SIETE DE SIRENAS
A Javier Perucho y Sergio Gaut vel Hartman
Las sirenas no existen o se extinguieron hace muchos años.
MENCIO FERDINÁNDEZ
PARASITISMO
En los sueños, las sirenas nadan como en el agua primordial, antes del surgimiento de la vida, cuando efectivamente no había nada más que los sueños: los peces abisales no las amenazan desde abajo, las gaviotas no defecan en ellas cuando salen a la superficie, los barcos no les huyen (ni tampoco, de estar gobernados por marinos jariosos, van a su encuentro a toda máquina) y los simples delfines –que en esto son como los tiburones– no cuentan maledicencias sobre sus cabellos verdes ni sus colas brillantes.
Esta situación, tan placentera para las sirenas, es lo que las vuelve tan difíciles de extraer de la mente del soñador que las acoge. En 2004, la psique de la ingeniera Alejandra B., de la ciudad de Morosa, resultó contener 4,703 sirenas distintas; tenían sus nidos en miedos y aspiraciones, salían a jugar en los recuerdos de la infancia y se alimentaban, voraces, de los conocimientos profesionales que la ingeniera se había metido en la cabeza, a muy alto precio, a lo largo de cinco años en el Tecnológico Integrado de su ciudad. Fue imposible persuadir a las sirenas de cambiar su dieta: la ingeniera debió dejar su empleo y buscar un trabajo no calificado (terminó ateniendo una tortería, donde se le reportó dichosa y serena por varios años). Luego las sirenas empezaron a comerse otros de sus recuerdos. Actualmente, recluida en un hospital, la pobre mujer cree ser una niña y está perpetuamente fascinada por las sirenitas, de cabellitos verdes y colitas brillantes, que ya se le aparecen incluso cuando está despierta, flotando ante sus ojos.
La obra de teatro (didáctica) es Las sirenas no existen, de la maestra Pedroza; su mensaje es «hay que aceptar la realidad tal como es». Al final de la función, hartas de las pelucas y las falsas colas y los sostenes que parecen conchitas y todos los otros accesorios horribles, las actrices se desnudan. La lamia es siempre la primera en terminar, impetuosa que es; el hada, la ondina, la salamandra y la esfinge pueden tardar más o menos según su humor y sus urgencias; al final, invariablemente, siempre es la quimera quien se queda sola en el camerino, y no se lo dice a nadie pero es que desearía no salir jamás: su propia existencia es miserable, y cuando al fin sale a la calle nadie la mira «y el mundo es durísimo», dice.
Las sirenas del Mar Jónico no eran tales, sino títeres de guante del Rey del Océano, quien hace muchos siglos usaba de teatrino (esta palabra, más bien de origen italiano, significa «teatro de marionetas») las rocas de los arrecifes de Paraxiphos. Ferdinández, quien reporta todas estas cosas en su Esplendor del Espantoso Mar, las reporta así:
"Fascinados los marinos por la belleza ilusoria de las mujeres-pez, van con sus barcos y dan en las rocas con enorme violencia. Todos mueren ahogados o hechos pedazos. Cuando los restos van a dar, revolcados y cubiertos de algas, a las playas cercanas, el Rey se quita de las manos –que son cien– los guantes enormes de piel y pelo que manejó con tanta maña para atraer a sus víctimas. Luego se levanta del fondo marino, enorme, y desde muy lejos se puede ver cómo va surgiendo: primero salen los cien brazos, y luego su cabeza de coral y su torso lustroso y azul. Si es de día se puede ver su sonrisa ciclópea, hecha de dientes de roca verdinegra."
El doctor Kreseepurson, desde luego científico loco, inventó un «Rayo Sirenizador» y quiso probarlo. Pero le fue peor que al famoso Krackelgruber y su aparato para transformar a las personas en ángeles: algo no salió bien y las ciudades se llenaron de pobres diablos con colas de pez en lugar de manos, colas de pez en lugar de ojos, colas de pez en lugar de narices, espaldas, dientes, cerebros, cabellos, órganos de la generación pero nunca en lugar de las dos piernas, de tal suerte que ninguno parecía realmente una sirena y nadie creyó que el tiempo de la razón hubiera pasado y estuviera cerca, destrucción, cataclismo, una nueva edad de mitos eternos.
(Y tal era el objetivo último de Kreseepurson, a quien su padre había forzado a dedicarse a la ciencia en vez de a la tarjetería española, con el rencor y odio consiguientes).
Homuncular, sicalíptica, estúpidamente, las sirenititas comenzaron a pelear dentro de la retorta: todas querían llegar al cuello del recipiente e hicieron muy feliz a su creador, el doctor Yakitito, quien no sólo vio que podría controlarlas con facilidad (el cuello estaba tapado con un corcho enorme), también advirtió que, liberadas en el agua corriente –o infiltradas en las botellas y los garrafones de agua purificada– sus criaturas llegarían a todas las casas de clase media baja en adelante y espantarían a los niños con sus palabras atroces; a las señoras con su actitud obscena; a los señores y curas con su belleza física perpetuamente inasible, y a los críticos literarios con su belleza perpetuamente inasible, no sólo física, sino artística, miniaturizada, de cosa levemente nueva y a la vez muy antigua, del todo imprevista por la mediocridad y abulia de la época.
Torturadas, vejadas, adoctrinadas a la vez en el nacionalsocialismo y el nado sincronizado, las últimas sirenas decoraban las mejores fuentes y albercas berlinesas. Nadaban en línea rectísima, acompañadas por rudas marchas reproducidas en gramófono. El efecto era curioso, además, porque decían imitar a Esther Williams en Escuela de sirenas (Hitler y Goebbels eran fans secretos) pero vestían como Charlotte Rampling en Portero de noche.
No eran más de diez o doce al final y se suicidaron cuando ya se acercaba el Ejército Rojo: se echaron en un tanque de agua sucia, se tomaron de las manos para hacer una florecita, una humilde y breve figura, e hicieron estallar muchas granadas de mano.
Su esclavitud (decía la nota suicida) las había expulsado del territorio de la leyenda y amenazaba con encerrarlas en el de una mera historia, o peor, una historia morbosa, pisoteada, que se volvería materia de libros ridículos y chistes infectos.
Tatuada en el pecho de un marinero yucateco, Fidelina -sirena de largos cabellos y pechos desnudos– fue la primera. Un día el marinero se descamisó y ella no estaba más. Pero ese mismo día empezaron a llegar los reportes: a Fidelina se unían miles más, todas sirenas, todas creadas en negro o en colores, todas escapando de la piel de alguien y del sueño de tinta. Por fin se supo que todas iban a dar al vientre enorme de un ingeniero en Mallorca, quien se descamisó ante las cámaras y mostró, a más de sus carnes temblorosas y bastas, la fiesta tremenda de las sirenas, que hablaban, bailaban, reían sin que se oyera nada, planas bajo la piel más movediza, haciéndose pequeñas para indicar que estaban lejos o empujándose para lograr close-ups sobre la piel floja que les daba cobijo. Entonces, de pronto, un día (no se sabe por qué en ese momento y no en otro), Fidelina hizo un gesto con la mano. Todas las otras voltearon a mirarla; luego miraron a quienes las miraban; luego el ingeniero pidió una explicación; luego Fidelina sacó un pincel, tan hecho de tinta como ella, que usó para dibujar una tosca puerta justo sobre el ombligo de su anfitrión, y la puerta se abrió y todos gritaron de asombro y todas pasaron por la puerta hacia no se sabe dónde mientras el mundo observaba y el ingeniero se sentía, de pronto, observado, ansiado en su fealdad, porque ya no había nada sino su panzota ante los ojos del mundo.
0 comments:
Publicar un comentario