PISCIFACTORÍA
A esta hora somos los de siempre en la playa: las parejas que sueltan a los perros, los jubilados que no se conforman con mojar los pies, varios surfistas tempraneros, yo misma. A pesar de que sobra arenal para ni siquiera vernos, hay carriles trazados por huellas que no borra la marea, que nos llevan a entrechocarnos. Poco sé de los surfistas, aunque al padre que siempre acompaña a uno de los más chicos tuve que arrearle unos cuantos coscorrones, tiempo ha, en la escuela; de la rubia del bóxer, puedo decir que se mostró amable, un día, al preguntar el porqué de mi muleta; de los viejos bañistas, me bastaría contemplar el reportaje anual que emiten sobre sus valentías en televisión, pero, aunque escueza, he de reconocer que, de Gerardo y Toño, querría saber bastante menos.
A los nuevos, la primera vez los vi en lontananza: dos calvos cogidos por la cintura, salpicando de besos en la boca cada uno de sus pasos. En ese primer momento pensé, con repugnancia, en todos los extravíos que traía al pueblo el demonio de la piscifactoría. Luego, cuando los raíles nos situaron en andenes paralelos, el asco se transformó en sorpresa, la sorpresa en vergüenza. Ninguno de los dos tenía pelo: ni él, ni ella. Unos pendientes de perla, la blusa entallada, las uñas de los pies y los labios pintados, restauraban una feminidad que le había hurtado la quimioterapia.
A partir de esa mañana, observarlos se convirtió en un entretenimiento para soportar el hastío de mis paseos cojos. El devenir de los días me permitió examinar la delicadeza con la que él la iba alojando en sus brazos, el mimo con el que se apresuraba a levantarla de la arena cuando se cansaban de estar sentados. No me contenté con sentir envidia y desviar la mirada. Fui inventando una biografía para cada uno de ellos: novios ya en la facultad (él estudiaba farmacia, ella lo esperaba a las puertas de Magisterio), los vi aturdidos y felices en su pronto matrimonio, dichosos en el nacimiento de la hija que ahora los telefoneaba, diariamente, para preguntar por ese otro salitre que corroe las entrañas.
Desaparecieron del arenal cuando las nubes se encapotaron para anunciar la primera tormenta de verano. No me conformó la obviedad: decirme que nada se puede hacer en un pueblo como éste con los pies mojados. Imaginé un agravamiento, un regreso precipitado al hospital, una evolución clínica tripulada por la metástasis. Por eso, ahora cierro los ojos, entro en la habitación sin llamar y ocupo su cama. Elijo su piel: es mejor la vida aquí, tomada de la mano del hombre que siempre te quiso, de la hija a la que has parido, que no allí, en la orilla, arrastrando estas piernas que a ningún lado me llevan, sola, desamparada, asustada como el alevín de rodaballo que, ante el ruido de mis pasos, huye de la libertad en busca del abrigo de su jaula.
JUAN SALMERÓN
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