Los japoneses son los
japoneses, y, cuando topamos con su mundo, nos maravilla tanto su
extremado refinamiento artístico y su impresionante sencillez y amor
a la belleza, como nos desconcierta su supersenequismo ante el dolor
y la muerte. Y la historia que, entre muchísimas otras, cuenta
Maurice Pinguet, en su excitante libro sobre La mort volontaire au
Japon, acerca del sepukku del almirante Onissi después de la derrota
del Japón en la Segunda Guerra Mundial y la declaración del
emperador renunciando a su divinidad, me ha hecho soñar.
Apenas el emperador
leyó tal declaración, fueron muchos los que vinieron hasta Palacio,
se inclinaron ceremoniosamente, se arrodillaron sobre la arena de la
gran explanada, y lloraron. Y una treintena se suicidaron allí
mismo. Esa misma tarde, el almirante Onissi invitó a los oficiales
de su Estado Mayor para decirles adiós, y hacia las tres de la
mañana, ya en su intimidad, tomó un sable, y se abrió el vientre
con dos incisiones en forma de cruz, esto es, de izquierda a derecha
y luego de arriba abajo, que por lo visto es un modo ritual que se
llama júmonji, y es una variedad del sepukku, que de ordinario es
una incisión profunda en el vientre, en sentido horizontal. Se le
encontró al amanecer todavía con vida en medio de un charco de
sangre, y algunos amigos acudieron a verle, y él les pidió que
ahorraran sus vidas para servir al país. Y fue entonces cuando se
encontró su poema de adiós:
En el cielo limpio, sin
nubes, luce ahora la luna.
La tempestad ha
terminado.
Maurice Pinguet comenta
que Onissi, —el promotor del Tifón de los dioses, consagraba su
último pensamiento a la serenidad— Y esto se dice o se escribe
pronto, pero tal belleza y serenidad de un poema, momentos antes de
que uno vaya a sacrificarse tan dolorosamente además, nos deja muy
pensativos y perplejos.
JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO, Los cuadernos de letra pequeña, Pre-Textos, Valencia, 2003, pp. 43-44.
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