martes, 31 de enero de 2012

ARQUEOLOGÍA EMOCIONAL, Roger Wolfe



ARQUEOLOGÍA EMOCIONAL

Me dijo:
“Tienes que pararte
y excavar en tu pasado”.


ROGER WOLFE, Máquina de sueños, Gijón, Ateneo Obrero, 1991.

lunes, 30 de enero de 2012

TE AMO MÁS QUE A LA NATURALEZA, Yevgeni Yevtushenko



TE AMO MÁS QUE A LA NATURALEZA

Te amo más que a la naturaleza,
porque tú eres la naturaleza misma.
Te amo más que a la libertad,
porque sin ti la libertad es una cárcel.

Te amo con imprudencia
como un abismo y no como un pequeño barranco.
Te amo más que todo lo posible,
y también más que lo imposible.

Te amo eternamente, incansablemente,
aún cuando esté ebrio y  me ponga insolente.
Te amo más que a mí mismo
Te amo más de lo que tú te amas.

Te amo más que a Shakespeare,
más que a todos los libros que lo saben todo
incluso te amo más que a toda la música
porque tú eres la música y todos los libros a la vez.

Te amo más que a la gloria y a la fama,
aún la gloria de los tiempos que vendrán.
Te amo más que a mi Patria
porque mi Patria eres tú.

¿Te sientes infeliz? ¿Qué es lo que tanto te preocupa?
No molestes a Dios con tus rezos y peticiones.
Te amo más que a la felicidad.
Te amo más que al mismo amor.

YEVGENY YEVTUSHENKO, Manzanas robadas. Antología, Visor, Madrid, 2011, pp.17-18.

domingo, 29 de enero de 2012

PEDRA DA SERPE, César Antonio Molina



PEDRA DA SERPE

Mira si reconoces el rostro que has visto en tu sueño.


CÉSAR ANTONIO MOLINA, Las ruinas del mundo, La Voz de Galicia, A Coruña, 2004, p. 339.

sábado, 28 de enero de 2012

EL MAESTRO TRAICIONADO, Marco Denevi




EL MAESTRO TRAICIONADO

   Se celebraba la última cena.
    –¡Todos te aman, oh Maestro! –dijo uno de los discípulos.
    –Todos no –respondió gravemente el Maestro–. Conozco a alguien que me tiene envidia y que en la primera oportunidad que se le presente me venderá por treinta dineros.
    –Ya sé quién es –exclamó el discípulo–. También a mí me habló mal de ti.
    –Y a mí –añadió otro discípulo.
    –Y a mí, y a mí dijeron todos los demás. Todos, menos uno que permanecía silencioso.
    –Pero es el único –prosiguió el que había hablado primero–. Y para probártelo diremos a coro su nombre sin habernos puesto previamente, de acuerdo.
    Los discípulos, todos, menos aquel que se mantenía mudo, se miraron, contaron hasta tres y gritaron el nombre del traidor.
    Las murallas de la ciudad vacilaron con el estrépito, porque los discípulos eran muchos y cada uno había gritado un nombre distinto.
    Entonces el que no había hablado salió a la calle, y libre de remordimientos, consumó su traición.

MARCO DENEVI, Falsificaciones, Thule, Barcelona, 2006 (1966).


viernes, 27 de enero de 2012

SUEÑOS, Nicanor Parra

SUEÑOS


Sueño con una mesa y una silla              
Sueño que me doy vuelta en automóvil
Sueño que estoy filmando una película              
Sueño con una bomba de bencina
Sueño que soy un turista de lujo              
Sueño que estoy colgando de una cruz
Sueño que estoy comiendo pejerreyes              
Sueño que voy atravesando un puente
Sueño con un aviso luminoso              

Sueño con una dama de bigotes
Sueño que voy bajando una escalera              
Sueño que le doy cuerda a una vitrola
Sueño que se me rompen los anteojos              
Sueño que estoy haciendo un ataúd

Sueño con el sistema planetario              
Sueño con una hoja de afeitar
Sueño que estoy luchando con un perro              
Sueño que estoy matando una serpiente

Sueño con pajarillos voladores              
Sueño que voy arrastrando un cadáver
Sueño que me condenan a la horca              
Sueño con el diluvio universal
Sueño que soy una mata de cardo.              

Sueño también que se me cae el pelo.

NICANOR PARRA, Chistes parra desorientar a la poesía, Visor, Madrid, 2009, p. 77.

jueves, 26 de enero de 2012

NO SPEAK ENGLISH, Sandra Cisneros



NO SPEAK ENGLISH
         
   Mamacita es la mamá grande del hombre del otro lado de la calle, el del tercer piso de la parte delantera. Rachel dice que debería llamarse mamasota, pero a mí me parece cruel.
   El hombre ahorró todo su dinero para traerla. Ahorró sin parar porque ella estaba sola con el crío en aquel país. Él tenía dos empleos. Volvía tarde a casa y se iba pronto. Cada día.
   Entonces, un día llegaron Mamacita y el crío en un taxi amarillo. La puerta del taxi se abrió como el brazo de un camarero. Asomó un zapatito rosa, un pie suave como la oreja de un conejo, luego un tobillo gordo, un flamear de caderas, rosas fucsia y perfume verde. El hombre tuvo que tirar de ella mientras el taxista empujaba. Tirar, empujar. Tirar, empujar. ¡Pumba!
   De repente floreció. Gigante, enorme, daba gusto verla desde la pluma rosa salmón de su sombrero hasta los capullos de rosa de sus pies. Yo no podía dejar de mirar sus zapatitos.
   Subió escaleras arriba, arriba, con el crío envuelto en una manta azul, mientras el hombre cargaba las maletas, sus cajas de sombreros color lavanda y una docena de cajas de zapatos de satén de tacón alto. No volvimos a verla.
   Unos dicen que es porque está demasiado gorda, otros que es por los tres tramos de escalones, pero yo creo que no sale porque le da miedo hablar inglés, y tal vez sea eso, porque solo sabe ocho palabras. Sabe decir: He not here, cuando viene el casero; No speak English, cuando viene cualquier otro, y Holy smokes. Eso no sé dónde lo habrá aprendido, pero una vez se lo oí decir y me sorprendió.
   Mi padre cuenta que cuando él llegó a este país comió huevos con jamón durante tres meses. Para desayunar, para almorzar y para cenar. Huevos con jamón. Era lo único que sabía pedir. Ahora nunca come huevos con jamón.
   Sea por lo que fuere, porque es gorda, porque no puede subir los escalones o porque le da miedo hablar inglés, nunca baja. Se pasa el día sentada junto a la ventana, oye los programas de radio en castellano y canta todas esas canciones nostálgicas sobre su país con una voz que parece de gaviota.
   Hogar. Hogar. El hogar es una casa en una fotografía, una casa rosa, rosa corno las malvalocas bajo una luz intensa. El hombre pinta de rosa las paredes del piso, pero ya se sabe que no es lo mismo. Ella sigue suspirando por su casa rosa y luego creo que llora. Yo lloraría.
   A veces el hombre se enfada. Empieza a gritar y se le oye desde la otra punta de la calle.
   Ay, ella dice, está triste.
   Oh, dice él, otra vez no.
   ¿Cuándo, cuándo, cuándo?, pregunta ella.
   ¡Ay, caray! Estamos en casa. Esto es nuestro hogar. Aquí estoy y aquí me quedo. Habla inglés. Habla ingles. ¡Por Dios!
   ¡Ay! Mamacita, que no pertenece a este mundo, suelta de vez en cuando un grito histérico, agudo, como si el hubiera roto el único bullo que la mantenía viva, la única carretera que lleva a aquel país.
   Y luego, para romperle el corazón para siempre, el crío (que ya ha empezado hablar) se pone a cantar el anuncio de Pepsi que ha oído por la tele.
   No speak English, le dice ella al crío que canta en un idioma que suena como la hojalata. No speak English, No speak English y le suben burbujas a los ojos. No, no, no, como si no pudiera creer lo que está oyendo.


SANDRA CISNEROS, Una casa en Mango Street, Ediciones B, Barcelona, 1992, pp. 117-119.

miércoles, 25 de enero de 2012

LA MIRADA, Eduardo García

LA MIRADA

Hay un dolor más hondo.
Hay una más profunda mordedura.
Un peor desenlace de tinieblas.
Una bala que acecha tus latidos.
       
Más allá del vaivén de los deseos.
Más allá de palabras sin orillas.
Más allá de la súbita desgracia.
Más allá del insomnio y la caída.
       
Mírale, ya llegó: es el desprecio.
No puedes sostener esa mirada.
Observa cómo escoge a quien más quieres.
Contémplate en sus ojos de verdugo.


EDUARDO GARCÍA, Horizonte o frontera, Hiperión, Madrid, 2003, p. 32 

martes, 24 de enero de 2012

EL TIOVIVO, Robert Walser


EL TIOVIVO
        
   Estoy enfrente de un tiovivo. Hay que ver cómo gira sobre su propio eje. ¿No hacía la tierra algo parecido? ¿No debería uno asombrarse, quedarse perplejo durante un par de minutos? La música es romántica. ¡Qué seductora suena! Surte en mí el efecto del opio: me provoca visiones y sin embargo sé perfectamente que es un lujo que perjudica la salud. Gira todo el tiempo que es una maravilla, con una suave amenidad. ¿Cómo no divertirse? Los niños, figura en una placa o cartel, pagan diez céntimos. Los adultos pagan más, será porque son de más peso. Los caballitos parecen briosos y están adornados con sillas de montar. Produciría un efecto la mar de gracioso que un hombre respetable subiera al carrusel. Las casetas giran por sí solas a su alrededor. Sentarse en una de las sillas debe de ser divertidísimo. Es lo que hace un padre, no por él, sino por amor a su hijo. Es algo que se corresponde enteramente con la dignidad y es compatible con el decoro. El tiovivo está engalanado con banderitas, un montón de bombillas y telas de terciopelo, y todo el esplendor se refleja entre destellos en el suelo mojado. Hay que verlo. Cuando un viaje acaba, los que han tomado parte descienden mientras otros se disponen a participar en la próxima vuelta. El tiovivo tiene su propia historia. Ya nuestros bisabuelos gozaban de este invento encantador, que ha conservado su atractivo hasta hoy y no lo perderá el día de mañana. Una vez leí que Luis XIV era aficionado a correr cañas. A decir verdad, sólo mientras fue joven. Más tarde buscaría y hallaría otro pasatiempo, como, por ejemplo, proteger a Moliere, ya que debió de creer que éste así lo merecía. Si miramos un tiovivo desde cierta distancia, creeremos estar viendo un reino de hadas, tan luminoso es. Verdaderamente merece atención. Al principio no quería ni echarle una ojeada, pero lamentaba mi desprecio; y al comprobar que me había sacudido los prejuicios y valoraba esta simpática atracción, me congratulé. Y es que intuía que esto se convertiría en un esbozo. (Por lo visto he acertado.)

ROBERT WALSER, La habitación del poeta, Siruela, Madrid, 2005.
 
Ilustración: FABIO HURTADO

lunes, 23 de enero de 2012

[ME VE LA MUERTE...], Tomas Tranströmer


Me ve la muerte:
problema de ajedrez.
Ya lo ha resuelto.




TOMAS TRANSTRÖMER, El cielo a medio hacer, Nórdica, Madrid, 2010, p. 213.

Fotografía: JUAN YANES

domingo, 22 de enero de 2012

CITA DE AMOR, Luciano G. Egido


CITA DE AMOR

   Nunca he sido tan feliz como cuando equivoqué la hora, el día, el lugar y la mujer de la cita.

LUCIANO G. EGIDO, 25 historias de amor, Taller del libro, Madrid, 2004, página 135.

sábado, 21 de enero de 2012

INMORTAL SONATA DE LA MUERTE, Félix Grande



INMORTAL SONATA DE LA MUERTE

Desde hace muchos años suele visitarme de noche. Como saber de dónde viene. Si existe en el espacio, al otro borde de los telescopios y de la menesterosa razón, una región donde el padecimiento emerge, sideral y enigmático, para avanzar después sobre los astros desvalidos, ¿es de allí de donde procede mi todopoderoso visitante? Sólo una cosa cierta sé: esa desolación es el producto de algo más bárbaro y extenso que mi módica vida. Desde hace muchos años viene a visitarme de noche. Maniático, suelo combatir su presencia con el modesto barbitúrico o con un recorrido monótono por el extenuado pasillo de mi casa; o con una sangría de palabras, deformes de tristeza o de miedo. Pero todo es inútil. Vuelve a volver, mordisquea un poco más los cimientos de mi conciencia, atenaza suavemente por la garganta a mis proyectos cotidianos y derrama en mi corazón la música confusa de la muerte, la música confusa de los antepasados de mis desconocidos bisabuelos, la música sin forma de todos mis herederos impasibles. Cientos de miles de lejanas flautas de caña interpretando la melodía del abandono al pie del lecho en donde habito en estas horas misteriosas. A veces me pregunto cómo será el concierto de solemne, de melódico y de increíble cuando vaya a morir; todos los violonchelos y las guitarras, todos los clavecines, los oboes, los clavicordios y muchas y dulcísimas gargantas de mujer en un himno majestuoso que podría traducirse así: en el océano de la vida y del tiempo, tú, criatura humana, sin saber ni una sola cosa que te sirva para ser inmortal, inmortalmente existes, a escasos años de tu disolución.

Al he descubierto el verdadero nombre del insomnio. Pasan siglos como mansos bueyes, los acontecimientos como caballos con la crin dura por la velocidad. Pasan las canas en una multiplicación sistemática y clandestina. Pasa mi padre hacia donde le aguarda el suyo. Pasan todos cuantos conozco, todos aquellos que amo. Pasa la especie, donde habito. Pasa todo en silencio. Somos los lentos forajidos que inventamos los mitos, las religiones y la historia, el lenguaje y las drogas y el amor, únicamente porque sabemos que vamos a morir. Ahora sé que un abrazo lleva al fondo un pequeño violín de espanto, una matriz de desconcierto. Y en la alta noche, a unos pasos de los antiguos y a unos pasos de nuestros futuros arqueólogos, nos sentamos sobre las mantas, ateridos de perplejidad y de emoción. Y algo gigante y cósmico nos acaricia un poco nuestra cabeza ebria, antes de que tengamos tiempo de llegar como locos, al interruptor de la luz.


FÉLIX GRANDE, Puedo escribir los versos más tristes esta noche, Bartleby, Madrid, 2006, pp. 32-33.

viernes, 20 de enero de 2012

UNA ARMONÍA, Joan Brossa & Chema Madoz





UNA ARMONÍA


¿Quién escribe sobre las paredes de roca?
Ningún otro dios ha de ser alabado.
Por mucho que consideréis viable ésta
o aquella iniciativa, la verdad es
que las preguntas y las respuestas
están dentro de vosotros.



JOAN BROSSA & CHEMA MADOZ, Fotopoemario, La Fábrica Editorial, Madrid, 2003.

jueves, 19 de enero de 2012

LOS DEDOS , Juan José MIllás


LOS DEDOS
        
   Como hacía una mañana muy agradable, decidí ir a al oficina dando un paseo. Todo iba bien, si exceptuamos que al mover el pie derecho me parecía escuchar un ruido como de sonajero proveniente del dedo gordo de ese pie; daba la impresión de que algún objeto duro anduviera suelto en su interior golpeándose contra las paredes. 
   Cuando llegué al despacho me descalcé y comprobé que, en efecto, el sonido procedía del pie y no del zapato. Observé el dedo gordo desde todos los ángulos por si tuviera alguna grieta o ranura que permitiera asomarse a su interior, pero choqué con una envoltura hermética, repleta de callosidades y muy resistente a mis manipulaciones. Finalmente advertí que la uña actuaba como tapadera y que se podía quitar desplazándola hacia adelante, igual que la de los plumieres. De este modo, abrí el dedo y vi que estaba lleno de pequeños lápices de colores que se habían desordenado con el movimiento. Los coloqué como era debido y luego me entretuve con los otros dedos, cuyas tapaderas se quitaban con idéntica facilidad. En uno había un cuadernito con dibujos para colorear. En otro, un sacapuntas diminuto; en el siguiente, una reglita; por fin, en el más pequeño, encontré una goma de borrar del tamaño de un valium. Saqué el cuaderno y un lápiz para pintar, pero en ese momento se abrió la puerta del despacho y apareció mi jefe, que se puso pálido de envidia y salió dando gritos. La verdad es que yo no había tenido la precaución de colocar las uñas en su sitio y me pilló con todas las cajas de los dedos abiertas. Por taparlas con prisas me hice algunas heridas y me han traído al hospital. Ahora estoy deseando que me manden a casa para mirar con tranquilidad lo que tengo en los dedos del pie izquierdo, porque cuando lo muevo suenan como si hubiera canicas de cristal.

JUAN JOSÉ MILLÁS, Algo que te concierne, El País Aguilar, Madrid, 1995.

miércoles, 18 de enero de 2012

LA BELLA DURMIENTE, Slawomir Mrozek


LA BELLA DURMIENTE

   Tendida sobre un lecho rebosante de flores, bajo una campana de cristal, dormía la Bella Durmiente.
   Era bella, buena y juiciosa, pero su belleza, su bondad y su buen juicio dormían con ella. Existía, pero dormía, así que era como si no existiese. A través de la campana transparente sólo era visible su belleza, no las cualidades de su carácter. Desde tiempo inmemorial estaba sumida en un sueño profundo, rodeada de unos afables gnomos que la defendían de los bandidos y los animales salvajes. Ellos sabían que sólo un Príncipe Errante tenía derecho a acercarse a ella. Pero no era seguro que el Príncipe llegara, ni tampoco que no llegara.
   Cuál fue la alegría de los fieles gnomos, pues, al ver una mañana de mayo al Príncipe que, por un feliz azar, se había dejado caer por aquellos parajes. «¡Aquí! ¡Aquí!», se
pusieron a llamarlo y en seguida quitaron la campana de cristal.
   El Príncipe se acercó. Miró y vio lo hermosa que era la Bella Durmiente. Dejándose llevar por un impulso poderoso, se inclinó y depositó un beso sobre sus pálidos labios
rosados. Exactamente como estaba previsto.
   La Bella Durmiente abrió los ojos, se despertó y vio al Príncipe inclinado sobre ella. Le rodeó el cuello con los brazos, mientras los gnomos bailaban a su alrededor de alegría. Y
también de contento, porque había acabado su guardia junto a la Bella Durmiente y por fin podrían dedicarse a sus cosas.
   Los gnomos se habían alejado saltando de júbilo, mientras el Príncipe seguía entre los brazos de la Bella Durmiente y ella continuaba abrazándole. Hasta que a él empezó a dolerle la espalda, de modo que inadvertidamente se sentó en el borde del lecho de cristal; pero como seguía inclinado sobre ella y por ella abrazado, le era imposible cambiar del todo de posición. Así que transcurrído un tiempo preguntó:
   —¿Y ahora qué?
   —Ahora quedaremos así para siempre —contestó la Bella Durmiente.
   —¿Para siempre? —se sorprendió el Príncipe.
   —Por supuesto. ¿No es por eso por lo que me has despertado depositando un beso en mis pálidos labios rosados?
   —Pero mi querida Bella Durmiente, ¿y no nos aburriremos?
   —No entiendo de qué hablas. Pero si la felicidad es esto.
   El Príncipe calló confuso y no discutió más, porque no quería quedar mal. Pero al cabo de un tiempo volvió a intentarlo, esta vez tratando de presentar su punto de vista subjetivo como una verdad objetiva. 
   —Verás, mi querida Bella Durmiente, desde el punto de vista subjetivo estoy totalmente de acuerdo contigo, pero objetivamente las cosas están así: yo soy un Príncipe Errante, programado, es decir, destinado a recorrer el mundo en busca de Bellas Durmientes. Cada vez que veo una Bella Durmiente, me acerco y deposito un beso en sus pálidos labios rosados. Entonces ella se despierta, pero lo que pasa después ya no es de mi incumbencia. Así que yo tendría que ponerme de nuevo en camino.
   —¿De qué Bellas Durmientes me estás hablando? Pero si soy yo la Bella Durmiente.
   —¡Oh, sí! Por supuesto. Es decir, Bella, evidentemente, pero ya no Durmiente. Tú ya no duermes, mientras que otras, pobrecitas, siguen durmiendo profundamente esperando que alguien las despierte.
   —¿Qué otras?—preguntó la Bella Durmiente en un tono tal que el Príncipe prefirió no desarrollar el tema. —Las que sean. No tiene importancia.
   A la Bella Durmiente le bastó esta respuesta incompleta, porque como ya se ha dicho era juiciosa. Sólo que ahora fue ella la que intentó presentar al Príncipe su punto de vista subjetivo de una manera objetiva:
   —Tienes razón en eso de que soy Bella pero ya no Durmiente. Pero al fin y al cabo has sido tú quien me ha despertado, y ahora ya no volveré a dormir. De modo que si tú ahora te
marchas y no te puedo tener más entre mis brazos, ¿quién seré yo y qué será de mí?
   El Príncipe se puso triste.
   —Realmente es un problema y cada vez estoy más convencido de que este cuento está muy mal escrito. El autor nos ha programado de una manera que todo cuadra hasta cierto momento, pero después empiezan las contradicciones. Quedémonos, pues, en esta posición y tal vez el autor se dé cuenta, borre, añada o cambie algo... Y quizá la cosa se aclare...
   Eso dijo el Príncipe, aunque la espalda le dolía cada vez más; sin embargo entendía la situación de la Bella Durmiente y simpatizaba de veras con ella. Así que seguían igual; pero ni la Bella Durmiente era feliz, porque no tenía la seguridad de que seguirían así para siempre, ni tampoco el Príncipe, porque no estaba seguro de que sólo sería por un tiempo. Hasta que al cabo el Príncipe dijo:
   —Me gustaría fumar, pero se me han acabado las cerillas. ¿Me permites que vaya un momento a por ellas?
   —Pero ¿volverás? —preguntó la Bella Durmiente, ya que era juiciosa.
   —Claro que volveré. Sólo voy a por cerillas y en seguida estoy de vuelta. Tengo unas ganas bárbaras de fumar.
   La Bella Durmiente se quedó pensativa. Por un lado su buen juicio le imponía escepticismo, por otro su bondad—y como se ha dicho era buena—hacía que le diese pena el Príncipe atormentado por la avidez de nicotina. ¿Cómo se puede torturar así al amado? Y dijo con tristeza, pues el buen juicio y la bondad no se ponían de acuerdo:
   —Ve.
   Y el Príncipe se marchó. Era verdad que tenía ganas de fumar y que necesitaba cerillas, en este sentido era sincero. En cuanto a lo demás... Tenía la esperanza de que gracias a esta verdad parcial podría apagar sus remordimientos de conciencia respecto a todo el asunto. Porque todo lo demás era mentira. Así que el Príncipe tenía la esperanza de que con una verdad parcial compensaría en su conciencia la mentira total. Pero era una esperanza infundada.
   Hasta qué punto era infundada su esperanza lo supo en seguida. Porque como castigo fue convertido en un repugnante sapo. Y seguirá siendo un sapo hasta que —ya según otro cuento—encontrará a cierta Bella de tan buen corazón que, haciendo caso omiso de la asquerosidad del batracio, depositará con sus pálidos labios rosados un beso sobre el pustuloso morro. Sólo entonces volverá a convertirse en Príncipe.  

 
SLAWOMIR MROZEK, La vida difícil, Quaderns Crema, Barcelona, 1995, páginas 91-95.

martes, 17 de enero de 2012

DOMINGO EN EL PARQUE, Bel Kaufman



DOMINGO EN EL PARQUE

   Aún hacía calor al sol del final de la tarde, y los ruidos de la ciu­dad llegaban amortiguados entre los árboles del parque. Ella dejó el li­bro en el banco, se quitó las gafas de sol y suspiró llena de contento. Morton leía el cuadernillo del Times Magazine, con un brazo sobre el hombro de ella; su hijo de tres años, Larry, jugaba con la arena: una leve brisa abanicaba suavemente el cabello de ella contra su mejilla. Eran las cinco y media de un domingo por la tarde, y la pequeña zona para jugar, habilitada en una esquina del parque, estaba casi desierta. Los columpios y los balancines permanecían inmóviles y abandonados, los toboganes vacíos, y sólo en el rincón de la arena se vela a dos niños pequeños agachados el uno junto al otro, muy ocupados. Qué bien se está aquí, pensó ella, y casi sonrió de pura sensación de bienestar. Tenían que salir a tomar el sol con mas frecuencia; Morton estaba tan pálido, toda la semana encerrado en esa gris universidad, con pinta de fabrica. Le apretó el brazo cariñosamente y echó una ojeada a Larry, encantada de ver el pequeño rostro afilado, ceñudo ahora de tanto con­centrarse en el túnel que estaba cavando. El otro chico se levantó de pronto y, con un brusco y deliberado movimiento de su brazo regor­dete, descargó sobre Larry la pala llena de arena; casi le da en la ca­beza. Larry siguió cavando, y el otro niño se quedó allí de pie, con la pala levantada, impasible, como si no hubiera pasado nada.
   —No, niño, no —le recriminó ella con el dedo en alto, al tiempo que trataba de buscar con la mirada a la niñera o la madre del niño—. La arena no se tira. Se puede meter en los ojos y duele. Se juega con cui­dado, ahí, en esa arena tan bonita.
   El niño la miró imperturbable, en actitud expectante. Tendría la edad de Larry, pero debía de pesar cuatro o cinco kilos más, era un niñito fornido sin la ligereza y la sensibilidad de expresión de Larry. ¿Dónde estaba su madre? Las únicas personas que quedaban en la zona de juegos eran dos mujeres y una niña con los patines puestos que se iban ahora por la salida, y un hombre sentado en un banco unos me­tros mas allá. Era un hombre grande, y parecía que ocupaba el banco entero con el suplemento de humor del domingo, abierto muy cerca de la cara; ella imaginó que sería el padre del niño. Sin levantar siquie­ra la vista del tebeo escupió con pericia por la comisura de la boca. Ella apartó los ojos.
   En aquel instante, con la misma rapidez de antes, el niño volvió a arrojarle una palada de arena a Larry. Y esta vez, parte de ella fue a darle en el pelo y en la frente. Larry miró a su madre, con la boca indecisa; según su expresión el se echaría a llorar o no.
   El primer instinto de ella fue correr hacia su hijo, quitarle la arena del pelo y castigar al otro niño, pero se contuvo. Siempre estaba di­ciendo que lo que ella quería era que Larry aprendiera a ganar sus pro­pias batallas.
   —No hagas eso, niño —dijo con voz severa, inclinándose hacia ade­lante sin levantarse del banco—, ¡no tires arena!
   El hombre del otro banco movió la boca, como para volver a escu­pir, pero lo que hizo fue hablar. A ella ni la miró, sólo al niño:
   —Sigue tirando toda la arena que quieras, Joe —dijo, alzando la voz—, el rincón de la arena es de todos.
   Ella sintió una súbita debilidad en las rodillas y lanzó una mirada a Morton. Éste se había dado cuenta de lo que ocurría. Dejó el Times cuidadosamente en el regazo y volvió su rostro fino y enjuto hacia el hombre, sonriéndole con la misma sonrisa tímida y llena de excusas que podría haberle dirigido a un estudiante para llamarle la atención por un error. Y cuando se dirigió al hombre fue con su tono razonable de siempre:
   —Tiene usted toda la razón —le dijo con amabilidad—, pero precisa­mente por tratarse de un lugar público...
   El otro levantó la vista del tebeo y miró a Morton. Le miró de arriba abajo, despacio, con premeditación:
   —¿Y qué? —Su voz insolente estaba llena de amenazas—. Mi hijo tiene tanto derecho como el suyo, y si le da la gana de tirar arena pues la ti­rara, y si a usted le parece mal no tiene mas que sacar a su hijo de ahí de una puñetera vez.
   Los niños escuchaban, boca y ojos abiertos de par en par, con las palas olvidadas en las manitas. Ella notó cómo se tensaba el músculo de la mandíbula de Morton. Raras veces se enfadaba; casi nunca perdía el dominio de sí mismo. Se sintió invadida de ternura por su marido y de una rabia impotente contra aquel hombre por ponerle en una situación tan ajena y tan desagradable para él.
   —Bueno, un momento —dijo Morton cortésmente—, tiene que com­prender...
   —Ande, cierre el pico —dijo el otro.
   El corazón de ella comenzó a latir agitadamente. Morton se levantó a medias; el Times se cayó al suelo. Despacio, el otro se levantó también. Dio un par de pasos hacia Morton y luego se detuvo. Dobló sus grandes brazos, esperando. Ella juntó las rodillas, que le temblaban. ¿Habría violencia?, ¿pelearían? Qué absurdo, qué increíble... Tenía que hacer algo para impedirlo, pedir socorro. Quiso poner la mano en la manga de su marido, tirar de el para que se sentara, pero, por alguna razón, no lo hizo.
   Morton se ajustó las gafas. Estaba muy pálido.
   —Esto es ridículo —dijo—, he de pedirle...
   —¿Ah, sí? —dijo el otro. Tenía las piernas abiertas, se balanceaba un poco, mirando a Morton con el más absoluto desdén—, ¿usted, y cuántos más?
   Durante un momento los dos hombres se miraron cara a cara. Luego, Morton le volvió la espalda al otro y dijo, sin alzar la voz:
   —Venga, vámonos de aquí.
   Fue hacia el rincón de la arena; andaba torpemente, cojeando casi, al tratar de afectar naturalidad. Se inclinó y sacó de allí a Larry levantándole en vilo con pala y todo.
   Larry cobró vida inmediatamente; su rostro perdió la expresión de éxtasis que tenía y se puso a patalear y a llorar:
   —No quiero irme a casa, quiero jugar más, no quiero cenar, no me gusta la cena...
   Aquello fue como una salmodia interminable, mientras caminaban arrastrando al niño entre los dos, y el hincaba los pies en el suelo. Para llegar a la salida tenían que pasar junto al banco donde el hombre había vuelto a repantingarse. Ella puso buen cuidado en no mirarle. Con toda la dignidad de que fue capaz tiró de una manita de Larry, sudo­rosa y llena de arena, mientras Morton tiraba de la otra. Despacio y con la cabeza alta salió de la zona de juegos con su marido y su hijo.
   Sintió alivio, primero, al pensar que se había evitado una pelea, que nadie había resultado herido. Y, sin embargo, había debajo una capa de algo distinto, de algo pesado e ineludible. Se dijo que aquello había sido más que un simple incidente desagradable, más que una derrota de la razón contra la fuerza. Sentía vagamente que tenía que ver con ella y con Morton, que era algo claramente personal, familiar, importante.
   De pronto habló Morton:
   —No habría demostrado nada.
   —¿Qué? —preguntó ella.
   —La pelea. Lo único que habría demostrado es que el otro es más grande que yo.
   —Por supuesto —dijo ella.
   —El único desenlace posible —continuó él, razonablemente— habría sido, ¿cuál? Pues esto: mis gafas rotas, puede que hubiera tenido que ponerme una o dos muelas nuevas, dos días sin poder ir a trabajar, y a santo de qué?, ¿de la justicia?, ¿de la verdad?
   —Por supuesto —repitió ella.
   Apresuró el paso. Lo único que quería era volver a casa y sumirse en sus tareas domesticas; a lo mejor, entonces se le iría la sensación que se le había pegado al corazón como un esparadrapo. Qué matón más estúpido, más despreciable, pensó, tirando mas fuerte de la mano de La­rry, que seguía llorando. Hasta entonces, siempre se había sentido llena de ternura y pena ante aquel cuerpecito indefenso de frágiles brazos, hombros estrechos y omoplatos agudos como alas, piernas inseguras y delgadas, pero ahora sentía la boca tiesa de resentimiento.
   —Anda, deja de llorar —dijo, con dureza—, ¡Estoy avergonzada de ti!
   Se sentía como si fueran los tres pisando fango por la calle. El niño se puso a llorar más fuerte.
   Si se hubiera tratado de algún principio, pensó, si hubiera habido algo  justificase una pelea... Pero ¿qué otra cosa habría podido hacer él? ¿Dejarse pegar? ¿Tratar de educar al otro? ¿Llamar a la policía?” Oiga, guardia, hay un hombre ahí en el parque que no piensa decirle a su hijo me no le tire arena al mío...” El asunto era así de tonto, no valía la pena seguir dándole vueltas.
   —¿No puedes hacerle callar, por Dios bendito? —preguntó Morton, molesto.
   —¿Y que crees que estoy tratando de hacer? —dijo ella.
   Larry tiraba para atrás, arrastrando los pies.
   —Pues si no sabes tu meterle en cintura tendré que hacerlo yo —cortó Morton, dando un paso hacia el niño.
   Pero la voz de ella le paró en seco. Le sorprendió oír su propia voz, delgada, fría y empapada en desprecio:
   —¿Ah, sí? —fue lo que se oyó decir a sí misma—, ¿tú, y cuántos más?


BEL KAUFMAN

ROBERT SHAPARD & JAMES THOMAS, Ficción súbita, Anagrama, Barcelona, 1989 (1986), pp. 36-39.

lunes, 16 de enero de 2012

[COSAS DE LA ABUELA], Quino

—NO, NADA; COSAS DE LA ABUELA, QUE SE PASA HORAS EN SU MECEDORA, PENSANDO, Y DEJA LUEGO SUS RECUERDOS DESPARRAMADOS POR CUALQUIER PARTE.



QUINO, El País Semanal, 15 de marzo de 1997.

domingo, 15 de enero de 2012

CAPERUCITA, Slawomir Mrozek

 CAPERUCITA

   Caperucita Roja iba por el bosque. Llevaba una cesta llena de provisiones y estaba muy aburrida.
   “Lo peor de todo es que cuando llegue a mi destino y vea a ese asqueroso lobo tendré que fingir que no sé de qué va la historia. Le haré unas preguntas estúpidas: Abuela, ¿por qué tienes esas orejas tan puntiagudas, por qué tienes los dientes tan grandes...? Después me dejaré comer y en el estúpido epílogo un valiente guardabosques destripará al lobo y nos liberará a la abuela y a mí. Y después vuelta a empezar con lo mismo. Vaya grafómano de imaginación tan morbosa el que ha escrito este cuento“.
   Caperucita Roja dio una patada a un matamoscas que se encontraba en su camino.
   “Al menos eso —pensó con satisfacción observando la seta desintegrada— no estaba previsto en el programa. Pero semejantes pequeñas arbitrariedades no compensan el principio determinista“.
   He aquí la casita de la abuela. Caperucita Roja suspiró y llamó a la puerta.
   —Adelante— le contestó una voz. Entró. La Falsa abuela estaba en la cama, como de costumbre. Caperucita Roja dejó la cesta con la comida en la mesa y se sentó en la silla junto a la cama.
   —Abuela, ¿por qué tienes las orejas tan puntiagudas?— empezó a recitar pensando en otra cosa.
   La Abuela/lobo contestó algo, pero Caperucita Roja ni siquiera lo oyó, pues sabía de antemano lo que iba a oír. Pasó pues a la segunda frase.
   —Abuela, ¿por qué tienes los dientes tan grandes?
   —...oño— dijo la abuela.
   —¿Qué?— preguntó Caperucita Roja, ya que estaba tan aburrida y pensaba con tanta intensidad en otra cosa, que sólo oyó “oño“ al final, y este “oño“ no le cuadraba con el texto consagrado. La respuesta debía haber sido: “Para comerte mejor“.
   —He dicho que estoy hasta el moño, querida. Si una vez más te parece que esto es un cuento y no la realidad y que yo no soy tu abuela, sino un lobo disfrazado, te equivocas de medio a medio. Y ahora enséñame lo que has traído para comer.
   Caperucita Roja suspiró aún más profundamente que antes y bajó la cabeza. Comprendió que el verdadero aburrimiento no había hecho más que empezar.

SLAWOMIR MROZEK, La vida difícil, Quaderns Crema, Barcelona, 1995, páginas 89-90.

sábado, 14 de enero de 2012

WHO BY FIRE, Giovanna Pessi, Susanna Wallumrod

GIOVANNA PESSI & SUSANNA WALLUMROD, If grief could wait, ECM, 2011.

**********
WHO BY FIRE

And who by fire, who by water,
Who in the sunshine, who in the night time,
Who by high ordeal, who by common trial,
Who in your merry merry month of may,
Who by very slow decay,
And who shall I say is calling?

And who in her lonely slip, who by barbiturate,
Who in these realms of love, who by something blunt,
And who by avalanche, who by powder,
Who for his greed, who for his hunger,
And who shall I say is calling?

And who by brave assent, who by accident,
Who in solitude, who in this mirror,
Who by his ladys command, who by his own hand,
Who in mortal chains, who in power,
And who shall I say is calling?    


GIOVANNA PESSI & SUSANNA WALLUMROD


LEONARD COHEN, Live in London

viernes, 13 de enero de 2012

EL NEGRO, Rosa Montero


EL NEGRO

   Estamos en el comedor estudiantil de una universidad alemana. Una alumna rubia e inequívocamente germana adquiere su bandeja con el menú en el mostrador del autoservicio y luego se sienta en una mesa. Entonces advierte que ha olvidado los cubiertos y vuelve a levantarse para cogerlos. Al regresar, descubre con estupor que un chico negro, probablemente subsahariano por su aspecto, se ha sentado en su lugar y está comiendo de su bandeja. De entrada, la muchacha se siente desconcertada y agredida; pero enseguida corrige su pensamiento y supone que el africano no está acostumbrado al sentido de la propiedad privada y de la intimidad del europeo, o incluso que quizá no disponga de dinero suficiente para pagarse la comida, aun siendo ésta barata para el elevado estándar de vida de nuestros ricos países. De modo que la chica decide sentarse frente al tipo y sonreírle amistosamente. A lo cual el africano contesta con otra blanca sonrisa. A continuación, la alemana comienza a comer de la bandeja intentando aparentar la mayor normalidad y compartiéndola con exquisita generosidad y cortesía con el chico negro. Y así, él se toma la ensalada, ella apura la sopa, ambos pinchan paritariamente del mismo plato de estofado hasta acabarlo y uno da cuenta del yogur y la otra de la pieza de fruta. Todo ello trufado de múltiples sonrisas educadas, tímidas por parte del muchacho, suavemente alentadoras y comprensivas por parte de ella. Acabado el almuerzo, la alemana se levanta en busca de un café. Y entonces descubre, en la mesa vecina detrás de ella, su propio abrigo colocado sobre el respaldo de una silla y una bandeja de comida intacta.

ROSA MONTERO, El negro, El País, Madrid, 17/11/2005.

FOTOGRAFÍA: LUIS CALLE

jueves, 12 de enero de 2012

MENDIGOS, Antonio Ferres



MENDIGOS

A Mercedes Alonso Merino

   El hombre de los grandes ojos azules tendría poco más de cincuenta años. Se había sentado en uno de los últimos escalones de la calle en cuesta que descendía hacia la Avenida. Tenía unas manos blancas y delicadas que asomaban por las mangas del raído chaquetón. Puso un plato de metal en el suelo, cuando oyó los pasos en la escalera. Realmente se dio cuenta entonces de que el anciano que bajaba apoyándose en el pasamanos de hierro estaba mirándole. Quizás llevaba un buen rato fijándose en él. Iba vestido con elegancia, con un abrigo de lana, un pañuelo de seda anudado al cuello y un sombrero muy nuevo de color negro.
   —Señor, es sólo para comer algo —susurró.
   El anciano notó que el hombre de los ojos azules tenía un leve acento extranjero, casi imperceptible. No era desde luego joven, uno de esos muchachos que llegaban a la aventura desde sus destruidos países. El hombre de los grandes ojos azules podía haber sido algo en alguna parte, a lo mejor un profesor o un juez, y probablemente tendría esposa e hijos y amigos, sabía Dios dónde.
   —Es solamente para comer algo —repitió
    Mirando al anciano, todavía ágil, pero más de veinte años mayor que él, se daba cuenta de que la vida le había tratado bien, que le había situado en un mundo confortable y quizás feliz.
    Mientras el anciano se buscaba unas monedas en el bolsillo del abrigo, bajaba los ojos. No se atrevía a mirarle. Por la lentitud de movimientos de las manos, calculaba que tenía que ser de mayor edad de la que representaba a primera vista. Le oía jadear. Aunque fuera muy viejo seguramente también era rico, y aunque viviera solo, probablemente tendría al menos una sirvienta y quizás un gato que le harían compañía.
    —Gracias, señor.
    Al fin, después de tanto esperar sólo le había dado un puñado de monedas. Miró el platillo metálico. Ningún billete. Ni siquiera uno pequeño de cinco euros.
    El anciano seguía imaginando que debieron de ser irreparables los fracasos que llevaron a la mendicidad al hombre de los ojos azules. No solamente fracasos económicos o políticos sino algún drama personal, íntimo. A lo mejor alguna vez tuvo una hermosa mujer que había muerto o le había abandonado y unos hijos que ahora se desentendían de él o que también habían desaparecido. Sentía mucho no haber cruzado algunas palabras con aquel hombre. Se culpaba de su propia timidez o de su indiferencia. Se daba cuenta el anciano de que en el fondo de la soledad existía un gran parecido entre el mendigo y él. Mientras caminaba despacio por la acera de la Avenida, mirando la riada de automóviles y autobuses que corrían por la calzada no podía quitarse de la cabeza la necesidad que sentía de encontrar de nuevo a aquel extranjero. Le entregaría por lo menos un billete de diez euros, y quizás se atreviera a preguntarle algo más de su vida. Como le daba reparo retroceder sobre sus propios pasos, se adentró por una de las bocas de calle y trató de regresar a la acera de la Avenida, y de llegar a la escalinata, en dirección opuesta. A lo mejor el hombre de los ojos azules y él se sinceraban entonces de alguna forma.
   Caminaba lo más de prisa que podía.
   En la Avenida se agrupaba la gente ante los escaparates iluminados de las tiendas de ropa elegante y las joyerías. Todavía no iba a oscurecer, pero todas las luces estaban encendidas, luces amarillas, blancas o azules. Parpadeaban o producían destellos como de bengalas antiguas, en una verbena de un remoto verano imposible de recordar. Poco más allá, había una mujer joven desmayada en el suelo. Llegó en ese momento una ambulancia. Y también aparecieron varios guardias.
   —Sigan sin detenerse, por favor.
   —Seguramente se trate de un coma etílico... Vamos, de una borrachera —dijo alguien.
   El anciano avanzaba abriéndose paso entre el gentío. Se oían sirenas de la policía, o de los bomberos, o de una nueva ambulancia. Ya cerca de las escalinatas —por las que había bajado la primera vez— la acera estaba medio vacía. Vio a dos hombres que conversaban a la puerta de una farmacia. Estaban comentando que habían atracado a mano armada, una de las joyerías importantes de la Avenida. Decían que un tipo solitario se había llevado un puñado de joyas. Miró el anciano hacia la escalinata. No estaba allí el mendigo de los grandes ojos azules. Giró la vista buscándole inútilmente por todos los alrededores. Notaba una gran frustración. Y se de tuvo un rato jadeante. No sabía cómo podría encontrarle. Ni en qué albergue o esquina se hallaría ahora. Permaneció allí unos minutos esperándole, por si acaso regresaba. Se le nublaba un poco la vista, y descansó apoyado en la fachada de un edificio. Luego, estuvo imaginando que, a lo mejor, el mendigo había sido el atracador. Se había llevado un montón de joyas. Seguramente en alguna parte del mundo tenía una mujer o un compañero con quien disfrutar y compartir la ganancia. Y le daba alegría pensarlo. Lo que no lograba era escapar de aquel mareo, borrar de sus ojos la niebla que le impedía seguir caminando. Estaba seguro de que lo que no quería era desmayarse, caer al suelo. Desde luego no quería morir. Tampoco quería riquezas ni poder. Pensó que en lo que verdaderamente se parecía al mendigo de los ojos azules era en aquella mirada brillante que representaba un ansia inmensa de estar vivo. Miraba el anciano la Avenida, la gente y los edificios, que existían tras la niebla. Y notaba que sólo era sagrada aquella certidumbre del mundo.

ANTONIO FERRES, El caballo y el hombre y otros relatos, Gadir, Madrid, 2008, pp. 35-38.


ILUSTRACIÓN: JOSÉ GUTIÉRREZ SOLANA

miércoles, 11 de enero de 2012

LA NIÑA FEROZ, Fabián Vique


LA NIÑA FEROZ

Abuelita, abuelita. Qué lifting tan increíble te has hecho.

FABIAN VIQUE

Mil y un cuentos de una línea, Thule Ediciones, Barcelona, 2007, página 142.

martes, 10 de enero de 2012

UNA CASA DE PALABRAS, Gustavo Martín Garzo


UNA CASA DE PALABRAS

   La noche es la oscuridad, la amenaza, un mundo no controlado por la razón, y todos los niños la temen. Llega la hora de acostarse y, a causa de ese temor, no quieren quedarse solos en sus camas. Es el momento de los cuentos, que son un procedimiento retardatorio. Quédate un poco más, es lo que dicen los niños a los adultos cuando les piden un cuento. Y el adulto, que comprende sus temores, empieza a contárselo para tranquilizarles. Muchas veces improvisa ese cuento sobre la marcha, pero otras recurre a historias que ha escuchado o leído hace tiempo, tal vez las mismas que le contaron de niño los adultos que se ocupaban de él. En esas historias todo es posible, que los objetos vivan, que hablen los animales, que los niños tengan poderes que desafían la razón: el poder de volar o de volverse invisibles, el poder de conocer palabras que abren las montañas, el poder de burlar a gigantes y brujas y de ver el oro que brilla en la oscuridad de la noche. Lo maravilloso hace del mundo una casa encantada, tiene que ver con el anhelo de felicidad. El adulto quiere que el niño que ama sea feliz y ese deseo le lleva a contarle historias que le dicen que es posible encontrar en el mundo un lugar sin miedo. Son historias que proceden de la noche de los tiempos. Han pasado de unas generaciones a otras, y se mantienen tan sugerentes y nuevas como el día en que fueron contadas por primera vez. El que narra, escribe Walter Benjamin, posee enseñanzas para el que escucha. La enseñanza de La Bella y la Bestia es que hay que amar las cosas para que se vuelvan amables; la de La Bella durmiente que en cada uno de nosotros hay una vida dormida que espera despertar alguna vez; la de La Cenicienta, que lo que amamos es tan frágil como un zapatito de cristal, y la de Hansel y Gretel que hay que tener cuidado con los que nos prometen el paraíso, con frecuencia esas promesas son una trampa donde se oculta la muerte. Peter Pan nos dice que la infancia es una isla a la que no cabe volver; Pinocho, que no es fácil ser un niño de verdad; La Sirenita que no siempre tenemos alma y que, cuando esto ocurre, se suele sufrir; y Alicia en el País de las Maravillas, que la vida está llena de repuestas a preguntas que todavía no nos hemos hecho.
   El niño necesita cuentos que le ayuden a entenderse a sí mismo y a los demás, a descubrir lo que se esconde en esa región misteriosa que es su propio corazón. Chesterton dice que los cuentos son la verdadera literatura realista, dando a entender que el que quiera saber lo que es un niño, antes de preguntar a psicólogos, pedagogos o alguno de esos numerosos expertos que tanto abundan, hará bien en regresar a los cuentos de hadas. Son ellos los que le permitirán asomarse al corazón de los niños y sorprender sus deseos, esperanzas y temores. Un cuento como La Cenicienta expresa esa búsqueda de la transfiguración que es la búsqueda más cierta de la vida, y uno como El patito feo, el temor a ser dejado de amar. Incluso los niños más queridos tienen el temor a que sus padres los rechacen porque tal vez no son como estos habían soñado. El patito que debe abandonar la granja en que vive, porque no hay nadie que lo quiera, expresa esos temores. El niño se identifica con él, porque ve en su abandono la imagen de su propia tristeza cuando se siente solo. Siempre pasa eso con los cuentos. Puede que no sean reales pero hablan de la verdad. Barba Azul lo hace del deseo de conocimiento; Juan sin Miedo, de la importancia de la compasión; Jack y las habichuelas mágicas, de que solo a través de la imaginación podemos abarcar la existencia en su totalidad. Estos tres cuentos resumen las cualidades de la palabra poética: el misterio (del cuarto cerrado), el temblor (del amor) y la capacidad de vincular (como las habichuelas mágicas) mundos que la razón separa: el mundo de los vivos y los muertos, el de los animales y los hombres, el de la realidad y el de la fantasía. Los cuentos le dicen al niño que debe enfrentarse a los misterios que le salen al paso, acudir a la llamada de los demás y salvar el abismo que separa su experiencia de las palabras. El guisante que, en el cuento de Andersen, no deja dormir a la princesa guarda el secreto de todo aquello que nos desvela y no hay forma de decir qué es. El secreto, en suma de la poesía. Pero los cuentos no solo son importantes por las enseñanzas que contienen, sino porque prolongan el mundo de las caricias y los besos de los primeros años de la vida y devuelven al niño al país indecible de la ternura. Paul Valéry dijo que la ternura era la memoria de haber sido tratados con atenciones extraordinarias a causa de nuestra debilidad. Ningún niño se olvida de esas atenciones. Ellos siempre buscan un lugar donde guarecerse, y el adulto levanta para ellos con cada cuento un lugar así. Da igual de qué traten, al sentarse a su lado en la cama lo que le dice al niño es que siempre estará allí para ayudarle. Tal es el mensaje de los cuentos: no te voy a abandonar. Un cuento es una casa de palabras, un refugio frente a las angustias que provocan las incertidumbres de la vida. Octavio Paz dijo que la misión de la poesía es volver habitable el mundo, y eso hacen los cuentos, crear un lugar donde vivir. De eso habla Los tres cerditos. Sus protagonistas deben levantar una casa en el bosque, para protegerse del lobo, y mientras uno, el más previsor, lo hace con ladrillos, los otros lo hacen con lo primero que encuentran. Es curioso que, aun siendo la moraleja del cuento que debemos ser previsores, el cerdito que prefieren los niños es el que levanta su casa con paja. No tarda mucho en terminar y enseguida se va de paseo por el bosque a descubrir sus maravillas. Bruno Bettelheim tiene un libro sobre el autismo infantil que se titula La fortaleza vacía. El niño autista percibe el mundo como hostil y, para defenderse, levanta una fortaleza de indiferencia y desapego a su alrededor. Y lo extraño es que cuanto más consistente y segura es esa fortaleza, más vacío está su interior. Es lo contrario a la casa de paja de nuestro cerdito. La suya es la casa de los cuentos: un lugar que nos protege lo justo para no separarnos del mundo. Una casa como la que Tarzán y Jane construyeron en la copa de un árbol, abierta a todas las llamadas de la vida.
   C. G. Jung ha dicho que uno de los dramas del mundo moderno procede de la creciente esterilización de la imaginación. Tener imaginación es ver el mundo en su totalidad. Los cuentos permiten al niño abrirse a ese flujo de imágenes que es su riqueza interior y aprender la realidad más honda de las cosas. Toda cultura es una caída en la historia, y en tal sentido es limitada. Los cuentos escapan a esa limitación, se abren a otros tiempos y otros lugares, su mundo es transhistórico. Por eso sus personajes son eternos peregrinos, como el alma de los niños. "Alma se tiene a veces. / Nadie la posee sin pausa / y para siempre", escribe Wislawa Szymborska. El poder de la poesía es dar cobijo a esa alma que busca un sitio donde pasar la noche antes de volverse a marchar. Y es en los cuentos de hadas donde se narran, de una forma más pura, esas andanzas del alma.


GUSTAVO MARTÍN GARZO, Una casa de palabras, El País, Madrid, 08 de enero de 2012.

Ilustración: EULOGIA MERLÉ

lunes, 9 de enero de 2012

LA NAVE DE LOS LOCOS, Pedro Gómez Valderrama


LA NAVE DE LOS LOCOS
         
   ...Suelo buscarme
                       en la ciudad que pasa como un barco de
                               locos por la noche...
                                                             Jorge Gaitán Durán.
         
         
                                             A Pedro Alejo Gómez Vila.
         
         
   Dijo el judío de Esmirna —llamado Zologub o Zal-al-Gaub—, que hacía muchos años que no se tenían noticias de la Nave de los Locos. Según él, la última que se había conocido la había recibido un tío de su abuelo en Salónica en la época de la desusada guerra de Crimea, pero no se sabía bien si acaso se la había confundido con una de las naves que transportaron las tropas británicas. Antes de aquel hecho, un ciego que recorría las calles de Praga había relatado muchos de los cruceros emprendidos por la Nave de los Locos: dijo que primero había sido marinero y luego timonel, pero que en una travesía marina, en la época anterior al verdadero descubrimiento de América, había navegado como pasajero, tal como les pasaba a todos los marineros de aquella nave, que apenas eran contagiados de la misteriosa enfermedad iban siendo reemplazados por otros pasajeros, hasta que todos llegaban a ser locos, y todos marineros.
   El capitán de la Nave de los Locos era en ese momento un chipriota cuyo nombre no recordaba el ciego, pero era algo como Spiridión. Dijo que era el más enfermo de todos, y que un día, pasando las columnas del Estrecho de Gibraltar, ordenó poner proa al occidente. La Nave de los Locos, empujada por un misterioso viento, enrumbó hacia el Mar Desconocido. Algunos sospecharon que podían ir hasta el borde del Mar Tenebroso, que en el sitio de la puesta del sol, siempre hacia Occidente, se despeñaba en el vacío, y en la nave hubo extraordinaria complacencia de todos, salvo de aquella loca que en la proa se quitaba y se ponía la túnica, y quedaba desnuda contra el sol de la tarde, y que en la noche era sometida al copioso infierno de la lujuria de los insanos.
   Pero el ciego dijo que dentro de la Nave no se notaba que fuesen locos; antes bien, el mundo, la humanidad de fuera, eran los afectados de locura; ellos se mantenían impasibles, a través de las tempestades y las calmas. Nadie sabía bien quién producía las provisiones, pero no faltaron éstas ni el agua dulce hasta que llegaron a la tierra desconocida, una tierra extraña de gigantes, de árboles varoniles e inmensos, de altas rocas acechantes, con mansos habitantes semidesnudos y adornados de plumas, que les traían presentes. Todo estuvo bien hasta que uno de los locos (el español, que había jurado llegar a la tumba de Santiago) mató a uno de los indios que no contestó a sus preguntas. Los indios les pusieron en la feroz alternativa de quedarse asimilados a ellos o partir para siempre. Algunos se quedaron, y fueron designados para cargos o tareas de responsabilidad. La loca desnudadora quiso quedarse, pero el capitán no lo permitió. Debieron regresar, y pasaron años navegando de retorno, hasta que por fin vieron costas que supusieron europeas, y llegaron a los puertos de Flandes cuando la loca daba a luz. En los puertos, la llegada de la Nave de los Locos fue un memorable antecedente. El ciego recuerda que en todo sitio que tocaban nadie sabía bien si se trataba de la Nave de los Locos o Nave de Peregrinos de Santiago. Los hombres de la Nave adoptaban entonces la figura más conveniente. De una de esas incursiones a puertos de Flandes (cuando ya hacía mucho se habla descubierto de nuevo la América, que ellos habían encontado antes sin que nadie les creyera), un pintor flamenco llamado Hyeronimus Bosch vino al navío, y pareció ser uno de nosotros. Pasó dos días navegando y haciendo dibujos. Dicen que el cuadro que pintó es una hermosa obra, y que en ella refleja exactamente lo que vio. El ciego, nostálgicamente decía: «En el cuadro yo soy el que aparece acostado, sometido a requiebros o golpes —¿no es casi igual?— de la mujer, mientras el fraile y la monja cantan, otros beben desnudos consumidos en el agua, y el búho que nunca se movió del mástil mira con prevención conmovedora. Decía el ciego que en el barco iba, también, la loca Margot, a la cual vio Peter Brueghel alimentando la boca del Infierno. Su dramática situación se empeoraba a bordo, porque buscaba la boca del Infierno sin hallarla, y sin atender lo que el fraile le decía, que tal vez ella misma la llevaba en el cuerpo, o que todos estábamos de la boca del Infierno; que era el mar.
   Dijo el ciego que cuando navegaban por el Rhin embarcaban en vez de agua odres de vino, y los locos se convertían en ebrios. Cantó confusamente el viaje a Compostela, la entrada por las rías de Galicia, los locos peregrinos que caminaron hacia el apóstol Santiago desde el puerto memorable, y el barco solo, que esperó como una persona, sin que nadie distinto del pasaje pudiese subir a él.
   Nadie sabe por qué, la Nave de los Locos se hizo a la mar, hacia Castilla del Oro, y un día entraron por las bocas fangosas del Río Grande de la Magdalena, y empezaron a remontarlo, difícilmente, entre troncos, lianas y caimanes, bajo el tórrido sol, desfilando entre selvas y montañas agudas, y llegaron a los turbiones. De pronto se encuentran en una ciudad blanca; el ciego, que ahora es dominicano, y que desciende de un eventual marinero de La Pinta, dice que la ciudad se llama San Bonifacio, y están caminando por las calles; al regresar a la nave, ésta es distinta, tiene un inmenso letrero blanco, en letras muy difíciles de descifrar, dice: «... SALUD...», y otras palabras que no alcanzan a entender, la nave tiene grandes ruedas acolchadas y ojos de luz, los suben a golpes, y el chófer grita preguntando si subieron todos los locos, cierran la compuerta y el camión comienza a rodar, primero por la llanura, luego atraviesa un gran puente de hierro y comienza a trepar las grandes curvas de la carretera; con la lona y un tronco que hay en el camión, los locos hacen el mástil y la vela, el español puede por fin descifrar el nombre de la nave, «...SALUD... SECRETARÍA DE...». Y abajo el nombre de la ciudad, del Departamento, San Bonifacio, en lujosas letras. El búho se trepa de nuevo en la punta del mástil, ya es el crepúsculo tardío. El ayudante del camión les dice: «A las ocho llegamos a Bogotá...», pero estalla un neumático. Los locos ayudan a repararlo, mientras la loca mujer se desviste y se viste sobre la plataforma del camión, sobre el puente de la nave      «SECRETARÍA DE SALUD» los locos danzan y suben de nuevo. El niño de la loca llora. El camión de los locos sigue andando hacia la cima de la montaña, con la vela inflada al revés, en la noche se pierden las arboledas, no hay sino una cinta gris, iluminada por los faros de la ilustre Nave de los Locos, que va llegando a la ciudad capital, donde cautelosamente el chófer y su ayudante, para cumplir su encargo, y desovillar las martillosas instrucciones, se detienen, una vez y otra, en una calle fantasmal, donde hacen bajar a un loco, a una loca, y los abandonan a la suerte de su soledad. Cada loco va recogiendo piltrafas, periódicos viejos., harapos, tarros de pintura, trozos de caucho, hasta que enciende una hoguera y hace luego una cama desolada en el recodo de una pared propicia. Finalmente, el chófer y su ayudante, el timonel y el capitán, abandonan la Nave de los Locos, con su mástil roto en que el búho se yergue todavía; y ya desocupado el cargamento, penetran la luminosa entrada del burdel.
                                      
PEDRO GÓMEZ VALDERRAMA, La nave de los locos, Alianza Editorial, Madrid, 1984, pp. 55-58.

domingo, 8 de enero de 2012

TENDER LA ROPA (1), Pep Bruno & Sebastíán Garreton


TENDER LA ROPA (1)
        
   Un hombre tiende su ropa: los calcetines de cuando recién nacido, después los bodies, los petos tan graciosos que llevaba en sus primeros pasos, las camisetas que parecen de muñeco, los primeros calzoncillos, el chándal con el que aprendió a ir en bici, los vaqueros que se puso la noche en la que dio su primer beso, la camisa de la graduación, los calcetines que estrenó con aquellos zapatos que se puso el primer día de trabajo, el chaleco que llevó en su boda, el pantalón corto de los viajes exóticos, el jersey de los inviernos en la casa del pueblo, la bufanda inseparable desde hace unos años. La camisa de su funeral.
              
PEP BRUNO

PAULA CARBALLEIRA, PABLO AMO, PEP BRUNO, PEPE MAESTRO & FÉLIX ALBO, 101 pulgas, Palabras del candil, Guadalajara, 2011, página 66.

sábado, 7 de enero de 2012

[EL PASADO ES...], Rafael Coloma


El pasado es una estampida de búfalos ciegos
que te aplasta cuando menos lo esperas.
(Manitú no está con nosotros)
        
RAFAEL COLOMA, El límite de los espejos, Brosquil, Valencia, p. 113.

viernes, 6 de enero de 2012

[ES INADMISIBLE...], Miguel Ángel Zapata



XXXV

Es inadmisible que tres decrépitos ancianos recorran ateridos las calles gélidas de la noche de enero.
Es inadmisible que lleguen cargados de paquetes a cada hogar y se les impida la entrada con vanas excusas.
Es inadmisible que parejas adultas los suplanten a cambio de tres tristes copitas de anís y unos pocos polvorones.
Es inadmisible que ya nadie reconozca su dignidad real.
Es inadmisible que dediquen su existencia a una actividad meramente representativa, que permanezcan ociosos los trescientos sesenta y cuatro días al año para una sola noche de trabajo obsoleto, como funcionarios de la nada.
Es comprensible que se hayan dado a la bebida por estos excesos de la caridad navideña que se repite de casa en casa, que hayan caído en la mendicidad, que los rellanos de ciertos hogares la mañana del seis de enero saluden el día feliz con el felpudo sembrado de excrementos.

MIGUEL A. ZAPATA, Revelaciones y magias, Traspiés, Granada, 2009, página 49.

LOS PADRES NO EXISTEN, SON LOS REYES MAGOS, Leandro Hidalgo


LOS PADRES NO EXISTEN, SON LOS REYES MAGOS

   Aun es de noche, sin embargo, debajo del pino de navidad los reyes magos ya me han dejado un regalo. Voy a la habitación de mis padres, todavía dormidos, a contarles urgentemente. Se los ve muy confundidos, boquiabiertos. Después de comentar preocupados algún asunto, abren el armario y me regalan, además, una bicicleta.

LEANDRO HIDALGO, Capacho, Macedonia, Morón, 2010, página 101.

TWELFTH NIGHT, Antonio Rivero Taravillo



TWELFTH NIGHT
        
Día de Reyes del 74.
Me parece recordar que aquel año
fue el monorraíl y el Monopoly,
o tal vez el balón de reglamento,
la estación de servicio, el Fort Apache:
        
juguetes para el niño.
                                    Ya el adulto
piensa en este presente más gozoso,
reúne en la memoria viejas piezas
y hoy termina el puzle de esos Reyes
en que se traza, plena, tu hermosura.
        
El seis de enero del 74:
ésa es la fecha en que naciste, amor.
        
Tú fuiste mi regalo ese día.
        
        
ANTONIO RIVERO TARAVILLO, Lejos, La Isla de Sistolá, Sevilla, 2011, página 21.

jueves, 5 de enero de 2012

miércoles, 4 de enero de 2012

DESPUÉS DE LA MUERTE DE ALGUIEN, Tomas Tranströmer

 DESPUÉS DE LA MUERTE DE ALGUIEN

Hubo una vez un choque
que dejó tras de sí una larga, pálida, reluciente cola de corneta.
Esta nos alberga. Hace borrosas las imágenes de la TV
Sedimenta como gotas frías en los tubos de ventilación.
        
Todavía se puede esquiar bajo el sol del invierno
entre sotos, donde aún cuelgan hojas del año pasado.
Parecen páginas arrancadas de viejas guías telefónicas
los nombres de los abonados devorados por el frío.
        
Aún sigue siendo hermoso sentir el latido del propio corazón.
Pero a menudo la sombra se siente más verdadera que el cuerpo.
El samurai parece insignificante
junto a su armadura de negras escamas de dragón.
        
        
TOMAS TRANSTRÖMER, El cielo a medio hacer, Nórdica, Madrid, 2010, página 83.

martes, 3 de enero de 2012

EL AMOR DE LOS LOCOS, Rafael Courtoisie


EL AMOR DE LOS LOCOS

   Un loco es alguien que está desnudo de la mente. Se ha despojado de sus ropas invisibles, de esas que hacen que la realidad se vele y se desvíe. Los locos tienen esa impudicia que deviene fragilidad y, en ocasiones, belleza. Andan solos, como cualquier desnudo, y con frecuencia también hablan solos («Quien habla solo espera hablar con Dios un día»).
   Más difícil que abrigar un cuerpo desnudo es abrigar un pensamiento. Los locos tienen pensamientos que tiritan, pensamientos óseos, duros como la piedra en torno a la que dan vueltas, como si se mantuvieran atados a ella por una cadena de hierro de ideas.
   El cerebro de un pájaro no pesa más que algunos gramos, y la parte que modula el canto es de un tamaño mucho menor que una cabeza de alfiler, un infinitésimo trocillo de tejido, de materia biológica que, con cierto aburrimiento, los sabios escrutan al microscopio para descifrar de qué manera, en tan exiguo retazo, está escrita la partitura.
   Pero desde mucho antes, y sin necesidad de microscopio ni de tinciones, el loco sabe que el canto del pájaro es inmenso y pesado, plomo puro que taladra huesos, que se mete en el sueño, que desfonda cualquier techo y no hay cemento ni viga que pueda sostener su hartura, su tamaño posible. Por eso algunos locos despiertan antes de que amanezca y se tapan los oídos con su propia voz, con voces que sudan de adentro, de la cabeza.
   Los pensamientos del loco son carne viva, carne sin piel. En el desierto del pensamiento del loco el pájaro es un sol implacable. El canto cae como una luz y un calor que le picara al loco en la carne misma de la desnudez.
   Pero la desnudez del loco es íntima: de tanto exhibirla queda dentro. Es condición interior, pasa desapercibida a las legiones de cuerdos cuya ánima está cubierta por completo de tela basta, gruesa, trenzada por hilos de la costumbre.
   El único instrumento posible para el loco, para defender su desnudez, es el amor. El amor de los locos es una vestimenta transparente. Esos ojos vidriosos, ese hilo ambarino que orinan por las noches, ese fragor y ese sentimiento copioso y múltiple que no alteran las benzodiazepinas, que no disminuye el Valium, permanecen intactos en el loco por arte del amor.
   Es un martillo, y una cuchara, y un punzón. Es todo menos un vestido, no cubre sino que atraviesa, no mitiga sino que exalta. El amor de los locos tiene una textura, un porte y una sustancia.
   La sustancia se parece al vidrio, pero es el vidrio de una botella rota.
   

RAFAEL COURTOISIE, Estado sólido, Visor, Madrid, 1996, pp. 34-35.

Ilustración: HOMBURG

lunes, 2 de enero de 2012

OTROS ESPEJOS, Jesús Ortega


OTROS ESPEJOS

   Él se asustó cuando a ella empezaron a sudarle las manos una tarde en que se besaban en el cine. Le pareció excesivo que lo esperase de madrugada a la puerta de su apartamento, soportando la humillación de verlo venir riéndose y abrazado a otras. Lo incomodaba que se hiciera la encontradiza en los bares, que le montara escenas de celos que espantaban a sus amigos. Casi la despreció cuando ella se le arrodilló en mitad de la calle los coches pitaban, divertidos o indignados, jurándole fidelidad eterna (y lo hizo muchas veces). Cuando él, entre curioso y halagado, dejó de tenerle miedo y le dio el sí, ella se echaba a llorar cada vez que lo hacían, lo que a todas luces se le antojaba excesivo. Y aunque se fueron a vivir juntos, él siguió contemplando con distancia e ironía sus manifestaciones de pasión, y no perdía oportunidad de martirizarla con sarcasmos, hasta que, cansada o convencida, ella comenzó a aceptar las ideas de él, a hacer suyos los razonables discursos sobre los intereses compartidos de aquello que los unía, de modo que se centró en sus estudios y encontró trabajo, un puesto exigente que la mantenía lejos todo el tiempo, y eligió su propio círculo de amistades, de la misma manera que ya había empezado a decidir cómo vestirse sin consultarle, mientras él iba volviéndose hogareño y sentimental y a menudo se quedaba mirándola en silencio, presa de una indecible ternura, y no había fin de semana en que no le escondiera por los rincones del hogar alguna sorpresa, algún regalo, algún detalle. En una ocasión ella le anunció que se marchaba de viaje con unos amigos; que le apetecía, y que no debía poner ningún impedimento. Otro día se despidió sin darle un beso; al siguiente lo saludó de vuelta con una mirada distraída. Su sentimiento crecía con cada nueva manifestación de desapego, y aunque al principio, por abnegación y orgullo, se mantenía callado, no tardó en expresarle su decepción y en aturdirla con letanías que a ella le resultaban francamente fastidiosas. Ella se alejaba, se alejaba, y él acudía a espiarla en secreto a la salida del trabajo, soportando la humillación de verla aparecer rodeada de hombres. Una noche, desesperado, le dijo que la necesitaba, y ella se echó a reír con una mueca descreída. Por la mañana se cortó mientras se afeitaba y dibujó con la sangre un corazón traspasado en el espejo del cuarto de baño, y cuando ella miró el espejo llena de asco y miedo y desdén, él pensó, con la maquinilla todavía en la mano, que el cielo en un infierno cabe, y que todo el sufrimiento del mundo era bien poca cosa comparado con la intensidad de su amor.


JESÚS ORTEGA, Calle Aristóteles, Cuadernos del Vigía, Granada, 2011, pp. 83-85.