Ella, mi vecina, morena, senos solventes y culo respingón, entró en el ascensor con poderío y dijo: «Al sexto, por favor». Obediente, yo apreté el botón. Entonces me miró, o mejor dicho, me examinó y la sonrisa que, al fin, se dibujó en su boca carnosa era de aprobación.
«Este no es mi piso», dije torpemente al llegar al sexto. «Puede serlo, si te apetece tomar un café en mi casa», contestó desenvuelta. Había oído que a todo ser humano se le concede a lo largo de su vida un milagro, y al abandonar el ascensor supe que había llegado el momento del mío.
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Louis Henri Sullivan
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