Me acuerdo de un día, en la casa donde vivimos hasta que tuve tres años, en que me llevó al cuarto donde pintaba y me hizo colorear unos círculos en un cuadro; me acuerdo de que por las mañanas me acompañaba al autobús de la ruta escolar contándome las aventuras de un mono llamado Manolo que iba como yo al colegio; me acuerdo de que mi afición era tanta que, si eran mi madre o la niñera quienes me acompañaban, les pedía a ellas que siguieran el cuento, y de que muy bien no lo hacían, o pocas veces tuvieron que sustituirlo, ya que el nombre de Manolo me hace recordarlo siempre a él. Me acuerdo de una tarde, y debe de ser un recuerdo bastante temprano, ya que tengo la sensación de haberlo vivido desde un corralito, en que salió un momento a comprar algo y estallé en llanto cuando su ausencia, pese a todas las palabras tranquilizadoras con las que la preparó, fue más atemorizadora de lo previsto; me acuerdo de su impaciencia tratando luego de calmarme y de sus intentos, como con posterioridad haría con cada queja mía, de deslegitimar mi descontento atribuyéndolo a mi exageración y desmesura. Me acuerdo, en nuestra segunda casa, de las tardes que pasó enseñándome a montar en bicicleta, de cuando me esperaba a la salida del colegio con el primer perro que tuvimos y durante unos segundos, antes de atravesar las puertas de cristal, podía observarlo sin que me viera; me acuerdo de haber buscado babosas juntos en el jardín; y, parece invención pero no lo es, de un día en que me mostró el periódico y me dijo que había muerto Picasso. Me acuerdo, en la siguiente casa, de una noche en la que con unos amigos suyos, imagino que fumados, hicimos equipos y jugamos a lanzar muñecos de fieltro a un trapecio recubierto de velcro; me acuerdo de la primera vez que me escapé del colegio y, al regresar a casa, me impuso el único castigo de su vida; me acuerdo de haber escrito, a petición suya, los nombres de mis amigos de entonces en un cuadro que estaba haciendo, y de muchísimas tardes en su estudio pintando los dos, él con un ojo puesto en mis garabatos que meticulosamente recolectaba para guardarlos en carpetas.
MARCOS GIRALT TORRENTE, Tiempo de vida, Anagrama, Barcelona, 2010, pp. 20-21.
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