ODIO
Llevarse bien resulta francamente difícil. La amistad, la vecindad, la familia, las relaciones laborales, etc., etc., necesitan cada día que pasa de más y más pasión, de mayor atención y estima. Todo el mundo reclama, exige, alega. Abundan los enfrentamientos, las peleas, los gritos. Abundan, también, las declaraciones fraternales y las alianzas puntuales. Según van pasando los años me voy dando cuenta que la gente es más tiquismiquis y que yo (que también soy gente) me voy haciendo más complicado y arisco, menos abierto a nuevas relaciones y más exigente con las que mantengo. ¿Por qué? Qué sé yo. Cuando sea muy viejo quiero ser uno de esos gruñones insoportables que están todo el día murmurando de todo quisque. No se espanten: lo reconozcan o no eso de ser un cascarrabias es la ambición de la mayoría. Y la mayoría, por cierto, lo consigue.
Llevarse bien, a todas horas, es antinatural, no es sano. Basta ya de preguntarse por qué no aguanto a quienes amo, por qué cada día que pasa me molesta más ese que es amigo pero tiene manías y discrepa a la mínima. Son amigos y basta: tan insoportables como yo.
Lo sorprendente de todo esto es llegar a conclusiones paradójicas. Después de tantos años uno empieza a comprender que la frontera entre la amistad y la enemistad, entre el amor y el odio, está hecha de una seda muy fina y transparente, casi imperceptible. Hablo, por supuesto, de los amigos que son verdaderamente amigos y de los enemigos que son verdaderamente enemigos. Entre este último grupo, en lo que a mí atañe, hay uno que me odia desde hace más de diez años. A veces parece que se olvida de mí, pero es para engañarme. Siempre me colma de desatenciones atisbando mi yugular. Advierto su garra de odio como una declaración de amor.
XUAN BELLO, La nieve y otros complementos circunstanciales, Xordica, Zaragoza, 2012, pp. 13-14.
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