jueves, 13 de septiembre de 2012

SALVADOR TARDE O TEMPRANO, Sandra Cisneros


SALVADOR TARDE O TEMPRANO
        
        
   Salvador, con ojos de color de oruga; Salvador, con el pelo torcido y los dientes torcidos; Salvador, de cuyo nombre la profesora no se acuerda, es un chico que no es amigo de nadie, que corre en esa vaga dirección donde las casas son del color del mal tiempo, vive detrás de una puerta de contrachapado, achucha a sus hermanos dormidos para que despierten, les abrocha los zapatos, los peina con agua, les da leche y cereales en una taza de latón, en la turbia oscuridad de la mañana.
   Salvador, tarde o temprano, llega antes o después con la hilera de sus hermanos menores ya listos. Ayuda a su madre, que está ocupada con el trabajo que le da el bebé. Tira de los brazos de Cecilio, de Arturito, los apremia porque hoy, como ayer, Arturito ha tirado la caja de puros llena de lápices y ha soltado centenares de deditos rojos, verdes, amarillos, azules y un pedazo de dedito negro, palitos que rebotan y se derraman por encima y más allá de los charcos del asfalto, hasta que la mujer policía que vigila el cruce interrumpe la corriente de tráfico para que Salvador los vuelva a recoger.
    Salvador, dentro de aquella camisa arrugada, dentro de aquella garganta que necesita carraspear y pedir perdón cada vez que habla, dentro de aquel cuerpo de chico de veinte kilos con su geografía de cicatrices, su historia de dolor, sus miembros rellenos de plumas y andrajos; en alguna parte de los ojos, en alguna parte del corazón, en aquella jaula del pecho donde algo pulsa con ambos puños y sabe sólo lo que Salvador sabe, dentro de aquel cuerpo demasiado pequeño. Para contener los centenares de globos de la alegría y la guitarra solitaria de la pena, hay un chico como cualquier otro de los que desaparecen por la puerta, junto a la entrada principal del colegio, donde ha dicho a sus hermanos que esperen. Toma las manos de Cecilio y Arturito, se escabulle esquivando los muchos colores del patio esco1ar, los codos y las muñecas que se entrecruzan, los muchos zapatos que corren. Se hace más y más pequeño en la distancia, se disuelve en el luminoso horizonte, flamea en el aire antes de desaparecer como una remembranza de cometas.

SANDRA CISNEROS, Érase un hombre, érase una mujer, Ediciones B, Barcelona, 1992, pp. 27.28.