lunes, 7 de mayo de 2012

LA MUJER VACIADA, Ramón Gómez de la Serna


LA MUJER VACIADA
        
   Nadie piensa en buscar la causa de esa palidez de la mujer con que se casan, ni por qué de vez en cuando se lleva la mano al costado derecho, ni por qué no come, ni por qué de pequeña tuvo un tumor que la operaron. —¡Si esa palidez y todo eso fuese espíritu, romanticismo, desdén puro por la vida!— Pero nada de eso hay en eso.
   Aquel rostro pálido, que parecía una encarnación de cutis perfecto, y sobre cuya palidez caían los rizados del pelo como húmedo y cabrilleante siempre, engatusó a aquel hombre.
   Después de la boda comenzaron las primeras confesiones. Fueron al especialista del riñón, que en seguida se dio cuenta de que lo que había que hacer era extraer el riñón, y la hicieron la operación en aquel sanatorio, que tenia algo de carnicería elegante.
  —Me siento mucho más ligera —dijo ella después de salir de la operación; y sus languideces, su ensoñararse con los ojos abiertos y muy derecha, aumentaron. Sus ojos parecían tener dos nubes perfectamente hechas, con opacidades y opalescencias de nubes perfectas.
   Daba menos conversación y su religiosidad aumentó un poco. Seguía dos novenas más y oía una misa todos los días.
   Él la sonreía, porque era la mujer que por falta de ánimo no se la podría pegar con nadie. Tan inexpresiva e incapaz resultaba. ¡Oh, si se pudiese tener el simulacro de una mujer!
   Después se la presentó un tumor en la matriz y hubo que extraerla la matriz, y así se la hicieron todas las laparotomías —bonita palabra, ¿eh?— hasta que quedó una mujer hecha en jabón de olor, más beata que nunca, siempre llevando la cuenta del rosario de huesos de aceituna, bendito en Jerusalén —donde se aprovechan para eso los huesos que quedan sobre las mesas de los grandes hoteles.
  Hubo una pausa larga, en sus males. Ya aquella mujer estaba limpia, cauterizada, hasta saludable, pero no quedaba en ella nada de espíritu, de instinto, de amor. No se puede extirpar impunemente la matriz, raíz de la vida, sitio en que se cuajan todos los pensamientos y «la mujer vaciada», inmóvil y silenciosa, ocupaba su silla.
  Entonces me llamó a mí aquel marido.
  —Tiene usted que venir a mi casa —me dijo— para ver qué le pasa a mi mujer, que parece que me la han cambiado...
  Yo fui a la casa y me di cuenta de que era esa mujer vaciada que he descrito, y que es como tantas otras mujeres así de vaciadas...
  —¡Si yo la pudiese volver a poner la matriz! —le dije al marido.
  —¿Pero no hay otro remedio?...
  —Sólo para devolverla el instinto de la vida, para que abandone esa apatía, para que llore en sus brazos y quiera agotar su tesoro de ternura..., habría que decirla que tiene otra enfermedad... alguna enfermedad grave que la haga moverse, quererse salvar, ir a los balnearios... Que está tuberculosa, por ejemplo. Eso le permitiría ponerse sentimental, ir a Suiza, cuidar sus comidas, justificar sus mimos, darla una copita de Jerez en cada comida... Saldrá de esta apatía en que está... Dejará de ser la mujer de yeso...
  Aceptada la idea, la falsa tuberculosa reaccionó, salió de su indiferencia, fue sencilla y afinó todos sus nervios.

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA, El doctor inverosímil, Destino, Barcelona, 1981,  páginas 111-112.

domingo, 6 de mayo de 2012

LAS COSAS QUE NO HACEMOS, Andrés Neuman



 LAS COSAS QUE NO HACEMOS
        
   Me gusta que no hagamos las cosas que no hacemos. Me gustan nuestros planes al despertar, cuando el día se sube a la cama como un gato de luz, y que no realizamos porque nos levantamos tarde por haberlos imaginado tanto. Me gusta la cosquilla que insinúan en nuestros músculos los ejercicios que enumeramos sin practicar, los gimnasios a los que nunca vamos, los hábitos saludables que invocamos como si, deseándolos, su resplandor nos alcanzase. Me gustan las guías de viaje que hojeas con esa atención que tanto te admiro, y cuyos monumentos, calles y museos no llegamos a pisar, fascinados frente a un café con leche. Me gustan los restaurantes a los que no acudimos, las luces de sus velas, el sabor por venir de sus platos. Me gusta cómo queda nuestra casa cuando la describimos con reformas, sus sorprendentes muebles, su ausencia de paredes, sus colores atrevidos. Me gustan las lenguas que quisiéramos hablar y soñamos con aprender el año próximo, mientras nos sonreímos bajo la ducha. Escucho de tus labios esos dulces idiomas hipotéticos, sus palabras me llenan de razones. Me gustan todos los propósitos, declarados o secretos, que incumplimos juntos. Eso es lo que prefiero de compartir la vida. La maravilla abierta en otra parte. Las cosas que no hacemos.

sábado, 5 de mayo de 2012

MENSAJERAS, Juan Cruz Iguerabide


MENSAJERAS

Hay nubes blancas
en el cielo risueño:
son cartas de otoño.


JUAN CRUZ IGUERABIDE, Poemas para la pupila, Hiperión, Madrid, 1995, p. 64.

viernes, 4 de mayo de 2012

EL ACORDEONISTA, LA VIDA Y LA MUERTE, Manuel Rivas


EL ACORDEONISTA, LA VIDA Y LA MUERTE

   En un lugar llamado Mandouro vivían dos hermanas. Vivían solas, en una casa de labranza que les habían dejado sus padres. Desde la casa se veía el mar y muchos navíos que allí cambiaban el rumbo de Europa hacia los mares del Sur. Una hermana se llamaba Vida y la otra Muerte. Eran dos buenas mozas, robustas y alegres.
   ¿La que se llamaba Muerte también era guapa?, preguntó preocupado Dombodán.
   Sí. Bien. Era guapa, pero algo caballuna. El caso es que las dos hermanas se llevaban muy bien. Como tenían muchos pretendientes, habían hecho un juramento: podían flirtear, incluso tener aventuras con hombres, pero nunca separarse la una de la otra. Y lo cumplían lealmente. Los días de fiesta bajaban juntas al baile, a un lugar llamado Donaire, adonde acudía todo el mocerío de la parroquia. Para llegar allí, tenían que atravesar unas tierras de marisma, con muchos lamedales, conocidas como Fronteira. Las dos hermanas iban con los zuecos puestos y llevaban en la mano los zapatos. Los de Muerte eran blancos y los de Vida, negros.
   ¿No sería al revés?
   Pues no. Eran tal como os digo. En realidad, esto que hacían las dos hermanas era lo que hacían todas las muchachas. Iban con zuecos y con los zapatos en la mano para tenerlos limpios a la hora de danzar. Así que se juntaban en la puerta del baile hasta un ciento de zuecos, como barquichuelas en un arenal. Los muchachos, no. Los muchachos iban a caballo. Y corcoveaban en sus cabalgaduras, sobre todo al llegar, para impresionar a las chicas. Y así iba pasando el tiempo. Las dos hermanas acudían al baile, tenían sus quereres, pero siempre, tarde o temprano, volvían a casa.
   Una noche, una noche de invernada, hubo un naufragio. Porque, como sabéis, éste era y es un país de muchos naufragios. Pero aquél fue un naufragio muy especial. El barco se llamaba Palermo e iba cargado de acordeones. Mil acordeones embalados en madera. La tempestad hundió el barco y arrastró el cargamento hacia la costa. El mar, con sus brazos de estibador enloquecido, destrozó las cajas y fue llevando los acordeones hacia las playas. Los acordeones sonaron toda la noche, con melodías, claro, más bien tristes. Era una música que entraba por las ventanas, empujada por el vendaval. Como todas las gentes de la comarca, las dos hermanas despertaron y la escucharon también, sobrecogidas. Por la mañana, los acordeones yacían en los arenales, como cadáveres de instrumentos ahogados. Todos quedaron inservibles. Todos, menos uno. Lo encontró un joven pescador en una gruta. Le pareció una suerte tal que aprendió a tocarlo.
   Ya era un muchacho alegre, con mucha chispa, pero aquel acordeón cayó en sus manos como una gracia. Vida, una de las hermanas, se enamoró tanto de él en el baile que decidió que aquel amor valía más que todo el vínculo con su hermana. Y huyeron juntos, porque Vida sabía que Muerte tenía un genio endemoniado y que podía ser muy vengativa. Y vaya si lo era. Nunca se lo ha perdonado. Por eso va y viene por los caminos, sobre todo en las noches de tormenta, se detiene en las casas en las que hay zuecos a la puerta, y a quien encuentra le pregunta: ¿Sabes de un joven acordeonista y de esa puta de Vida? Y a quien le pregunta, por no saber, se lo lleva por delante.
 

MANUEL RIVAS, El lápiz del carpintero

EDUARDO BERTI (Editor), Historias encontradas, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2009, 200 páginas.

Ilustración:  Fernando Beorlegui Beguiristain

jueves, 3 de mayo de 2012

[EN BUDAPEST...]


   En Budapest, un equipo de cirujanos tuvo que operar a Gyoergyi Szabo, aprendiz de impresor de diecisiete años quien, consternado por la pérdida de su amada, compuso el nombre de esta con caracteres tipográficos, y a continuación, se los tragó.
Time de 28 de diciembre de 1936


SIMON GARFIELD, Es mi tipo. Un libro sobre fuentes tipográficas, Taurus, Madrid, 2011, p. 11.    

miércoles, 2 de mayo de 2012

[CUANDO HAY UN PELO...], Zhang Hua

    Cuando hay un pelo de un hombre sujeto en el pico de un pájaro que vuela, ese hombre sueña que vuela.

Zhang Hua (232-300)

YAO MING & GABRIEL GARCÍA-NOBLEJAS (editores), Cuentos fantásticos chinos, Seix Barral, Barcelona, 2000, 192 páginas.

martes, 1 de mayo de 2012

MADRE ATRÁS, Andrés Neuman


MADRE ATRÁS

   Entré en el hospital muerto de odio y con ganas de dar gracias. Qué frágil es la furia. Podríamos gritar, golpear o escupir a un extraño. Al mismo a quien, según su veredicto, según si nos dice lo que ansiamos escuchar, de repente admiraríamos, abrazaríamos, juraríamos lealtad. Y sería un amor sincero.
   Entré sin pensar nada, pensando en no pensar. Sabía que el presente de mi madre, mi futuro, dependía de un lanzamiento de moneda. Y que esa moneda no estaba en mis manos, quizá tampoco en las de nadie, ni siquiera en las del médico. Siempre he opinado que la ausencia de dios nos libera de un peso insoportable. Pero más de una vez, al entrar o salir de un hospital, he echado en falta la clemencia divina. Llenos de asientos, pasillos, jerarquías y ceremonias de espera, silenciosos en sus plantas superiores, los hospitales son lo más parecido a una catedral que podemos pisar los descreídos.
   Entré intentando evitar estos razonamientos, porque temía acabar rezando como un cínico. Le di un brazo a mi madre, que tantas veces me había brindado el suyo cuando el mundo era enorme y mis piernas muy cortas. ¿Es posible encogerse de la noche a la mañana? ¿Puede el cuerpo de alguien convertirse en una esponja que, impregnada de temores, adquiere densidad y pierde volumen? Mi madre parecía más baja, más flaca y sin embargo más grávida que antes, como propensa al suelo. Su mano porosa se cerró sobre la mía. Imaginé a un niño en una bañera, desnudo, expectante, apretando una esponja. Y quise decirle algo a mi madre, y no supe hablar. La proximidad de la muerte nos exprime de tal forma que seríamos capaces de olvidar nuestras convicciones, supurarlas igual que un líquido. ¿Es eso necesariamente una debilidad? Quizá sea una última fortaleza llegar adonde nunca sospechamos que llegaríamos. La muerte multiplica la atención. Nos despierta dos veces. La primera noche que pasé con mi madre cuando la internaron, o cuando ella se internó en alguna zona de sí misma, confirmé una sospecha: ciertos amores no pueden retribuirse. Por mucho que un hijo recompense a sus padres, siempre habrá una deuda temblando de frío. He oído decir, yo mismo lo he repetido, que nadie pide nacer. Pero nacer por voluntad ajena nos compromete más: alguien nos ha hecho un regalo. Un regalo que, como es habitual, no habíamos pedido. La única manera coherente de rechazarlo sería suicidarse en el acto, sin la menor queja. Y nadie que acompañe a su madre renqueante, a su madre encogida a un hospital, pensaría en quitarse la vida. Lo que ella le ha regalado.
   ¿Qué mal tenía mi madre? Ya no importa. Eso es lo de menos. Queda fuera de foco. Era un mal que la hacía caminar como una niña, acercarse paso a paso a esa criatura torpe que había sido al principio del tiempo. Confundía el nombre y las funciones de sus dedos como en un juego indescifrable. Mezclaba las palabras. No podía avanzar recto. Se doblaba como un árbol que desconfía de sus ramas.
   Entramos en el hospital, no terminábamos de entrar nunca, aquel umbral era un país, una frontera dentro de otra frontera, y entrábamos en el hospital, y alguien lanzó una moneda, y la moneda cayó. Es tan elemental que la razón se extravía. Un mal tiene sus fases, sus antecedentes, sus causas. La caída de una moneda, en cambio, no tiene historia ni matices. Es un acontecimiento que se agota en sí mismo, que se resuelve solo. La memoria es capaz de suspender la moneda, dilatar su ascenso, recrear sus diminutas vacilaciones durante la parábola. Pero esos ardides solo son posibles después de que haya caído. El movimiento original, el vuelo de la moneda, es de un presente absoluto. Y nadie, ahora lo sé, es capaz de especular mientras mira caer una moneda.
   La esponja, dijo, pásame la esponja un poco más arriba, dijo mi madre, sentada en la bañera de su habitación. Arriba, ahí, la esponja, me pidió, y a mí me impresionó el esfuerzo que había tenido que hacer para pronunciar una frase tan sencilla. Y yo le pasé la esponja por la espalda, hice círculos en los hombros, recorrí los omoplatos, descendí por la columna, y antes de terminar escribí en su piel mojada la frase que no había sabido decirle antes, cuando cruzamos juntos la frontera.