Contempla ensimismado cada tarde a su hija mientras ella aprende a escribir. Los deberes de Virginia, considera, son un regalo que no tiene precio: le devuelven aquella portentosa experiencia del aprendizaje a la que su recuerdo solo no podría asistir, de tan lejana.
Si al principio le sorprendía la capacidad de Virginia para equivocarse y romper continuamente la mina del lápiz, hasta llegarle incluso a exasperar tanta torpeza, ahora comprende que no busca ella otra cosa en realidad que una buena excusa para emplearse a fondo en las primarias tecnologías de los sacapuntas y las gomas, una ocupación mucho más placentera que copiar las ñoñas redacciones que le mandan los maestros. Además, le deben de fastidiar sobremanera las cosas que terminan por decir esas frases que construye con infinita paciencia y un trabajo agotador, o así le cabe a veces suponer a su padre, cuando lee con mal disimulada admiración tan irónicos y notables resultados.
Quizá por eso entienda él como su mayor obligación volver a la carga una y otra vez al menos mientras duren las planillas de estos días, y repetir las explicaciones muy masticadas ya de este matiz: no se trata ahora de atender al argumento, mi amor (como a un adulto le habla; sigue distraídamente con el dedo un dibujo en la escayola), sino de poner todos los sentidos en pintar las frases, hilvanando con sumo cuidado una letra tras otra, a ser posible sin que rebasen los palotes los anchos y los altos que las líneas azules te señalan con descaro. La cuadrícula, por si no lo sabes, hija, viene impresa justamente con esa intención: la de constreñir en lo que pueda tu más salvaje y virginal caligrafía.
Virginia mira a su padre y sonríe, como si algo en efecto comprendiera.
Tiene ahora Virginia que hacer todo su trabajo en casa, desde que se rompió, jugando en el recreo, unos cuantos ligamentos. Veintiún días inmovilizada escribiendo sus planillas bajo la atenta vigilancia de su padre. ¿Cuántos días han transcurrido ya?, ¿seis tan sólo? Parecen más.
Así que los dos reciben a menudo y cada vez con más ganas la visita de los abuelos. Vienen muy poco las amigas del colegio.
Con los abuelos es más fácil. Ella puede escribir entonces sin tanta cariñosa vigilancia, mientras ellos, los mayores, charlan y recharlan en voz baja.
Pero como las últimas planillas, a su manera también ellos son aburridos, pues hablan todo el rato de lo mismo, repitiéndose cada día más. Quizá por eso pierda Virginia hoy su concentración y se deje ver llorar. Ha sido cuando más enfrascados estaban ellos en la conversación. Un descuido lamentable.
Los abuelos intervienen de inmediato y al unísono, qué tiene mi cielo, queriendo suponer que Virginia echa de menos a sus amigas, los juegos, el intercambio frenético de cromos. Su padre se aventura por otros pensamientos: quizá eche también de menos a su madre sin fronteras sabe Dios dónde y con que alternativos médicos ahora. ¿O ligeros cambios atmosféricos que podrían influir en el daño tal vez?
Pero no, no es nada de eso. Virginia se explica entre hipidos. Llora porque ellos, los mayores, han dejado por imposible el informe del traumatólogo que acompaña a las radiografías de su pie, porque nadie, ni los tíos siquiera, logró finalmente entender las letras borrachas del especialista. Llora porque le da una pena tremenda descubrir que pasados unos años pudiera olvidársele todo esto que ahora tanto le cuesta y escribir finalmente como si nunca hubiese sabido hacer la o con un canuto, como si nunca hubiese conseguido domesticar su más salvaje y virginal caligrafía. Es buen argumento, le parece, para suavizar.
La abuela será quien la anime al final: no te preocupes, mi vida; hay que ser muy estúpida para que se olvide una de escribir, eso sólo le ocurre a los médicos.
Tan poca sorna se transparenta en el tono de voz de la abuela que incluso termina Virginia luego una hojilla, sin olvidar en ningún renglón el acento de mamá. Pero la verdad sea dicha: hay en la casa, y se nota, unas ganas bárbaras de que terminen ya, de una vez por todas, las muy dolorosas y sarcásticas planillas de la eme.
Si al principio le sorprendía la capacidad de Virginia para equivocarse y romper continuamente la mina del lápiz, hasta llegarle incluso a exasperar tanta torpeza, ahora comprende que no busca ella otra cosa en realidad que una buena excusa para emplearse a fondo en las primarias tecnologías de los sacapuntas y las gomas, una ocupación mucho más placentera que copiar las ñoñas redacciones que le mandan los maestros. Además, le deben de fastidiar sobremanera las cosas que terminan por decir esas frases que construye con infinita paciencia y un trabajo agotador, o así le cabe a veces suponer a su padre, cuando lee con mal disimulada admiración tan irónicos y notables resultados.
Quizá por eso entienda él como su mayor obligación volver a la carga una y otra vez al menos mientras duren las planillas de estos días, y repetir las explicaciones muy masticadas ya de este matiz: no se trata ahora de atender al argumento, mi amor (como a un adulto le habla; sigue distraídamente con el dedo un dibujo en la escayola), sino de poner todos los sentidos en pintar las frases, hilvanando con sumo cuidado una letra tras otra, a ser posible sin que rebasen los palotes los anchos y los altos que las líneas azules te señalan con descaro. La cuadrícula, por si no lo sabes, hija, viene impresa justamente con esa intención: la de constreñir en lo que pueda tu más salvaje y virginal caligrafía.
Virginia mira a su padre y sonríe, como si algo en efecto comprendiera.
Tiene ahora Virginia que hacer todo su trabajo en casa, desde que se rompió, jugando en el recreo, unos cuantos ligamentos. Veintiún días inmovilizada escribiendo sus planillas bajo la atenta vigilancia de su padre. ¿Cuántos días han transcurrido ya?, ¿seis tan sólo? Parecen más.
Así que los dos reciben a menudo y cada vez con más ganas la visita de los abuelos. Vienen muy poco las amigas del colegio.
Con los abuelos es más fácil. Ella puede escribir entonces sin tanta cariñosa vigilancia, mientras ellos, los mayores, charlan y recharlan en voz baja.
Pero como las últimas planillas, a su manera también ellos son aburridos, pues hablan todo el rato de lo mismo, repitiéndose cada día más. Quizá por eso pierda Virginia hoy su concentración y se deje ver llorar. Ha sido cuando más enfrascados estaban ellos en la conversación. Un descuido lamentable.
Los abuelos intervienen de inmediato y al unísono, qué tiene mi cielo, queriendo suponer que Virginia echa de menos a sus amigas, los juegos, el intercambio frenético de cromos. Su padre se aventura por otros pensamientos: quizá eche también de menos a su madre sin fronteras sabe Dios dónde y con que alternativos médicos ahora. ¿O ligeros cambios atmosféricos que podrían influir en el daño tal vez?
Pero no, no es nada de eso. Virginia se explica entre hipidos. Llora porque ellos, los mayores, han dejado por imposible el informe del traumatólogo que acompaña a las radiografías de su pie, porque nadie, ni los tíos siquiera, logró finalmente entender las letras borrachas del especialista. Llora porque le da una pena tremenda descubrir que pasados unos años pudiera olvidársele todo esto que ahora tanto le cuesta y escribir finalmente como si nunca hubiese sabido hacer la o con un canuto, como si nunca hubiese conseguido domesticar su más salvaje y virginal caligrafía. Es buen argumento, le parece, para suavizar.
La abuela será quien la anime al final: no te preocupes, mi vida; hay que ser muy estúpida para que se olvide una de escribir, eso sólo le ocurre a los médicos.
Tan poca sorna se transparenta en el tono de voz de la abuela que incluso termina Virginia luego una hojilla, sin olvidar en ningún renglón el acento de mamá. Pero la verdad sea dicha: hay en la casa, y se nota, unas ganas bárbaras de que terminen ya, de una vez por todas, las muy dolorosas y sarcásticas planillas de la eme.
HIPÓLITO G. NAVARRO, Los últimos percances, Seix Barral, Barcelona, 2005, pp. 340-342.
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