LA MUJER VACIADA
Nadie piensa en buscar la causa de esa palidez de la mujer con que se casan, ni por qué de vez en cuando se lleva la mano al costado derecho, ni por qué no come, ni por qué de pequeña tuvo un tumor que la operaron. —¡Si esa palidez y todo eso fuese espíritu, romanticismo, desdén puro por la vida!— Pero nada de eso hay en eso.
Aquel rostro pálido, que parecía una encarnación de cutis perfecto, y sobre cuya palidez caían los rizados del pelo como húmedo y cabrilleante siempre, engatusó a aquel hombre.
Después de la boda comenzaron las primeras confesiones. Fueron al especialista del riñón, que en seguida se dio cuenta de que lo que había que hacer era extraer el riñón, y la hicieron la operación en aquel sanatorio, que tenia algo de carnicería elegante.
—Me siento mucho más ligera —dijo ella después de salir de la operación; y sus languideces, su ensoñararse con los ojos abiertos y muy derecha, aumentaron. Sus ojos parecían tener dos nubes perfectamente hechas, con opacidades y opalescencias de nubes perfectas.
Daba menos conversación y su religiosidad aumentó un poco. Seguía dos novenas más y oía una misa todos los días.
Él la sonreía, porque era la mujer que por falta de ánimo no se la podría pegar con nadie. Tan inexpresiva e incapaz resultaba. ¡Oh, si se pudiese tener el simulacro de una mujer!
Después se la presentó un tumor en la matriz y hubo que extraerla la matriz, y así se la hicieron todas las laparotomías —bonita palabra, ¿eh?— hasta que quedó una mujer hecha en jabón de olor, más beata que nunca, siempre llevando la cuenta del rosario de huesos de aceituna, bendito en Jerusalén —donde se aprovechan para eso los huesos que quedan sobre las mesas de los grandes hoteles.
Hubo una pausa larga, en sus males. Ya aquella mujer estaba limpia, cauterizada, hasta saludable, pero no quedaba en ella nada de espíritu, de instinto, de amor. No se puede extirpar impunemente la matriz, raíz de la vida, sitio en que se cuajan todos los pensamientos y «la mujer vaciada», inmóvil y silenciosa, ocupaba su silla.
Entonces me llamó a mí aquel marido.
—Tiene usted que venir a mi casa —me dijo— para ver qué le pasa a mi mujer, que parece que me la han cambiado...
Yo fui a la casa y me di cuenta de que era esa mujer vaciada que he descrito, y que es como tantas otras mujeres así de vaciadas...
—¡Si yo la pudiese volver a poner la matriz! —le dije al marido.
—¿Pero no hay otro remedio?...
—Sólo para devolverla el instinto de la vida, para que abandone esa apatía, para que llore en sus brazos y quiera agotar su tesoro de ternura..., habría que decirla que tiene otra enfermedad... alguna enfermedad grave que la haga moverse, quererse salvar, ir a los balnearios... Que está tuberculosa, por ejemplo. Eso le permitiría ponerse sentimental, ir a Suiza, cuidar sus comidas, justificar sus mimos, darla una copita de Jerez en cada comida... Saldrá de esta apatía en que está... Dejará de ser la mujer de yeso...
Aceptada la idea, la falsa tuberculosa reaccionó, salió de su indiferencia, fue sencilla y afinó todos sus nervios.
RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA, El doctor inverosímil, Destino, Barcelona, 1981, páginas 111-112.
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Genial
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