MADRE ATRÁS
Entré en el hospital muerto de odio y con ganas de dar gracias. Qué frágil es la furia. Podríamos gritar, golpear o escupir a un extraño. Al mismo a quien, según su veredicto, según si nos dice lo que ansiamos escuchar, de repente admiraríamos, abrazaríamos, juraríamos lealtad. Y sería un amor sincero.
Entré sin pensar nada, pensando en no pensar. Sabía que el presente de mi madre, mi futuro, dependía de un lanzamiento de moneda. Y que esa moneda no estaba en mis manos, quizá tampoco en las de nadie, ni siquiera en las del médico. Siempre he opinado que la ausencia de dios nos libera de un peso insoportable. Pero más de una vez, al entrar o salir de un hospital, he echado en falta la clemencia divina. Llenos de asientos, pasillos, jerarquías y ceremonias de espera, silenciosos en sus plantas superiores, los hospitales son lo más parecido a una catedral que podemos pisar los descreídos.
Entré intentando evitar estos razonamientos, porque temía acabar rezando como un cínico. Le di un brazo a mi madre, que tantas veces me había brindado el suyo cuando el mundo era enorme y mis piernas muy cortas. ¿Es posible encogerse de la noche a la mañana? ¿Puede el cuerpo de alguien convertirse en una esponja que, impregnada de temores, adquiere densidad y pierde volumen? Mi madre parecía más baja, más flaca y sin embargo más grávida que antes, como propensa al suelo. Su mano porosa se cerró sobre la mía. Imaginé a un niño en una bañera, desnudo, expectante, apretando una esponja. Y quise decirle algo a mi madre, y no supe hablar. La proximidad de la muerte nos exprime de tal forma que seríamos capaces de olvidar nuestras convicciones, supurarlas igual que un líquido. ¿Es eso necesariamente una debilidad? Quizá sea una última fortaleza llegar adonde nunca sospechamos que llegaríamos. La muerte multiplica la atención. Nos despierta dos veces. La primera noche que pasé con mi madre cuando la internaron, o cuando ella se internó en alguna zona de sí misma, confirmé una sospecha: ciertos amores no pueden retribuirse. Por mucho que un hijo recompense a sus padres, siempre habrá una deuda temblando de frío. He oído decir, yo mismo lo he repetido, que nadie pide nacer. Pero nacer por voluntad ajena nos compromete más: alguien nos ha hecho un regalo. Un regalo que, como es habitual, no habíamos pedido. La única manera coherente de rechazarlo sería suicidarse en el acto, sin la menor queja. Y nadie que acompañe a su madre renqueante, a su madre encogida a un hospital, pensaría en quitarse la vida. Lo que ella le ha regalado.
¿Qué mal tenía mi madre? Ya no importa. Eso es lo de menos. Queda fuera de foco. Era un mal que la hacía caminar como una niña, acercarse paso a paso a esa criatura torpe que había sido al principio del tiempo. Confundía el nombre y las funciones de sus dedos como en un juego indescifrable. Mezclaba las palabras. No podía avanzar recto. Se doblaba como un árbol que desconfía de sus ramas.
Entramos en el hospital, no terminábamos de entrar nunca, aquel umbral era un país, una frontera dentro de otra frontera, y entrábamos en el hospital, y alguien lanzó una moneda, y la moneda cayó. Es tan elemental que la razón se extravía. Un mal tiene sus fases, sus antecedentes, sus causas. La caída de una moneda, en cambio, no tiene historia ni matices. Es un acontecimiento que se agota en sí mismo, que se resuelve solo. La memoria es capaz de suspender la moneda, dilatar su ascenso, recrear sus diminutas vacilaciones durante la parábola. Pero esos ardides solo son posibles después de que haya caído. El movimiento original, el vuelo de la moneda, es de un presente absoluto. Y nadie, ahora lo sé, es capaz de especular mientras mira caer una moneda.
La esponja, dijo, pásame la esponja un poco más arriba, dijo mi madre, sentada en la bañera de su habitación. Arriba, ahí, la esponja, me pidió, y a mí me impresionó el esfuerzo que había tenido que hacer para pronunciar una frase tan sencilla. Y yo le pasé la esponja por la espalda, hice círculos en los hombros, recorrí los omoplatos, descendí por la columna, y antes de terminar escribí en su piel mojada la frase que no había sabido decirle antes, cuando cruzamos juntos la frontera.
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