DERIVA
Cansada de observar desde el ventanal las entradas y salidas de los barcos, se dedicó a contemplar la gigantesca maqueta del velero. La primera vez que reparó en ella estaba en el despacho contiguo a recepción.
—Sí. Mejor así. No se recibe duelo—respondió todavía aturdida.
Podría seguir escrutando la disposición de las velas, la fidelidad al modelo, si no fuese porque el gentío que ha salido de la capilla ciega completamente el vestíbulo. Un corro rodea a una mujer que acepta abrazos y besos. Hay en ella una elegancia serena que desciende desde su rostro, oculto tras unas gafas negras, hasta sus zapatos de piel entrelazada.
—No. No habrá funeral. Tampoco esquelas. Ni flores. Es lo que hubiera querido ella— había balbuceado por la mañana sin convencimiento.
Un año atrás, cuando velaban a su padre, no había necesitado vigilar el atraque de los barcos para comprender que soltaba amarras con esa pérdida. Mientras espera la hora de la cremación, repasa las circunstancias del día. ¿Por qué había renunciado al protocolo del consuelo? ¿Buscaba intimidad o temía descubrirse sola? No halla respuestas. Ya no le basta para distraerse calcular las dimensiones del tanatorio, contar el número de personas que entran y salen de las salas, constatar la disolución de la seriedad en el rostro de los visitantes una vez franqueada la puerta. Necesita escapar, pero su mente refluye: orea la casa, apila las ropas, resuelve engorrosos trámites... Lo intenta de nuevo. Piensa en comprarse unos elegantes zapatos como esos, un modelo sin un tacón tan pronunciado y, aunque sea caro, elegirá también un bolso a juego.
Abre escotillas a cualquier idea que le permita amordazar una evidencia: ahora sí ya ha comenzado su deriva.
Cansada de observar desde el ventanal las entradas y salidas de los barcos, se dedicó a contemplar la gigantesca maqueta del velero. La primera vez que reparó en ella estaba en el despacho contiguo a recepción.
—Sí. Mejor así. No se recibe duelo—respondió todavía aturdida.
Podría seguir escrutando la disposición de las velas, la fidelidad al modelo, si no fuese porque el gentío que ha salido de la capilla ciega completamente el vestíbulo. Un corro rodea a una mujer que acepta abrazos y besos. Hay en ella una elegancia serena que desciende desde su rostro, oculto tras unas gafas negras, hasta sus zapatos de piel entrelazada.
—No. No habrá funeral. Tampoco esquelas. Ni flores. Es lo que hubiera querido ella— había balbuceado por la mañana sin convencimiento.
Un año atrás, cuando velaban a su padre, no había necesitado vigilar el atraque de los barcos para comprender que soltaba amarras con esa pérdida. Mientras espera la hora de la cremación, repasa las circunstancias del día. ¿Por qué había renunciado al protocolo del consuelo? ¿Buscaba intimidad o temía descubrirse sola? No halla respuestas. Ya no le basta para distraerse calcular las dimensiones del tanatorio, contar el número de personas que entran y salen de las salas, constatar la disolución de la seriedad en el rostro de los visitantes una vez franqueada la puerta. Necesita escapar, pero su mente refluye: orea la casa, apila las ropas, resuelve engorrosos trámites... Lo intenta de nuevo. Piensa en comprarse unos elegantes zapatos como esos, un modelo sin un tacón tan pronunciado y, aunque sea caro, elegirá también un bolso a juego.
Abre escotillas a cualquier idea que le permita amordazar una evidencia: ahora sí ya ha comenzado su deriva.
Pedro Caridad Cauti
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