Una casa grande. Con no demasiadas puertas. Una casa acogedora a la
que se acercan los que buscan ser reconfortados por la palabra.
Recitamos, rezamos, con palabras prestadas. Las palabras que el poeta
ha tomado de la tribu y ha convertido en salmo, en poema, en canto.
Es la de la Literatura una casa grande, colmada de palabras bien dichas
por todos los poetas que se han sentado en esa mesa, en ese altar en el
que se celebran el dolor y el placer de estar vivos.
Hoy hemos sabido que se ha muerto el hombre. Hoy sabemos que ha muerto
Leonard Cohen. Tal vez el mayor de los poetas menores de este siglo XX
que se fue hace no demasiado tiempo de puntillas.
Se ha muerto el
padre de Adam y Lorca Cohen. El hombre que quiso ser poeta después de
leer a Federico. El hombre que quiso ser cantautor después de escuchar a
Dylan. El hombre que nos hizo adorar a Suzanne. El judío errante que
cantó Aleluya. El hombre que nos hizo llorar a las cuatro de la mañana, a
nosostros que ni siquiera teníamos un impermeable azul, a nosotros que
no fuimos capaces de conquistar Manhattan ni Berlín. A nosotros que
querríamos bailar eternamente hasta el fin del amor un pequeño vals
(¿vienés?).
El poeta que nos animó a entrar en la casa de la poesía por la puerta de servicio.
El poeta que nos ayuda a seguir tarareando los himnos. Porque las
palabras curan, porque sus palabras, son parte de ese bálsamo, con el que
podríamos cauterizar, alguna de esas heridas con las que nos araña la
vida.
Francisco Rodríguez Coloma
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