Teníamos hambre. Fuimos a una panadería de Grand Avenue y compramos pan. Llenamos todo el asiento de atrás. Todo el coche olía a pan. Grandes hogazas con forma de culo gordo. Pan de culo gordo. Lo dije en castellano. Pan de nalgona. Y él dijo culo gordo en italiano, pero ya no me acuerdo de como lo dijo.
Arrancábamos pedazos grandes con las manos y nos lo comíamos. El coche era azul nacarado como mi corazón aquella tarde. Olía a pan caliente, pan a manos llenas, un tango en el casete con el volumen alto, alto, alto porque él y yo éramos los únicos que podíamos aguantarlo así, como si el bandoneón, el violín, el piano, la guitarra, el bajo estuvieran dentro de nosotros, como cuando él no se había casado, como antes de que tuviera hijos, como si todo aquel dolor no hubiera pasado entre los dos.
Recorrimos calles cuyos edificios le recuerdan, dice, lo encantadora que es esta ciudad. Y yo me acuerdo de cuando era pequeña y una primita mía murió porque había tragado matarratas en un edificio como aquéllos.
Así son las cosas. Y así circulábamos. Con todos los recuerdos de su nueva ciudad, de mi vieja ciudad, besándome entre grandes bocados de pan.
SANDRA CISNEROS, Érase un hombre, érase una mujer, Ediciones B, Barcelona, 1992, pp. 131-132.
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