Tras el accidente estrepitoso y fatal, la marioneta, que yacía inerte en mitad del asfalto, abrió los ojos y empezó a incorporarse con gran lentitud. Ya erguida, aunque en precario equilibrio, avanzó unos metros por la carretera, sorteando cadáveres, hasta alcanzar la mano muerta de su dueño, donde entrelazó cuidadosamente sus hilos de nylon. Acto seguido, cayó desvencijada al suelo, cerrando los ojos para siempre.
Javier Puche
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