LA TUMBA GIRATORIA
Por distintas y oscuras razones, los dos novelistas y el ingeniero de sonido mataron a David, y a partir de aquél, el crimen perfecto es una realidad tan concreta como los mármoles de Paros o el Ministerio de Hacienda.
En los jardines próximos, el novelista más joven entretuvo al vigilante nocturno; el segundo descargó sobre David un golpe eficaz, único, y el ingeniero realizó el minucioso trabajo de encajar al muerto, a su sustancia última, previa y repetidamente incinerada, en un disco microsurco.
Hermosura aparte, La consagración de la primavera no es una obra tan nítida como cualquier sinfonía de Mozart o como la Misa para pobres de Satie. Así, los ocasionales o reiterados oyentes del disco nunca notaron nada en él, excepto un crítico musical (y autor de algunas módicas adaptaciones) que llegó a comentar cierta noche:
—Es una versión un tanto hinchada, con instantes y acordes que no se dirían suyos, ni siquiera del propio Stravinsky. O tal vez se trate de la grabación. Sí, seguramente es cosa de la grabación.
Entre el humo del tabaco y la apretada promiscuidad del cuartito, lleno por la conversación y la tertulia, las miradas de los tres culpables se buscaron furtivamente. Pero de allí no pasó el trance. El crítico aquel no regresó más y el cadáver continuó girando y girando instalado en la música y disuelto en ella, periódica y enteramente recorrido por la aguja de zafiro en su plana y ligera tumba circular.
FERNANDO QUIÑONES, La Guerra, el Mar y otros Excesos, Emecé, Buenos Aires, 1966, páginas 46-47.
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