y no la realidad y que yo no soy tu abuela, sino un lobo disfrazado, te equivocas de medio a medio. Y ahora enséñame lo que has traído para comer.
   Caperucita Roja suspiró aún más profundamente que antes y bajó la cabeza. Comprendió que el verdadero aburrimiento no había hecho más que empezar.

SLAWOMIR MROZEK, La vida difícil, Quaderns Crema, Barcelona, 1995, páginas 89-90.