DE PURO LAMENTO
Vivía en un lamento inacabable y, cada noche,
salvo contadas excepciones, sollozaba amargamente encerrada en su
habitación, confiada en que el ruido de la tele amortiguaba su llanto.
Ella creía que me lo ocultaba, pues jamás hubiera permitido que su hijo
la supiera desgraciada. Pero por aquel entonces, cada noche yo la oía
llorar desde mi cama, a través de la delgada tabiquería de esta casa que
nos dejó en uso la sentencia judicial. De hecho, más de una vez llegué a
acercarme a hurtadillas hasta la puerta de su habitación para saber así
cuándo se dormía rendida de tanta lágrima. Solo entonces podía yo
conciliar el sueño. Así que muchas mañanas aparecía ojeroso y dolido,
hecho polvo por el poco tiempo que su inservible dolor me había dejado
descansar. Mi madre, que siempre amanecía desvencijada y vieja, parecía
renovar fuerzas con el alba y me reñía entonces, acusándome de haberme
pasado toda la noche frente al ordenador.
Mi padre la dejó hace
casi cinco años. Cuando viene a por mí los fines de semana que le toca,
lo hace acompañado de Marta, una chica más joven que él, morena y
divertida, que siempre me llama guapetón cuando me habla.
Mi
madre, que sale a veces con Juan, un tipo que sé que a veces le pega y
otras le hace reír con sus galanterías, en estos últimos tiempos ya no
llora tanto, o eso me parece a mí. Aunque también es cierto que con casi
quince años que tengo, cada vez me acerco menos a la puerta de su
habitación para escucharla.
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