La historia de mi vida es una de las más insólitas que he tenido ocasión de conocer. Es cierto que le falta el componente de moralidad, como en el caso de Joseph Brodsky, que fue obligado a arrojar estiércol con una horquilla en algún koljoz cerca de Arkhangelsk y, unos años más tarde, se hacía acreedor de todos los honores posibles, incluido el Premio Nobel. Sin embargo, mi vida se parece bastante a la fábula polaca sobre el tonto Jas ya que hacia falta bastante estupidez para actuar de forma diferente a la de mis compañeros de los círculos literarios y huir a un Occidente que consideraba decadente. Los peligros de una huida así los describe bien una cita de Shakespeare, que puede aplicarse a la Guerra Fría:
Pobres de aquellos seres secundarios
que se interpongan entre los floretes
de dos buenos espadachines.
Experimentar a lo largo de una sola vida el éxito y el fracaso, saber aguantar hasta el momento en el que mis enemigos, que habían escrito sobre mí todo tipo de obscenidades, hicieron el ridículo más mayúsculo. En todo ello lo que más me interesa es la diferencia entre la imagen que tenemos de nosotros mismos y la imagen que otros tienen de nosotros. Es evidente, nos dedicamos a embellecernos, mientras nuestros enemigos buscan nuestros puntos débiles, aunque sean imaginarios, para asestar el golpe. Reflexiono sobre el retrato que de mí han trazado mediante canciones de odio, escritas en prosa o verso. Un hombre afortunado. Uno al que le sale todo bien. Muy astuto. Cómodo. Adora el dinero. Ni un ápice de patriotismo. Indiferente con su patria a la que ha sustituido por una maleta. Un esteta al que sólo le interesa el arte, no las personas. Venal. Apolítico, porque escribió El pensamiento cautivo. Amoral en la vida personal, porque explota a las mujeres. Vanidoso. Arrogante. Etcétera.
Mis rasgos característicos se veían a menudo apoyados por la lista de mis actos infames. Me sorprendía en gran parte debido a que esta descripción ofrecía la imagen de un hombre duro y astuto, mientras que yo conocía mis debilidades y me inclinaba mas bien por considerarme un manojo de nervios, es decir, un niño borracho perdido en la niebla. También estaría dispuesto a darles la razón a mis enemigos cuando perseguían mi arrogancia de inconformista, porque en mi interior habitan un buen chico y un explorador y, al final, me inclino a condenar los alborotos que organicé en la escuela. Incluso en cada actuación en contra de las reglas de la comunidad veo la afición a sembrar cizaña y una especie de desequilibrio psíquico.
Mi tendencia a buscar tres pies al gato y a la delectatio morosa, expresión con la que se describía en los monjes el placer masoquista que sacaban al recordar sus pecados, habla en contra de mi supuesta fuerza. Por lo tanto, no es sólo una cuestión de soberbia, y ya se sabe que la arrogancia enmascara a menudo timidez.
Me considero afortunado por no caer nunca en las manos de la policía política. Un ágil oficial e interrogador descubriría enseguida mi sentimiento de culpa y, valiéndose de él, podría obligarme a reconocer todos los crímenes que él quisiera, humildemente. Cuántos pobres desgraciados fueron quebrantados de esta forma. Me dan mucha pena.
CZESLAW MILOSZ, Abecedario, Turner, Madrid, 2003, pp. 228-230.
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Paul Mezei
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