Los periódicos madrileños se acuerdan de Alejandro Sawa con motivo del tercer aniversario de su muerte. Yo pienso en Sawa con mucha frecuencia desde que estoy en París. Cuando bajo al Barrio Latino y entro en el d’Harcourt o en el Pantheon, me parece que la sombra de Sawa viene de mi brazo, que se sienta enfrente de mí y que pide una copa. Sawa ha sido un gran parisiense. Para que no le faltase ningún detalle de parisianismo, Sawa no era de París, ni siquiera de Francia. Era español, y era un gran español. Tenía todas las virtudes y todos los defectos españoles. Hablaba mucho y no hacía nada. Escribía mal y leía muy bien lo que escribía. Era infinitamente superior a su obra. Renegaba de España...
Hubiera podido ser un gran literato, un gran político o un gran orador, y no fue nada. París lo mató. Sawa creía que lo importante era ser un parisiense, y en vez de ser un gran orador, un gran escritor o un gran político, fue un gran parisiense. Para Alejandro Sawa, el hecho de vivir en París tenía mucha importancia. Últimamente, en Madrid, todo su orgullo consistía en pronunciar el español con un acento francés. Se dejó contaminar de todos los vicios de París, y se echó a perder en plena juventud. París fue para Sawa —y para muchos otros— como uno de esos amigos que le llevan a uno de juerga. Se dejaba corromper por París, y no se daba cuenta de que París es un pueblo que, si se divierte, también trabaja; y que, si está en la calle hasta las cinco de la mañana, a las ocho se va a la oficina. Sawa no conoció París en la oficina, sino en el d’Harcourt y en Montmartre. Cogió sus defectos y despreció sus virtudes. Fue una víctima de París.
París, a su vez, fue un poco víctima de Alejandro Sawa; Alejandro Sawa hizo aquí cosas extraordinarias. En un kiosco de necesidad del Barrio Latino llegó a deber treinta duros. No hay un caso comparable.
Alejandro Sawa se vino a París lleno de juventud y de gloria. Había escrito varios libros, y en vez d’ escribir otros, se instaló en París. En aquellos tiempos, el hecho de vivir en París constituía toda una ejecutoria literaria.
—¿Qué hace Sawa? —se preguntaba la gente.
—¡Vive en París!
Y esto de decir «vive en París» era como si se dijera que estaba escribiendo el Quijote. Sawa frecuentaba a los escritores franceses de la época, entre los que gozaba de una gran consideración. Pasó algún tiempo. Comenzaron a establecerse relaciones comerciales entre Francia y España. París empezó a inundarse de viajantes de comercio. El hecho de vivir en París ya no tenía importancia literaria ninguna...
Sawa se fue a Madrid. Se había dejado unas barbas y unas melenas que le asemejaban a Daudet. Tenía dos perros, muchas pipas y un soneto inédito de Verlaine. Todos los muchachos que soñábamos con venir a París nos congregábamos en torno de Sawa. Su gran amigo de entonces era un zapatero, Cansinos, que escribía dramas filosóficos. Un día, Sawa recomendó un folleto del zapatero en un periódico semanal, que lo compró por cinco duros.
El zapatero nos convidó en una taberna inmediata a la Puerta del Sol. A la segunda copa, comenzó a decir que él era un explotado. A la quinta, dijo que eso de comprarle a él una obra por cinco duros constituía una infamia. Sawa se indignó:
—¿De cuándo acá, miserable villano, has podido aspirar a cambiar en cinco monedas de plata tu gramática ni tus ideas?
Sawa era un gran orador; los borrachos hacían corro.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! —gritaban los borrachos, aplaudiendo a Sawa.
—Convida a esta gente —le dijo Sawa al zapatero.
Luego, Sawa se quedó ciego. Como vivía en plena literatura, se consolaba diciendo:
—Después de todo, me alegro. Así ya no podré ver más los abominables dibujos de Juan Gris...
Y un día, el gran Sawa se murió en la miseria más espantosa. ¡Pobre Sawa! Fue una víctima de sus primeros libros, y él valía mucho más que sus primeros libros. Fue una víctima de París, y él era muy superior a París. Desde este París, que le ha matado, yo envío a su tumba un recuerdo cordial.
Hubiera podido ser un gran literato, un gran político o un gran orador, y no fue nada. París lo mató. Sawa creía que lo importante era ser un parisiense, y en vez de ser un gran orador, un gran escritor o un gran político, fue un gran parisiense. Para Alejandro Sawa, el hecho de vivir en París tenía mucha importancia. Últimamente, en Madrid, todo su orgullo consistía en pronunciar el español con un acento francés. Se dejó contaminar de todos los vicios de París, y se echó a perder en plena juventud. París fue para Sawa —y para muchos otros— como uno de esos amigos que le llevan a uno de juerga. Se dejaba corromper por París, y no se daba cuenta de que París es un pueblo que, si se divierte, también trabaja; y que, si está en la calle hasta las cinco de la mañana, a las ocho se va a la oficina. Sawa no conoció París en la oficina, sino en el d’Harcourt y en Montmartre. Cogió sus defectos y despreció sus virtudes. Fue una víctima de París.
París, a su vez, fue un poco víctima de Alejandro Sawa; Alejandro Sawa hizo aquí cosas extraordinarias. En un kiosco de necesidad del Barrio Latino llegó a deber treinta duros. No hay un caso comparable.
Alejandro Sawa se vino a París lleno de juventud y de gloria. Había escrito varios libros, y en vez d’ escribir otros, se instaló en París. En aquellos tiempos, el hecho de vivir en París constituía toda una ejecutoria literaria.
—¿Qué hace Sawa? —se preguntaba la gente.
—¡Vive en París!
Y esto de decir «vive en París» era como si se dijera que estaba escribiendo el Quijote. Sawa frecuentaba a los escritores franceses de la época, entre los que gozaba de una gran consideración. Pasó algún tiempo. Comenzaron a establecerse relaciones comerciales entre Francia y España. París empezó a inundarse de viajantes de comercio. El hecho de vivir en París ya no tenía importancia literaria ninguna...
Sawa se fue a Madrid. Se había dejado unas barbas y unas melenas que le asemejaban a Daudet. Tenía dos perros, muchas pipas y un soneto inédito de Verlaine. Todos los muchachos que soñábamos con venir a París nos congregábamos en torno de Sawa. Su gran amigo de entonces era un zapatero, Cansinos, que escribía dramas filosóficos. Un día, Sawa recomendó un folleto del zapatero en un periódico semanal, que lo compró por cinco duros.
El zapatero nos convidó en una taberna inmediata a la Puerta del Sol. A la segunda copa, comenzó a decir que él era un explotado. A la quinta, dijo que eso de comprarle a él una obra por cinco duros constituía una infamia. Sawa se indignó:
—¿De cuándo acá, miserable villano, has podido aspirar a cambiar en cinco monedas de plata tu gramática ni tus ideas?
Sawa era un gran orador; los borrachos hacían corro.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! —gritaban los borrachos, aplaudiendo a Sawa.
—Convida a esta gente —le dijo Sawa al zapatero.
Luego, Sawa se quedó ciego. Como vivía en plena literatura, se consolaba diciendo:
—Después de todo, me alegro. Así ya no podré ver más los abominables dibujos de Juan Gris...
Y un día, el gran Sawa se murió en la miseria más espantosa. ¡Pobre Sawa! Fue una víctima de sus primeros libros, y él valía mucho más que sus primeros libros. Fue una víctima de París, y él era muy superior a París. Desde este París, que le ha matado, yo envío a su tumba un recuerdo cordial.
JULIO CAMBA, Caricaturas y retratos, Fórcola, Madrid, 2013, pp. 111-112.
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