Soy un padre diligente: llevo a mis hijos al colegio, me paro a hablar con las mamás de los niños y les digo lo guapos y simpáticos que son sus hijos. Pero mira por dónde resulta que una de las madres es guapa, alegre, un tanto seductora. Así que poco a poco me voy alejando de mi misión como padre sociable e interesado en las cuestiones del colegio, para centrar mi atención en esa mamá que empieza a gustarme, y por lo que intuyo, ella también parece que, quizá, quién sabe. Empiezo a hablar en voz más baja; y luego más cerca, entre otras cosas porque ella no oye bien lo que le digo, puesto que hablo en voz más baja; pero luego, cuando me muestro ingenioso, se ríe echando la cabeza hacia atrás. En los días sucesivos, cada mañana compruebo delante del espejo si voy bien vestido, si estoy en forma (es decir, si se me ve mucho la barriga); y me percato de que ella también lleva vestidos más bonitos y un rastro de maquillaje. La invito a tomar un café, luego intercambiamos un sms, y otro, alguna confidencia, algo atrevido. Y, más adelante, en un lugar lo suficientemente alejado del colegio, pero tampoco demasiado, la beso. Así, a pesar de que nuestros hijos van juntos al mismo colegio, nos convertimos en amantes.
Follamos a primera hora de la mañana. Llevamos a los niños al colegio y salimos pitando de allí. Luego, como suele ocurrir entre dos que follan, nos encontramos hablando desnudos en una cama, y no es que tengamos mucho tiempo, porque en algún momento hay que ir a trabajar. Y, en resumen, ya desde la primera vez me doy cuenta (nos damos cuenta) de que no nos conocemos en absoluto, y el único tema en común es el colegio: la clase, los profesores, las notas, los deberes, los compañeros de curso de nuestros hijos. Y aunque al principio lo intentamos, no conseguimos evitar hablar de eso.
Follar a primera hora de la mañana y luego ponerse a charlar de la maestra o incluso de la profesora de matemáticas no resulta lo más excitante del mundo; si después de haber gritado síii, síii, ella –pocos instantes después– me pregunta si creo que tienen que ir a repaso de inglés, y a qué piscina llevo a mi hijo para que haga natación.
Una mañana me dice que no se acuerda de si le he dado el dinero para el regalo de Elisabetta, una niña que celebra su cumpleaños el próximo sábado; admito que se me ha olvidado. Sé que no tengo que hacer lo que estoy a punto de hacer, pero es una buena ocasión, no sé si podemos volver a vernos antes del sábado. Así que, mientras estamos desnudos, echados en la cama, me levanto y, tal como estoy, completamente desnudo, voy hacia mis pantalones y saco de mi cartera diez euros y se los doy. Ella los coge, pero no sabe qué hacer con ellos, porque también está desnuda, así que de momento los sujeta en la mano, luego cuando por fin se levanta los mete en el bolso, saca un papelito y, siempre completamente desnuda, tacha el nombre de mi hijo de la lista de los que tienen que dar el dinero para el regalo.
Luego, ya no tuvimos necesidad de decirnos nada. No hemos vuelto a vernos nunca más.
FRANCESCO PICCOLO, Momentos de inadvertida infelicidad, Anagrama, Barcelona, 2016.
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Ruhan Janse van Vuuren
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