CÓMO OCURRIÓ
El desdichado loco Stanley Barton ha muerto. Tal vez el lector recuerde la vista de su juicio o, dado que este tipo de casos no despiertan más que un interés pasajero, tal vez no.
El infeliz se pasaba el día entero mirando por la ventana de su celda con ojos desencajados, y no tardamos en observar que éstos buscaban siempre un bosquecillo de abetos que se alzaba dentro de los estrechos límites que abarcaba su vista. A veces, especialmente los días de mucho calor, se comportaba de un modo extraordinariamente violento, y era necesario adoptar las medidas de rigor para impedir que se lesionase a sí mismo o a alguno de sus celadores. Murió en el curso de uno de tales ataques, dejando el siguiente relato de su crimen, que parece ofrecer suficiente interés al estudioso de la locura y de la criminología para que merezca ser publicado.
¿Eres débil, amigo? ¡No! Me gustaría preguntarte cómo demonios lo sabes. ¿Te han puesto alguna vez a prueba? ¿Te han tensado y retorcido en alguna ocasión todos los nervios y fibras de tu cuerpo hasta ver si saltaban hechos pedazos? ¿Estás seguro de esa pequeña cavidad que tienes en el lado izquierdo? ¿Confías en ese minúsculo coágulo que se esconde sobre tu ceja derecha? Creo que ahí puede albergarse cierta debilidad. Voy a ponerte a prueba. G-r-r-u-p. ¡Chas! ¡Ah, ya lo decía yo! ¡Al manicomio con él! ¡Es un hombre débil! Pero, cuidado, no fue ése mi caso. Porque yo era fuerte, sí, muy fuerte, ¡en alma y cuerpo! Yo les había pasado revista a todos, desde la tapa de mi cráneo hasta las plantas de mis pies, probándolos uno a uno, y los encontré todos en perfecto estado. Pero luego me enzarcé con Ellos en una lucha, y Ellos me los partieron todos a la vez, todos, los grandes y también los pequeños, que hasta que no saltaron en dos no parecían tener demasiada importancia. Y entonces Ellos me trajeron aquí, donde tendría que ser el Rey, pues los míos están todos rotos, mientras que los demás no han perdido más que uno o dos. A veces los de los otros se arreglan y entonces se van, pero las puntas de los míos chirrían cuando se rozan, haciéndome un daño espantoso, y ya nunca se recompondrán.
Además, aún tengo memoria, y eso volvería a hacerlos saltar otra vez. Fue mi hermano quien tuvo la culpa, ¿sabes? Él fue el causante de todo. Empezaré por decirte que yo lo odiaba desde que tuve uso de razón. Era unos cuantos años mayor que yo y todos le llamaban «Guapo». Era alto y rubio y gustaba a las chicas. Había una a la que gustaba muy especialmente, una a la que yo amaba. Se llamaba Margery, y era muy hermosa. Pero a mí no me importaba que le gustase mi hermano. Podía permitirme el lujo de esperar, ¿sabes?, porque, aunque yo era moreno y de baja estatura, sabía que era mejor que él. En una ocasión, estando Margery presente, se lo hice saber así a mi hermano.
—¡Maldito sea!—rugió—, ¡más le valdría tener un poco más de orgullo y no andar por ahí metiendo las narices donde nadie le llama! ¿No te parece, Margery? —y los dos se echaron a reír—. ¡Largo de aquí!—añadió. Dieron media vuelta y se fueron.
Vivíamos entonces en el corazón del condado de Surrey, y todas las noches, a las ocho y media, mi hermano cruzaba los campos de labor situados a un extremo de nuestra finca y se encontraba con Margery en el bosquecillo de abetos que cerraba el horizonte por aquel lado. Sé que iba allí todas las noches porque yo solía seguirlo y espiaba sus devaneos amorosos desde mi escondite en lo alto de un árbol. Yo era muy ágil, te lo aseguro, tan ágil como un gato.
Pues bien, una noche, poco después del desaire de mi hermano, me dirigí hacia allí tomándole la delantera. Había decidido que ya no amaba a Margery por haberse reído de mí de un modo tan mezquino. En la oscuridad, ella no podía ver quién se aproximaba, y al oír mis pasos salió de la espesura y corrió a mi encuentro, tomándome por mi hermano. Era una pobre estúpida, y no perdí el tiempo. La atravesé con el cuchillo de trinchar que había cogido del aparador del comedor y que llevaba oculto bajo el abrigo. Puso una cara increíblemente cómica. Me recordó aquellos lechoncillos que veía siempre los días que había mercado. Profirió un grito de dolor, luego un sollozo ahogado, cayó de bruces y quedó inmóvil en el suelo. Arrojé el cuchillo entre los matorrales. «¡Vaya, Margery, ahora sí que estás graciosa!», le dije mientras la arrastraba por el pelo dentro del bosquecillo. Y con un hierro y un martillo con que—previendo acontecimientos—me había provisto, la ensarté por el pecho a mi árbol. Y luego le cerré la chaquetilla sobre la blusa que iba tiñéndose de rojo para que el hierro que terminaba en un garfio no se viese. Me lo estaba pasando en grande.
«¿Y qué? ¿Ahora ya no te ríes de mí, Margery?», pregunté, sin poder reprimir a mi vez una risita dándole un puntapié, y su cuerpo no ofreció resistencia la muy idiota.
No había mucho tiempo que perder, pues mi hermano debía de estar al llegar de un momento a otro, así que trepé a mi escondite en el árbol y até a él fuertemente un cabo de soga que había llevado. Después hice un amplio nudo corredizo al extremo y una pequeña lazada un poco más arriba, y con el martillo clavé otro hierro en el tronco a unos tres pies por encima de donde había atado la soga a la rama. Como puedes ver, nunca tuve la menor duda de que yo era el mejor y sabía lo que había que hacer. Me puse de pie en el árbol con la soga enrollada en mi mano y esperé.
Mi hermano apareció al cabo de unos momentos.
Sentí ganas de echarme a reír, ¡todo era tan divertido! En ese instante debió de ver el vestido, pues con voz alegre y aflojando el paso exclamó: «¡Conque estás ahí, eh!», y al avanzar se situó justo debajo de mí. ¡No puedes imaginarte lo fácil que fue todo! Era como jugar a los tejos en una feria. ¡Plop! ¡El lazo corredizo le cayó sobre la cabeza! ¡Blanco! El nudo corredizo se deslizó ajustándosele a la nuca. Me puse de pie con la espalda pegada al árbol, di un tirón, corrí la lazada pequeña de la soga hacia arriba y la anudé al hierro. Abajo mi hermano pataleaba como un poseso. Sus manos se agarraban al cuello y sus piernas coceaban en el aire. Pero la soga era fuerte y podía con él. ¡Oh, qué maravilla! Nunca me había sentido tan feliz. Bajé gateando del árbol y pasé revista a la pareja. Margery estaba en silencio, tenía la cabeza caída hacia delante y sus brazos colgaban inertes. Pero mi hermano seguía pataleando, dale que te dale. Parecía que los ojos fueran a salírsele de las órbitas. Empezó a ponerse de un color morado y unos ruidos escaparon de su garganta.
—¡Más le valdría tener un poco más de orgullo y no andar por ahí metiendo las narices donde nadie le llama! ¿No te parece, Margery?—le pregunté.
Pero Margery no parecía entender mis palabras. Las sacudidas dieron paso a la quietud, a una deliciosa quietud. El lastre de la soga se balanceaba dulcemente, movido sólo por la inercia de su propio peso. Miré el pedregoso sendero que se abría tres pies por debajo de los pies colgantes de mi hermano.
—¡Largo de aquí!—le grité, acompañando mis palabras con un silbido.
Luego di media vuelta y me marché.
JOHN GAWSWORTH, Cuentos únicos, Siruela, Madrid, 1989, páginas 175-179.
Ilustración: José Clemente Orozco
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