UNAGOTADESUERTEDEMÁS PARA IRMA PFEIFER
A finales de octubre llovían clavos de hielo. El guardia de escolta y el supervisor nos dieron instrucciones y regresaron enseguida a sus despachos calientes del campo de trabajo. En la obra comenzó un día tranquilo sin miedo a los gritos de los mandos.
Pero en medio de ese día tranquilo, Irma Pfeifer gritó. A lo mejor SOCORROSOCORRO o YANOPUEDOMÁS, no lo escuchamos con claridad. Corrimos con palas y tablas de madera hacia la fosa del mortero, no con la suficiente rapidez, el jefe de obra ya estaba allí. Tuvimos que dejar caer todo lo que llevábamos en las manos. Ruki nazád, manos atrás: con la pala levantada, nos obligó a contemplar inmóviles el mortero.
Irma Pfeifer yacía boca abajo, el mortero burbujeaba y se tragó primero sus brazos, después la manta gris trepó por encima de las corvas. Durante unos segundos que se nos hicieron eternos, el mortero esperó con volantes rizados. Después, de repente, con un chapoteo, ascendió hasta la cadera. La masa se bamboleaba entre la cabeza y el gorro. La cabeza se hundió y el gorro ascendió. Con las orejeras abiertas, fue arrastrado despacio hasta el borde como una paloma hinchada. La parte posterior de la cabeza, rapada y llena de costras de las picaduras de los piojos, se mantuvo en la superficie como medio melón. Cuando también fue engullida y sólo asomaba la espalda, el jefe de obra dijo: Zhálko, óchen zháiko.
Después nos empujó con la pala hasta el borde de la obra, hacia las, mujeres de la cal, y cuando nos juntamos gritó: Vnimanie liudéy. El acordeonista Konrad Fonn tuvo que traducir: Atención, si un saboteador quiere morir, que muera. Fila saltó dentro. Los albañiles lo han presenciado desde el andamio.
Tuvimos que formar y marchar al patio del campo. Aquella mañana temprano hubo recuento. Aún llovían clavos de hielo, y nosotros estábamos por fuera y por dentro monstruosamente serenos en nuestro horror. Schischtvanionov vino corriendo desde su despacho y empezó a vociferar. Echaba espumarajos por la boca como un caballo acalorado. Arrojó sus guantes de cuero entre nosotros. Cuando caían, alguien tenía que agacharse y devolvérselos. Así una y otra vez. Después nos dejó a cargo de Tur Prikulitsch. Éste vestía un impermeable y botas de goma. Mandó contar, avanzar, retroceder, contar, avanzar, retroceder, hasta la hora del crepúsculo.
Nadie sabe cuándo sacaron a Irma Pfeifer de la fosa del mortero ni dónde la enterraron. A la mañana siguiente el sol brillaba, frío y desnudo. Había mortero fresco en la fosa, como siempre. Nadie menciono lo sucedido el dia anterior. Seguro que algunos pensaron en Irma Pfeifer, en su buen gorro y en el estupendo traje de algodón, porque probablemente Irma Pfeifer fue a parar vestida bajo tierra, y los muertos no necesitan ropa cuando los vivos se mueren de frío.
Irma Pfeifer quiso tomar un atajo y, cargada con el saco de cemento delante de la barriga, no vio dónde pisaba. El saco, empapado por la lluvia helada, se hundió primero. Por eso no pudimos verlo cuando llegamos a la fosa del mortero. Eso opinó el acordeonista Konrad Fonn. Se puede opinar lo que se quiera, saberlo con certeza no.
HERTA MÜLLER, Todo lo que tengo lo llevo conmigo, Siruela, Madrid, 2010, pp. 64-65.
1 comments:
Ista e a de galeano de hai dous post xean a alma. "Si esto es un hombre..."
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