«Una mañana los soldados del destacamento punitivo prendieron fuego a nuestra aldea… Solo se salvaron los que escaparon al bosque. Huyeron sin nada, con las manos vacías, no cogieron ni un trozo de pan. Ni huevos, ni manteca. De noche, la tía Nastia, nuestra vecina, azotaba a su hija porque la niña no paraba de llorar. La tía Nastia se escapó con sus cinco hijos. Yulia, mi amiguita, era muy débil. Siempre estaba malita… Los otros cuatro niños, todos pequeños, pedían comida. Y la tía Nastia se volvió loca, aullaba: “Uh-uh-uh-uh… Uh-uh-uh-uh…”. Una noche oí que Yulia sollozaba: “Mamá, no me ahogues. No lo haré… No te diré más que tengo hambre. No lo diré…”.
»Al día siguiente ya nadie vio a Yulia… Nunca más…
»La tía Nastia… Volvimos a la aldea hecha cenizas… Todo estaba quemado. Al poco tiempo, la tía Nastia se ahorcó en el manzano negro de su jardín. Colgaba muy, muy bajo. Los niños la rodearon y pedían comida…».
»Al día siguiente ya nadie vio a Yulia… Nunca más…
»La tía Nastia… Volvimos a la aldea hecha cenizas… Todo estaba quemado. Al poco tiempo, la tía Nastia se ahorcó en el manzano negro de su jardín. Colgaba muy, muy bajo. Los niños la rodearon y pedían comida…».
SVETLANA ALEXIÉVICH, La guerra no tiene rostro de mujer, Debate, Barcelona, 2015.
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Barry Cawston
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