sábado, 30 de junio de 2012

NOSTALGIA, Alejandro Jodorowski


NOSTALGIA

   Porque retrocedía creía volver, pero en realidad estaba avanzando de espaldas.


ALEJANDRO JODOROWSKY, El tesoro de la sombra, Siruela, Madrid, 2003, p.85.

CUADRO: VILHELM HAMMERSHOI

viernes, 29 de junio de 2012

LA PARÁBOLA DE LOS DIEZ DINEROS, Fernando Quiñones


LA PARÁBOLA DE LOS DIEZ DINEROS
        
   Y precisando María de diez dineros no osaba en su tímida ternura pedírselo a su Hijo amantísimo. Y llegó así, estando Jesús ausente, a necesitar muy mucho aquellos diez dineros. Y, en su azar, tomó el camino de la casa de su prima Isabel, a la que el tiempo había consumido casi por entero. Y le tomó la mano en su mano y le habló.
   —Prima mía Isabel, ahora te pido que tomes el camino de Samaria, y te llegues hasta donde está el Señor y le pidas diez dineros de que he menester.
   E Isabel, dejando su casa, salió al polvo del camino y anduvo bajo el sol hasta donde una gran multitud de pobres y ricos se espesaba alrededor de Jesús. Y, abriéndose paso entre las gentes, sé acercó a El y le habló.
   —Señor, tu madre.. y prima mía está necesitada de diez dineros y me manda a mí para que te pida esos diez dineros.
   Y Jesús habló.
   —Esta es la hora en que os pido me reunáis y me déis diez dineros, que no han de ser para mí como no ha de ser el Reino de los Cielos para el que no tenga su corazón como una granada abierta.
    Y todos. se excusaban diciendo que habían olvidado las bolsas.
   Y habló Jesús nuevamente.
   —Benditos sean, hermanos, el nombre de Dios y toda criatura del cielo, de las aguas, de la tierra y del limo.
   Y un cojo sanado huía por no prestar los dineros. Y dos ciegos que acababan de recobrar la vista, volvieron los ojos a otra parte. Y quienes estuvieron sordos no querían oír la voz del Señor.
   Y Jesús se volvió, a Isábel.
   —Ve, Isabel, y cli a María que las gentes no han dineros.
   Y dirigiéndose de nuevo a la muchedumbre extendió sus manos sobre un tullido y un leproso. Y el tullido anduvo. Y, los lamparones del leproso rodaron por el polvo de Judea.

FERNANDO QUIÑONES, La Guerra, el Mar y otros Excesos, Emecé, Buenos Aires, 1966, páginas 96-97.

jueves, 28 de junio de 2012

¿MADRE HAY UNA SOLA?, Alejandro Jodorowsky


¿MADRE HAY UNA SOLA?
        


   El hijo de la esquizofrénica tuvo siete madres.
        
        
ALEJANDRO JODOROWSKY, El tesoro de la sombra, Siruela, Madrid, 2003, p. 96.

miércoles, 27 de junio de 2012

PARA ACABAR DE UN VEZ CON EL DINOSAURIO, Fabián Vique


PARA ACABAR DE UN VEZ CON EL DINOSAURIO

   Entonces le dijo:
   —Perdón señor Dinosaurio, pero ¿me puede decir qué hace usted aquí, o qué hago yo en este lugar? Porque somos de realidades o por lo menos de tiempos diferentes, así que o usted está mal o yo estoy mal, o yo no soy lo que creo ser, o usted no es un dinosaurio real sino soñado o alucinado o vaya uno a saber qué. ¿Me puede sacar de una buena vez de toda esta confusión, de esta ambigüedad, de esta insoportable y angustiante bruma interpretativa?

   El dinosaurio no era muy afecto a la comunicación verbal y no le respondió. Luego lo aplastó con su enorme pata y empezó a comerlo lentamente a lo largo de los días hasta que el protagonista del célebre microrrelato quedó convertido en un puñado de huesos blancos y relucientes que todavía están allí.




Fabián Vique

martes, 26 de junio de 2012

EPISTEMOLOGÍA, Alejandro Jodorowsky


EPISTEMOLOGÍA
        
   Con tristeza, el camaleón se dio cuenta de que, para conocer su verdadero color, tendría que posarse en el vacío.
        
ALEJANDRO JODOROWSKY, El tesoro de la sombra, Siruela, Madrid, 2003, página 240.

lunes, 25 de junio de 2012

NOCTURNO EN QUE NADA SE OYE, Xavier Villaurrutia



NOCTURNO EN QUE NADA SE OYE

En medio de un silencio desierto como la calle antes del crimen
sin respirar siquiera para que nada turbe mi muerte
en esta soledad sin paredes
al tiempo que huyeron los ángulos
en la tumba del lecho dejo mi estatua sin sangre
para salir en un momento tan lento
en un interminable descenso
sin brazos que tender
sin dedos para alcanzar la escala que cae de un piano invisible
sin más que una mirada y una voz
que no recuerdan haber salido de ojos y labios
¿qué son labios? ¿qué son miradas que son labios?
Y mi voz ya no es mía
dentro del agua que no moja
dentro del aire de vidrio
dentro del fuego lívido que corta como el grito
Y en el juego angustioso de un espejo frente a otro
cae mi voz
y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura
como el hielo de vidrio
como el grito de hielo
aquí en el caracol de la oreja
el latido de un mar en el que no sé nada
en el que no se nada
porque he dejado pies y brazos en la orilla
siento caer fuera de mí la red de mis nervios
mas huye todo como el pez que se da cuenta
hasta ciento en el pulso de mis sienes
muda telegrafía a la que nadie responde
porque el sueño y la muerte nada tienen ya que decirse.

Xavier Villaurrutia

México. Literatura y arte contemporáneos, Revista Litoral, nº 251, Málaga, 2011, pp. 82-83.
Fotografía: Antonio Ruiz

domingo, 24 de junio de 2012

LACONISMO, Manuel Moyano


LACONISMO

   Mi vida puede resumirse en dos frases. Ya he gastado ambas.


MANUEL MOYANO, Teatro de ceniza, Menoscuarto, Palencia, 2011, página 103.

sábado, 23 de junio de 2012

FLOJEDAD PALINDRÓMICA, Raúl Brasca




FLOJEDAD PALINDRÓMICA

Olaf le ama el falo
¡Elévele!
Adán: nada
Eva le ama el ave
¡Elévele!
Adán: nada
Adán Onán anonada


viernes, 22 de junio de 2012

[TITILAN LAS PIEDRAS...], Natsume Soseki



Titilan las piedras
en el lecho del río:
el agua clara.


NATSUME SOSEKI, Haikús zen, Olañeta, Palma, 2012, página 57.

jueves, 21 de junio de 2012

EN EL ESPACIO EN BLANCO BAJO LÍNEA, Herta Müller




EN EL ESPACIO EN BLANCO BAJO LÍNEA
        
   La postal de la Cruz Roja de mi madre llegó al campo en noviembre. Un viaje de siete meses. En casa la enviaron en abril. Entonces el niño cosido ya llevaba nueve meses en el mundo.
   He colocado la postal con el hermano sustituto en el fondo de la maleta, junto al pañuelo blanco. En la postal sólo había una línea, y en ella no figuraba una sola palabra sobre mí. Ni siquiera en el espacio en blanco bajo la línea.
   En el pueblo ruso aprendí a mendigar comida. No quería mendigar a mi madre una alusión. En los dos años restantes me contuve para no contestar a la postal. El ángel del hambre me había enseñado a mendigar durante los dos años anteriores. En los dos restantes aprendí del ángel del hambre el orgullo puro y duro. Era tan brutal como resistir delante del pan. Era una tortura cruel. Cada día, el ángel del hambre me mostraba a mi madre alimentando a su hijo sustituto y pasando de largo junto a mi vida. Arreglada y saciada, vagaba por mi cabeza con su cochecito de niño de color blanco. Y yo la miraba desde todos los lugares donde yo no aparecía ni siquiera en el espacio en blanco bajo la línea.
        
HERTA MÜLLER, Todo lo que tengo lo llevo conmigo, Siruela, Madrid, 2010, p. 192.

miércoles, 20 de junio de 2012

EJEMPLO DEL REY Y SU FABULISTA, Pedro Alfonso de Huesca



XII

   "Un rey tenía un narrador que tenía la costumbre de contar cada noche cinco historias. Llegó una noche que el rey no pudo dormirse y pidió escuchar algunos cuentos más. El le contó entonces tres cuentos más, pero breves. El rey pidió aún más. Pero el narrador se negó: le pareció, en efecto, que ya había contado mucho. Entonces el rey dijo: "Me has contado muchas historias, pero eran muy breves. Yo quisiera que me contaras uno que tenga muchas palabras y entonces te dejaré ir a dormir". El narrador aceptó y comenzó así: "Había un paisano que poseía mil monedas. Éste partió para una feria donde compró dos mil ovejas, a seis denarios cada una. Hete aquí que, mientras volvía, se produjo una enorme inundación. Al no poder pasar por el puente ni vadeando, muy preocupado, se puso a buscar a alguien quien pudiera ayudarlo a pasar a sus ovejas. Encontró finalmente un pequeño esquife, en el que cabían con él solo dos ovejas. Pero, obligado por la necesidad, metió dos ovejas y pasó con ellas." Al llegar ahí el narrador se durmió. Pero el rey lo despertó y le ordenó terminar el cuento que había empezado. Entonces, el narrador dijo: "Se trata de un rió muy grande, la embarcación es muy pequeña y el rebaño innombrable. Deja pues que el paisano pase a todas sus ovejas y cuando termine contaré la historia que he comenzado". Y así el narrador calmó al rey ansioso por oír historias largas. Si insistes, pues, que yo agregue otras historias a las que ya te conté, me esforzaré de ajustar mi conducta a este ejemplo". Entonces el discípulo: "Está dicho en los antiguos proverbios que el dolor no es igual para aquel que llora por los objetos, que para el que llora por el dolor que siente. El narrador no amaba a su rey como tú me amas. Con sus cuentos quería darle placer de alguna manera, mientras que tú no es lo que buscas para el discípulo que yo soy. Es por lo que te suplico no interrumpir la historia empezada: continúa cuidadosamente a revelar las maquinaciones de las mujeres".

martes, 19 de junio de 2012

[SIN SABER POR QUÉ...], Natsume Soseki


Sin saber por qué,
me siento unido a este mundo
al que venimos solo a morir.

NATSUME SOSEKI, Haikús zen, Olañeta, Palma, 2012, página 128.

lunes, 18 de junio de 2012

PRIMER AVISO, Juan José Millás


PRIMER AVISO

   El otro día, en el contestador automático de mi teléfono, una voz angustiada había dejado el siguiente mensaje: “Mamá, soy yo, Cristina, que si puedo cenar hoy en tu casa, sólo te llamo para eso, para saber si puedo cenar contigo esta noche, avísame, por favor, no dejes de avisarme estaré toda la tarde aquí, soy Cristina”.
   Evidentemente, no soy la madre de Cristina, así que se quedó sin cenar la pobre, y yo también, pues no fui capaz de freír un par de huevos conociendo el drama de esa pobre chica. Algunas voces anónimas son como microorganismos que te infectan el día, y no hay Frenadol que las pare.
   Al día siguiente de lo de Cristina llegué a casa, le di a la tecla del contestador y alguien dijo: “Pedro, que lo de Luis, por fin, era maligno y encima Marisol se ha roto un brazo. A mamá no le hemos dicho nada todavía porque con las crisis respiratorias que tiene últimamente no lo soportaría. Nacho, por fin, va a repetir el COU”. Evidentemente, tampoco soy Pedro, no conozco a Luis ni a Marisol, y me importa un rábano que Nacho repita el COU, pero me amargó la vida esa acumulación de desgracias ajenas, qué quieren que les diga. Cuando llevas dos días seguidos escuchando mensajes de este calibre, el receptáculo donde se aloja la cinta del contestador empieza a parecerte un nicho ecológico donde se reproducen microorganismos perjudiciales para la salud emocional, así que desinfecté la cinta, pero al regresar del trabajo escuche: “Miguel, es la última vez que me das un plantón porque esta misma tarde me voy a suicidar”. Tampoco soy Miguel, pero estuve tres días con mala conciencia buscando una muerte violenta en la sección de sucesos, y así no se puede vivir.
   De manera que hoy, decidido a defenderme, he marcado al azar unos números hasta dar con un contestador en el que he grabado el siguiente mensaje: “Marta, que vengas en seguida porque Manolito se ha caído por el hueco de la escalera y Ricardo se ha tragado una cuchilla de afeitar, pero no me puedo mover de casa porque no tengo con quién dejar al bebé. Date prisa”. Ha sido un desahogo, la verdad, me he quedado más ancho que largo. Y pienso subir el tono si la guerra se prolonga. El que avisa no es traidor.

JUAN JOSÉ MILLÁS, Articuentos completos, Seix Barral, Barcelona, 2012, pp. 760-761.

sábado, 16 de junio de 2012

UNAGOTADESUERTEDEMÁS PARA IRMA PFEIFER, Herta Müller




UNAGOTADESUERTEDEMÁS PARA IRMA PFEIFER

   A finales de octubre llovían clavos de hielo. El guardia de escolta y el supervisor nos dieron instrucciones y regresaron enseguida a sus despachos calientes del campo de trabajo. En la obra comenzó un día tranquilo sin miedo a los gritos de los mandos.
   Pero en medio de ese día tranquilo, Irma Pfeifer gritó. A lo mejor SOCORROSOCORRO o YANOPUEDOMÁS, no lo escuchamos con claridad. Corrimos con palas y tablas de madera hacia la fosa del mortero, no con la suficiente rapidez, el jefe de obra ya estaba allí. Tuvimos que dejar caer todo lo que llevábamos en las manos. Ruki nazád, manos atrás: con la pala levantada, nos obligó a contemplar inmóviles el mortero.
   Irma Pfeifer yacía boca abajo, el mortero burbujeaba y se tragó primero sus brazos, después la manta gris trepó por encima de las corvas. Durante unos segundos que se nos hicieron  eternos, el mortero esperó con volantes rizados. Después, de repente, con un chapoteo, ascendió hasta la cadera. La masa se bamboleaba entre la cabeza y el gorro. La cabeza se hundió y el gorro ascendió. Con las orejeras abiertas, fue arrastrado despacio hasta el borde como una paloma hinchada. La parte posterior de la cabeza, rapada y llena de costras de las picaduras de los piojos, se mantuvo en la superficie como medio melón. Cuando también fue engullida y sólo asomaba la espalda, el jefe de obra dijo: Zhálko, óchen zháiko.
   Después nos empujó con la pala hasta el borde de la obra, hacia las, mujeres de la cal, y cuando nos juntamos gritó: Vnimanie liudéy. El acordeonista Konrad Fonn tuvo que traducir: Atención, si un saboteador quiere morir, que muera. Fila saltó dentro. Los albañiles lo han presenciado desde el andamio.
   Tuvimos que formar y marchar al patio del campo. Aquella mañana temprano hubo recuento. Aún llovían clavos de hielo, y nosotros estábamos por fuera y por dentro monstruosamente serenos en nuestro horror. Schischtvanionov vino corriendo desde su despacho y empezó a vociferar. Echaba espumarajos por la boca como un caballo acalorado. Arrojó sus guantes de cuero entre nosotros. Cuando caían, alguien tenía que agacharse y devolvérselos. Así una y otra vez. Después nos dejó a cargo de Tur Prikulitsch. Éste vestía un impermeable y botas de goma. Mandó contar, avanzar, retroceder, contar, avanzar, retroceder, hasta la hora del crepúsculo.
   Nadie sabe cuándo sacaron a Irma Pfeifer de la fosa del mortero ni dónde la enterraron. A la mañana siguiente el sol brillaba, frío y desnudo. Había mortero fresco en la fosa, como siempre. Nadie menciono lo sucedido el dia anterior. Seguro que algunos pensaron en Irma Pfeifer, en su buen gorro y en el estupendo traje de algodón, porque probablemente Irma Pfeifer fue a parar vestida bajo tierra, y los muertos no necesitan ropa cuando los vivos se mueren de frío.
   Irma Pfeifer quiso tomar un atajo y, cargada con el saco de cemento delante de la barriga, no vio dónde pisaba. El saco, empapado por la lluvia helada, se hundió primero. Por eso no pudimos verlo cuando llegamos a la fosa del mortero. Eso opinó el acordeonista Konrad Fonn. Se puede opinar lo que se quiera, saberlo con certeza no.


HERTA MÜLLER, Todo lo que tengo lo llevo conmigo, Siruela, Madrid, 2010, pp. 64-65.

NÁUFRAGOS, Esteban Padrós de Palacios



NÁUFRAGOS

   La balsa, abandonada a los caprichos de la corriente y sin ninguna voluntad que la rigiera. Unas tablas carcomidas. Un palo con unos calzoncillos flotando al viento. Dos hombres echados sin que el sol pudiese herir, ya, sus pupilas ausentes.
   —Tengo sed —dijo García, que era un náufrago vulgar.
   La balsa entraba, en aquel momento, en la playa de Miami. Canoas, bañistas, mujeres extraordinarias.
   —Oigo voces...
   —Espejismo —sentenció García, siempre mirando al sol.
   —Sí, espejismo...
   Los bañistas comentaron:
   —Qué gentes más raras. Ya no saben qué hacer para llamar la atención.
   —Yo lo encuentro de mal gusto...
   Y la corriente, poco a poco, arrastró de nuevo la balsa hacia el océano Atlántico.
   Los dos náufragos iban llegando a este punto en que resulta tan difícil morir...

ESTEBAN PADRÓS DE PALACIOS,  Aljaba, Rocas, Barcelona, 1958, p. 23.

viernes, 15 de junio de 2012

UNA MUJER CUENTA, Eduardo Galeano



 Junio
15
UNA MUJER CUENTA
        
   Varios generales argentinos fueron sometidos a juicio por sus hazañas cometidas en tiempos de la dictadura militar.
   Silvina Parodi, una estudiante acusada de ser protestona metelíos, fue una de las muchas prisioneras desaparecidas para siempre.
   Cecilia, su mejor amiga, ofreció testimonio, ante el tribunal, en el año 2008. Contó los suplicios que había sufrido en el cuartel, y dijo que había sido ella quien había dado el nombre de Silvina cuando ya no pudo aguantar más las torturas de cada día y cada noche:
   —Fui yo. Yo llevé a los verdugos a la casa donde estaba Silvina. Yo la vi salir, a los empujones, a culatazos, a patadas. Yo la escuché gritar.
   A la salida del tribunal, alguien se acercó y le preguntó, en voz baja:
   —Y después de eso, ¿cómo hizo usted para seguir viviendo?
   Y ella contestó, en voz más baja todavía:
   —¿Y quién le dijo a usted que yo estoy viva?


jueves, 14 de junio de 2012

ELOGIO DE LA MALA CONCIENCIA DE UNO MISMO, Wislawa Symborska

 
ELOGIO DE LA MALA CONCIENCIA DE UNO MISMO

El ratonero no tiene nada que reprocharse.
Los escrúpulos le son ajenos a la pantera negra.
No dudan de lo apropiado de sus actos las pirañas.
El crótalo se acepta sin complejos a sí mismo.

No existe un chacal autocrítico.
El tábano, la langosta, la tenia y el caimán
viven como viven y así están satisfechos.

De cien kilos es el corazón de la orca,
pero no le pesa.

Nada más animal
que una conciencia limpia
en el tercer planeta del Sol.



WISLAWA SZYMBORSKA, Poesía no completa, Fondo de Cultura Económica, México, 2002, p. 246.


FOTOGRAFÍA: Darister

miércoles, 13 de junio de 2012

EL CAMELLO, Eduardo Berti



EL CAMELLO

   El camello ya había pasado la mitad de su cuerpo por el ojo de la aguja cuando dijo una mentira, le crecieron algo más las dos jorobas y quedó allí atrapado para siempre.

 
Eduardo Berti

Fábula rasa, Alfaguara, Madrid, 2005, página 154.

Oasis en aguja: Aldunin

martes, 12 de junio de 2012

LA HORMIGA, María del Carmen Bernáldez Navarro




LA HORMIGA

   Acababa de planchar y entré en la cocina con la plancha aún caliente en la mano. La hormiga estaba sobre la encimera. Este año, pensé, no son como las del pasado, rojas y pequeñas; son negras y grandes. Puse la plancha sobre ella sin llegar a tocarla y salió un poco de vapor caliente. La hormiga se retorció y murió. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan mal.



María del Carmen Bernáldez Navarro


BABELIA, 29 de junio de 2002, p. 11.

lunes, 11 de junio de 2012

QUE TRATA DE LA INDAGATORIA AL INGENIOSO CABALLERO DON MIGUEL, José Cardona López



QUE TRATA DE LA INDAGATORIA AL INGENIOSO CABALLERO DON MIGUEL

   —¿Lugar?
   —De la Mancha.
   —¿Nombre?
   —No quiero acordarme.
   —¿Por qué?
   —No sé. No quiero.
   —¿Apellido?
   —Hidalgo.
   —¿De los cuales?
   —De los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor…
   —Gracias, eso es todo.
   —…una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, …
   —¡Basta! ¡Basta!
   —… algún palomino de añadidura los domingos,…
   —¡Basta! ¡BAS-TA! Que siga el próximo caballero.

José Cardona López

GUILLERMO BUSTAMANTE ZAMUDIO & HAROLD KREMER, Antología del cuento corto colombiano, Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá, 2006 (1994), p. 29.


domingo, 10 de junio de 2012

[LUNA ALTA...], Natsume Soseki




Luna alta:
sombras de flores de ciruelo
caen en mi almohada.

NATSUME SOSEKI, Haikús zen, Olañeta, Palma, 2012, página 35.

sábado, 9 de junio de 2012

SACRÍLEGAS, Eduardo Galeano

   Junio
9
            
SACRÍLEGAS
        
   En el año 1901, Elisa Sánchez y Marcela Gracia contrajeron matrimonio en la iglesia de San Jorge, en la ciudad gallega de A Coruña.
   Elisa y Marcela se amaban a escondidas. Para normalizar la situación, con boda, sacerdote, acta y foto, hubo que inventar un marido: Elisa se convirtió en Mario, vistió ropa de caballero, se recortó el pelo y habló con otra voz.
   Después, cuando se supo, los periódicos de toda España pusieron el grito en el cielo ante este escándalo asquerosísimo, esta inmoralidad desvergonzada, y aprovecharon tan lamentable ocasión para vender como nunca, mientras la Iglesia, engañada en su buena fe, denunciaba a la policía el sacrilegio cometido.
   Y la cacería se desató.
   Elisa y Marcela huyeron a Portugal.
   En Oporto las metieron presas.
   Cuando escaparon de la cárcel, cambiaron sus nombres y se echaron a la mar.
   En la ciudad de Buenos Aires se perdió la pista de las fugitivas.

viernes, 8 de junio de 2012

DEJAR DE SER MONO, Augusto Monterroso





DEJAR DE SER MONO

   El espíritu de investigación no tiene límites. En los Estados Unidos y en Europa han descubierto a últimas fechas que existe una especie de monos hispanoamericanos capaces de expresarse por escrito, réplicas quizá del mono diligente que a fuerza de teclear una máquina termina por escribir de nuevo, azarosamente, los sonetos de Shakespeare. Tal cosa, como es natural, llena estas buenas gentes de asombro, y no falta quien traduzca nuestros libros, ni, mucho menos, ociosos que los compren, como antes compraban las cabecitas reducidas de los jíbaros. Hace más de cuatro siglos que fray Bartolomé de las Casas pudo convencer a los europeos de que éramos humanos y de que teníamos un alma porque nos reíamos; ahora quieren convencerse de lo mismo porque escribimos.


AUGUSTO MONTERROSO, Movimiento perpetuo, Alfaguara, Madrid, 1999, p. 97.

jueves, 7 de junio de 2012

[ME ACUERDO...], Elías Moro


Me acuerdo del gaucho a caballo que anunciaba Nitrato de Chile en aquellos paneles de azulejos.

ELÍAS MORO, Me acuerdo, Calambur, Madrid, 2009, página 68.

miércoles, 6 de junio de 2012

LA FE, Quim Monzó



LA FE

   —Quizá es que no me quieres.
   —Te quiero.—¿Cómo lo sabes?
   —No lo sé. Lo siento. Lo noto.
   —¿Cómo puedes estar seguro de que lo que notas es que me quieres y no otra cosa?
   —Te quiero porque eres diferente de todas las mujeres que he conocido en mi vida. Te quiero como nunca he querido a nadie, y como nunca podré querer. Te quiero más que a mí mismo. Por ti daría la vida, me dejaría despellejar vivo, permitiría que jugasen con mis ojos como si fuesen canicas. Que me tirasen a un mar de salfumán. Te quiero. Quiero cada pliegue de tu cuerpo. Me basta mirarte a los ojos para ser feliz. En tus pupilas me veo yo, pequeñito.
   Ella mueve la cabeza, inquieta.
   —¿Lo dices de verdad? Oh, Raül, si supieses que me quieres de veras, que te puedo creer, que no te engañas sin saberlo y por lo tanto me engañas a mí... ¿De verdad me quieres
   —Sí. Te quiero como nadie ha sido capaz de querer nunca. Te querría aunque me rechazaras, aunque no quisieras ni verme. Te querría en silencio, a escondidas. Esperaría que salieses del trabajo nada más que para verte de lejos. ¿Cómo es posible que dudes de que te quiera?
   —¿Cómo quieres que no dude? ¿Qué prueba real tengo de que me quieres? Sí, tú dices que me quieres. Pero son palabras, y las palabras son convenciones. Yo sé que a ti te quiero mucho. Pero ¿cómo puedo tener la certeza de que tú me quieres a mí?
   —Mirándome a los ojos. ¿No eres capaz de leer en ellos que te quiero de verdad? Mírame a los ojos. ¿Crees que podrían engañarte?Me decepcionas.
   —¿Te decepciono? No será mucho lo que me quieres si te decepcionas por tan poco. ¿Y todavía me preguntas por qué dudo de tu amor?
   El hombre la mira a los ojos y le coge las manos.
   —Te quiero. ¿Me oyes bien? Te quiero.
   —Oh, «te quiero», «te quiero»... Es muy fácil decir «te quiero».
   —¿Qué quieres que haga? ¿Que me mate para demostrártelo?
   —No seas melodramático. No me gusta nada ese tono. Pierdes la paciencia enseguida. Si me quisieras de verdad no la perderías tan fácilmente.
   —Yo no pierdo nada. Sólo te pregunto una cosa: ¿qué te demostraría que te quiero?
   —No soy yo la que tiene que decirlo. Tiene que salir de ti. Las cosas no son tan fáciles como parecen.—Hace una pausa. Contempla a Raül y suspira—. A lo mejor tendría que creerte.
   —¡Pues claro que tienes que creerme!
   —Pero ¿por qué? ¿Qué me asegura que no me engañas o, incluso,que tú mismo estás convencido de que me quieres pero en el fondo, sin tú saberlo, no me quieres de verdad? Bien puede ser que te equivoques. No creo que vayas con mala fe. Creo que cuando dices que me quieres es porque lo crees. Pero ¿y si te equivocas? ¿Y si lo que sientes por mí no es amor sino afecto, o algo parecido? ¿Cómo sabes que es amor de verdad?
   —Me aturdes.
   —Perdona.
   —Yo lo único que sé es que te quiero y tú me desconciertas con preguntas. Me hartas.
   —Quizá es que no me quieres.

QUIM MONZÓ, El porqué de las cosas, Anagrama, Barcelona, 1994, pp. 29-31.

martes, 5 de junio de 2012

TANTA PASIÓN PARA NADA (LA PARADOJA DE DJUKIC, Julio Llamazares


TANTA PASIÓN PARA NADA (LA PARADOJA DE DJUKIC)

   Cuando recogió el balón, Djukic se acordó de lo que su mujer le había dicho aquella tarde; parecía como si se lo hubiese profetizado. Si acaso, le había dicho Ceca, no se te ocurra tirar un penalty.
   Como cada domingo, Ceca estaba más preocu­pada que él. A decir verdad, él nunca se ponía nervio­so, al menos no especialmente (sobre todo si se com­paraba con algunos compañeros); era ella la que se ponía nerviosa por él, a veces desde varios días antes. Pero, aquel día, su equipo, el Deportivo de La Coru­ña, en el que jugaba por tercer año consecutivo tras su marcha del fútbol yugoslavo, se enfrentaba al partido más importante de toda su historia: se jugaba a una carta la Liga que durante toda la temporada había tenido en la mano. Hasta seis puntos habían llegado a sacarle de ventaja al Barcelona, su perseguidor más inmediato, ventaja que habían ido perdiendo, sin em­bargo, en los últimos partidos, sin duda por la pre­sión, hasta el extremo de llegar a la última jornada igualados a puntos al frente de la tabla; aunque al Depor le bastaba con ganar: a igualdad de puntos, le daría el título—el primero de su historia—su mejor gol average particular. Por eso, aquella semana, los jugadores del Deportivo, Djukic incluido, la habían vivido en medio de una gran tensión y, por eso, aque­lla tarde, cuando su mujer le llamó, como todos los días de partido, al hotel de concentración para desear­le suerte, le dijo muy preocupada: si acaso, no se te ocurra tirar un penalty.
   Cuando Ceca se lo dijo, Djukic—lo recordaba ahora—se había echado a reír. Le había hecho tanta gracia la cariñosa advertencia de Ceca, siempre tan temerosa, siempre tan preocupada por él, que se ha­bía echado a reír como hacía cuando su madre le de­cía de pequeño, allá, en Stitar ( ¡ qué lejos estaba aho­ra! ), que no tirase muy fuerte no fuese a hacerle daño al portero. Cuando Ceca le dijo lo del penalty, él ni siquiera había pensado en aquella posibilidad y, ade­más, Djukic sabía que, en el caso de que se produjera (cosa bastante improbable teniendo en cuenta las cir­cunstancias de aquel partido), el encargado de tirarlo era Donato. El sólo tendría que hacerlo en el supuesto también bastante improbable de que Donato no estuviese en condiciones o en el campo (hasta el partido anterior, cuando Bebeto falló su segunda pena máxi­ma en un mes, incluso habría sido el tercero, después de los dos brasileños, en el orden de los lanzadores).
   Fue lo primero en lo que pensó cuando, a falta de un minuto para el final del partido y con el marcador a cero, el árbitro pitó penalty. Hacía dos minutos que en Barcelona había acabado el partido (con victo­ria del Barcelona) y, en ese instante, éste era el cam­peón de Liga. En Riazor, entre tanto, el partido había ido transcurriendo sin que el Coruña, hecho un ma­nojo de nervios, fuese capaz de batir la portería de un Valencia que, por lo que se entregaban y corrían sus jugadores, que no se jugaban nada en aquel partido, estaba claro que había venido primado, y los presenti­mientos peores de las vísperas estaban a punto de consumarse. Lo que los más pesimistas habían augu­rado: que el Deportivo no tenía mentalidad de cam­peón, que al final le podría la presión, que La Coruña y toda Galicia sufrirían la peor decepción de su histo­ria deportiva, etcétera, se estaba cumpliendo. El Bar­celona era ya el campeón de Liga. Quedaba sólo un minuto—más lo que añadiese el árbitro—para que se produjese el milagro.
   Y se produjo. Llegó el milagro cuando ya nadie en el campo ni en las gradas lo esperaba; en el campo, porque los jugadores del Deportivo, aunque seguían intentándolo, ya apenas tenían fuerzas para correr (alguno, incluso, como Bebeto, renqueaba por el césped con calambres en las piernas) y, en las gradas, porque los aficionados, al principio tan bulliciosos, tan conven­cidos de la victoria, habían enmudecido, aunque siguie­ran en sus asientos contemplando impotentes la trage­dia que se cernía sobre su estadio. Pero, de repente, un delantero deportivista, quizá Fran, quizá Bebeto (con la tensión del momento y desde su posición en el campo, Djukic ni siquiera pudo ver quién había sido), se inter­nó decidido en el área del Valencia, regateó a un defen­sor, el defensa le zancadilleó y, ante el asombro de todos los que seguían el partido con el corazón en un puño desde todos los puntos de España y de Yugoslavia (los de Yugoslavia por culpa de él), el árbitro pitó penalty.
   El campo se vino abajo. Los graderíos de Ria­zor, hasta ese momento mudos, estallaron en un grite­río como Djukic no había oído nunca antes; y eso que en Yugoslavia los aficionados al fútbol también gritaban lo suyo. A lo lejos, en el área del Valencia, los jugadores valencianistas rodeaban al árbitro protestándole el penalty que, por cierto, había sido muy claro—, pero Djukic sólo oía el inmenso griterío que recorría el estadio. Penalty. Era verdad. El árbitro lo había pitado. Algunos jugadores del Deportivo se llevaban las manos a la cabeza sin acabar de creérselo. Otros, como Liaño, el portero, se santiguaban. Aunque pare­cía imposible, el milagro se había consumado.
   Mejor dicho: se podía consumar. El árbitro ha­bía pitado penalty, pero el penalty aún había que meterlo. ¡Y a ver quién era el guapo que lo tiraba en aquellas circunstancias! Fue justo en ese momento, cuando cali­bró aquel trance, cuando Djukic se dio cuenta de que Donato no estaba ya en el campo. Hacía quince minu­tos que Arsenio le había sustituido por Alfredo jugándose a la desesperada la carta del ataque. Cuando el entrenador hizo el cambio, Djukic ni siquiera se fijó en él, entregado como estaba, igual que sus compañe­ros, a la difícil tarea de levantar el partido—un parti­do que se les escapaba—, pero ahora se daba cuenta de lo que suponía: que era él, precisamente él, el señala­do por el destino para tirar el penalty. De hecho, sus compañeros ya le buscaban con la mirada y, desde el banquillo, todos: Arsenio, el médico, el masajista, has­ta los jugadores reservas—entre los que divisó a Donato—, le hacían gestos histéricos para que se diri­giera hacia la otra área. A Djukic le pareció que todo el estadio se apoyaba de repente sobre él.
   Pese a ello, reaccionó con entereza. Aunque ninguno seguramente tan trascendental como aquél, a lo largo de su vida deportiva ya había vivido muchos momentos difíciles. Como cuando debutó en Primera (con el Rad de Belgrado, allá, en su país) o como cuando, con el Deportivo, consiguió el ascenso a la Prime­ra División española en un final agónico en el que hubo hasta un incendio en los graderíos, en su prime­ra temporada en el fútbol español. Eso sin contar los que la otra vida, la de verdad, le había dado: el día que decidió dedicarse al fútbol abandonando el trabajo que tenía entonces y contra la voluntad de su padre, que prácticamente le echó de casa, el de su boda con Ceca —a la que conoció por aquella época—, el nacimiento de sus dos hijos (los seres que más quería) o la muerte de su hermano Milosav en accidente de tráfico.
   Mientras cruzaba el campo entre el griterío del público y las palabras de ánimo de sus compañeros, que le daban consejos distintos y hasta enfrentados (¡por arriba!, ¡por abajo!, ¡a romper!, ¡colócala!, ¡vamos, Yuka! ...), Yuka, como le llamaban todos en La Coruña, quizá porque era más fácil, recordó el largo camino que había recorrido hasta ese instante, desde cuando juga­ba en los prados de Stitar con los otros chicos del pue­blo (todos más altos que él) hasta que fichó por el Deportivo buscando ganar dinero y huyendo de la guerra que asolaba su país. En medio, perdidos entre las brumas del tiempo y de la distancia, quedaban los balo­nes que su padre le pinchaba para que estudiara en vez de estar todo el día jugando al fútbol (y que él reponía en seguida con el dinero que ahorraba); la bicicleta que aquél, chatarrero de oficio, le fabricó, sin embargo, con trozos de bicis viejas para que pudiera ir a entrenar cada día a Savac, la capital de la región, por cuyo primer equipo—el Macva, de Segunda División—ya había fichado; su primera decepción y su abandono del fútbol tras su fracaso en el Macva; su trabajo posterior como palista en la estación del ferrocarril, trabajo que alternaba por las tardes con los entrenamientos del Zeleznikar, el otro equipo de Savac, al que le llevó Milinkovic, un jugador de su pueblo que había jugado en Primera, a cambio precisamente de aquel trabajo; su triunfo en el Zeleznikar y su vuelta al Macva—ahora ya como profesional—o, en fin, el primer dinero serio que ganó jugando al fútbol cuando, dos años más tar­de, le fichó el Rad de Belgrado: dos millones y medio de pesetas con los que se compró su primer coche y amue­bló la casa que su hermano Milosav le había hecho en Stitar. Djukic todavía recordaba algunas veces—ahora con una sonrisa—el viaje en tren de regreso a Savac comentando con Ceca, con la que se acababa de casar, si les daría tiempo en toda su vida de gastar todo el dinero que acababan de pagarles.
   La verdad es que la suya no había sido una carrera fácil. Al contrario que otros, desde que empe­zó en el fútbol, todo lo había logrado a base de mucho esfuerzo; nadie le regaló nada. Aunque siempre, sin embargo—pensaba Djukic ahora mientras se acerca­ba al área—, había tenido suerte en los momentos cruciales. Parecía como si una estrella lo iluminase. Si no, ¿cómo se explicaba el hecho de que siempre hubiese acertado en las decisiones más importantes, esas que determinan la vida de una persona, o que, en los momentos bajos, cuando todo le iba mal, algo o al­guien le empujaran a seguir hacia adelante? De pasó cuando Milinkovic le llevó a jugar al Zeleznikar (cuan­do él ya había decidido dejar el fútbol) o cuando Juan Ballesta, el ayudante de Arsenio en el Deportivo, le fue a buscar a su casa. En este caso, además, el azar ayudó también. Ballesta, por lo que él supo luego, había viajado a Belgrado para espiar al Estrella Roja y al Partizán (el Deportivo andaba buscando un líbero), pero, como se aburría en la ciudad, se fue a ver jugar al Rad, que jugaba sus partidos los sábados por la noche para no coincidir con los de aquéllos. Ese día, Djukic hizo uno de sus mejores partidos. Es más: tuvo hasta la buena suerte de debutar como líbero (hasta enton­ces, lo hacía siempre de pivote) en sustitución del lí­bero titular, que atravesaba una mala racha. Ballesta quedó tan impresionado que no sólo se olvidó del Estrella Roja y el Partizán, que eran los dos equipos que había ido a ver, sino que se quedó dos semanas más en Belgrado para seguir a Djukic, quien, por su parte, ni siquiera sabía que alguien le estaba espiando. Lo supo a los pocos días, cuando Ballesta se presentó en su casa para ofrecerle fichar por el Deportivo de La Coruña, una ciudad y un equipo que Djukic oía nom­brar por vez primera en su vida; ni siquiera sabía casi dónde quedaba España en el mapa. De hecho, recha­zó en un principio la oferta (tenía ya otras de equipos más importantes, como el París Saint-Germain fran­cés o el Standard de Lieja belga) e incluso se escondía cuando veía el coche del ojeador español aparcado ante su casa para no tener que hablar con él. Aunque, al final, acabó aceptando: quería ganar dinero y las ofertas de aquéllos no terminaban de concretarse. Si entonces—pensaba Djukic ahora—el azar y su bue­na estrella le iluminaron (desde que llegó al Deportivo todo habían sido éxitos), ¿por qué no habrían de ha­cerlo ahora que se enfrentaba al momento de su vida deportiva posiblemente más importante?
   Cuando el árbitro le dio el balón (le miró, por cierto, un instante, como si le compadeciera), Djukic ya estaba decidido a tirar aquel penalty. No tenía, ade­más, otra elección. Podía, ciertamente, todavía echar­se atrás (otro, en su situación, quizá lo hubiera pensa­do) y pasarle la responsabilidad a otro compañero, a Bebeto, por ejemplo, que para algo era la estrella del equipo y el que más dinero cobraba, pero Djukic no era de los que se arrugaban. Desde que jugaba en Savac con apenas quince años, era de los que siempre daban la cara. Y, además, sus compañeros nunca se lo hubiesen perdonado. Como tampoco—pensó—le perdonarían en el caso de que fallase.
   Cogió el balón y lo apretó con las manos. Lo hacía siempre en esos casos, como para asegurarse de que tenía aire. Aunque al que le faltaba el aire era a él. Sentía como si el pecho se le estuviese cerrando. A su lado, un compañero le daba todavía algún último consejo (¡por abajo, junto al palo!, ¡vamos, Yuka!...) y el árbitro le decía lo que siempre dicen los árbitros en esos casos: que no hiciese nada extraño, que no se detuviera a mitad de su carrera, que esperase a tirar a que él pitase..., pero él no les oía. Ni siquiera oía ya el griterío del público, que se había ido apagando poco a poco, a medida que el instante decisivo se acercaba. Djukic sólo oía ya el palpitar de su corazón y el zumbi­do entrecortado de su respiración ahogada. Fue la primera prueba que tuvo de que estaba más nervioso de la cuenta.
Intentó recobrar la calma. Respiró hondo bus­cando aire y sintió cómo éste se agolpaba en su diafragma. No podía llegar a los pulmones; era como si aquél se le hubiese bloqueado. Djukic volvió a intentarlo. Posó el balón en el suelo, en el punto de penalty, y retrocedió unos pasos. Frente a él, a mitad de camino entre el penalty y la portería, el árbitro le daba ahora las advertencias correspondientes al portero del Va­lencia (por primera vez en todo el partido, Djukic se fijó en él; hasta entonces, sólo se había fijado en que llevaba un jersey azul) e imaginó, para consolarse, que a éste tampoco le llegaría el aire hasta los pulmones, porque estaría tan nervioso como él en ese instante. La suposi­ción no bastó para tranquilizarle, pero sí al menos para que comenzase a pensar en el penalty. Hasta entonces, había sopesado una por una todas las circunstancias de aquel momento, pero no en cómo iba a tirarlo.
   A veces, en los entrenamientos—recordó Dju­kic entonces—él y sus compañeros habían imaginado aquella posibilidad como un juego, como una hipóte­sis tan lejana que incluso se divertían imaginándola: último minuto de un partido, empate a cero o a goles y el árbitro pita un penalty. ¿Quién lo tira? ¿Y cómo? Djukic y sus compañeros (del Deportivo de La Coru­ña y de todos los equipos en que había jugado antes) lo habían imaginado muchas veces, siempre como una posibilidad, pero ahora aquella hipótesis no era una po­sibilidad, y mucho menos un juego. Ahora, la hipóte­sis de los entrenamientos se había hecho realidad y en las peores circunstancias en las que podía darse: en el último minuto del último partido de una Liga que se jugaba precisamente en aquel penalty.
   Djukic, en esos casos—recordó entonces tam­bién—, era el primero en tirarlo. Le gustaba tirar penaltys porque era la única manera que tenía de recordar sus tiempos del Macva, y antes aún: de los partidos con el equipo del pueblo, cuando, por su pequeña estatura, jugaba de delantero. Hasta los quince años, de hecho, era tan diminuto que la gente iba a mirarlo, admirada de ver a aquel chiquillo que volvía locos a los contrarios pese a que a algunos de ellos apenas les llegaba a la cin­tura. Pero, a los quince años, estando ya en el Macva, Dju­kic empezó a crecer (en un año solamente creció 20 centímetros) y los entrenadores comenzaron a retrasar­le, primero al centro del campo y luego ya a la defensa, para aprovechar su estatura y su poderío físico ante los delanteros contrarios. Pero él siempre prefirió el juego de ataque. Le gustaba coger el balón, bien del portero o bien de algún compañero, que se lo pasaban para que lo jugara, y, con su depurada técnica, cruzar el campo con él hasta la portería contraria regateando a cuantos le salían al paso; lo cual le había causado más de una bron­ca de sus entrenadores, que veían con temor cómo arriesgaba el balón y cómo dejaba huecos a sus espaldas (Arsenio, incluso, le había prohibido pasar del medio campo), aunque su natural instinto le llevara a repetir sus arrancadas en cuanto se le presentaba otra oportu­nidad. Por eso, le gustaba subir a rematar los córners (a lo que sí estaba autorizado) y, por eso, en los entrenamientos, era el primero en tirar los penaltys. Lo hacía siempre muy suave, a la izquierda o a la derecha, colo­cando el balón y engañando al portero con la mirada.
   Pero ahora era distinto. Ahora se estaba jugan­do el futuro de la Liga y de su equipo (por no hablar del suyo propio) y no era momento para florituras. Era mejor tirar a romper, olvidarse de la técnica y de lo que decía su madre y pegarle al balón con todas sus fuerzas para asegurarse al menos que nadie le diría nada. Porque, si el balón entraba, nadie se iba a fijar en si iba bien o mal tirado (lo importante es que había entrado) y, si no, daría lo mismo: la decepción iba a ser tan grande que durante toda su vida la seguiría recor­dando. Pero, al menos, nadie podría decirle que la habrá provocado él por quererse lucir en aquel trance.
No le dio tiempo a seguir pensando. De repente, Djukic oyó el silbato del árbitro y comprendió con angustia que el momento decisivo había llegado. Frente a él, la mancha azul del portero llenaba toda la portería (que hasta entonces le había parecido inmensa: siempre pasaba lo mismo) y a su lado ya no vio a nadie. Sólo otra mancha—la mancha negra del árbitro—, que esperaba también a su derecha, junto a la raya del área. Los demás: los jugadores de ambos equipos, el público, has­ta los policías y los fotógrafos que hasta ese instante se amontonaban por centenares detrás de la portería ha­bían desaparecido. En el estadio de Riazor—y en el mundo—sólo estaban ya él, el portero y el árbitro.
Djukic comenzó a correr sin saber todavía cómo tirar el penalty. Ya no podía pensar; ya era tarde para todo. Le dio al balón sin mirarlo, como si le pega­ra al aire (el aire que a él le faltaba), y durante unos segundos, que a él le parecieron eternos, larguísimos, interminables, miró cómo se alejaba en dirección a la portería donde la mancha azul del portero comenzaba lentamente a desplazarse. Ni siquiera vio a dónde iba; no vio cómo lo paraba. Sólo vio que, de repente el campo volvió a rugir, después de varios segundos mudo, y el portero del Valencia, que había vuelto a levan­tarse, comenzaba a correr y a dar saltos de alegría mientras sus compañeros de equipo corrían a abrazar­lo. Había parado el penalty.
   Los compañeros de Djukic tardaron más en ha­cer lo mismo con él, pero él ni llegó a enterarse. Arrodillado en el césped, como un boxeador caído, sólo pensaba en huir de allí mientras se repetía a sí mismo, como cuando se mató su hermano, lo que su padre solía decir de la vida cuando la vida le golpeaba: tanta pasión para nada.

JULIO LLAMAZARES

Cuentos de fútbol, Alfaguara, Madrid, 1995, pp. 215-228.

lunes, 4 de junio de 2012

LA INGENIERA, Fernando Beltrán



LA INGENIERA
        
        
   Decía que construía carreteras, canales y puertos, pero era casi imposible construirlos hacia ella.
   Experta en cálculos de estructuras y pesos específicos de la piedra, el acero o el hormigón armado, nuestra charla en aquel cóctel se humanizó tan sólo cuando de pronto hablamos de puentes. Ella había proyectado ya seis o siete y yo sabía el nombre de más de quinientos.
   Ella amaba la matemática resistencia de sus estructuras y yo la milagrosa inutilidad de las palabras. Puente del Alma, Puente del Perdón, Puente del Trigo, Puente de Dos que Volvieron a Verse. ¿Existe de verdad ese puente?
   Nos enamoramos quizá cuando ella bajó al fin la altiva cabeza de su título y posamos ambos los ojos sobre aquel mapa de Camboya.
   Sus argumentos eran siempre contundentes y ajenos por completo a cualquier debilidad sentimental, pero tenía también sus propias armas blancas. Las sábanas más suaves y el íntimo color de la ropa con que rendía finalmente su entrega. Mi eterna debilidad.
   Puente Azul, Puente Frágil, Puente del brazo izquierdo, Puente de la Ingeniera que me Enseñó el Peso Exacto del Amor. Puente Incurable.


FERNANDO BELTRÁN, Mujeres encontradas, Sins entido, Madrid, 2008, pp. 24-25.

domingo, 3 de junio de 2012

PESADILLA. Humberto Senegal


PESADILLA

   El niño despertó, gritando horrorizado: “¡mamá, mamá, soñé que estabas viva!”.
   La madre, como todas las noches cuando escuchaba llorar a su espantadizo hijo, acudió a consolarlo, flotando imperceptible y ligera por el amplio cuarto adornado todo con espejos quebrados.

Humberto Senegal

GUILLERMO BUSTAMANTE ZAMUDIO & HAROLD KREMER, Antología del cuento corto colombiano, Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá, 2006 (1994), página 86.

sábado, 2 de junio de 2012

TOM WAITS AMA A SUZIE MARLANGO, Pilar Vera


TOM WAITS AMA A SUZIE MARLANGO        

   El mal, para ser tal, no ha de ser puro.
   Ha de ir envuelto en celofán, cubierto de caramelo.
   Por eso Suzie Marlango era tan peligrosa. Porque cantaba con voz de sirena y miraba con formidables ojos de agua. Y tenía, además, una maravillosa colección de jerseys de angora, suaves y deliciosos al tacto.
   Pero era una arpía.
   Pasaba las noches en vela, agazapada a su lado, con los ojos brillantes en la oscuridad, tramando. Tejiendo como una araña redes invisibles, envolviendo con sus patitas algún cadáver.
   —Llegas tarde, ¿dónde has estado?
   La pregunta de todas las noches, cuando la puerta se abría y él atisbaba a la araña, moviendo sus brazos, estirando al infinito sus piernas encogidas, sus pies largos largos, las uñas siempre perfectas, pintadas de rojo cereza.
   «Hiciste bien en dejarla —se decía—. En borrar de tu vida a aquella criatura insana, maligna.» Esa misma mañana había ido a quitarse el tatuaje, cicatriz en cicatriz, que grabó en su muñeca al conocerla: una sirena de complexión haitiana que, como Suzie, se marchó de allí con dolor y rechinar de dientes.
   Tom pagó a la camarera, se desplomó en un asiento y miró con suspicacia la lista que tenía frente a él. Escarcha de Chocolate. Delicia de Grosella. Pastelito de Canela. «¿Es que todos los donuts tienen nombre de puta?», pensó, mientras se rascaba la herida y le pegaba mordiscos a Lazo Francés.
   Y entonces la vio.
   Una mancha azul asomando bajo los vendajes. Tiró el donut, se arrancó el apósito y maldijo a la diabólica Suzie. Pues ahí, en el mismo lugar, sobre su piel, cicatriz en cicatriz, la marca había reaparecido.
        
         PILAR VERA, Cámara obscura, Paréntesis, Alcalá de Guadaíra, 2010, pp. 125-126.

viernes, 1 de junio de 2012

PARÁBOLA, Wyslawa Szymborska


PARÁBOLA 


   Ciertos pescadores sacaron del fondo una botella.  Había en la botella un papel, y en el papel estas palabras: "¡Socorro!, estoy aquí. El océano me arrojó a una isla desierta. Estoy en la orilla y espero ayuda.¡Dense prisa. Estoy aquí!"
   —No tiene fecha. Seguramente es ya demasiado tarde. La botella pudo haber flotado mucho tiempo, dijo el pescador primero.
   —Y el lugar no está indicado. Ni siquiera se sabe en qué océano, dijo el pescador segundo.
   —Ni demasiado tarde ni demasiado lejos. La isla Aquí está en todos lados, dijo el pescador tercero.
   El ambiente se volvió incómodo, cayó el silencio. Las verdades generales tienen ese problema.

 
WISLAWA SZYMBORSKA, Poesía no completa, Fondo de Cultura Económica, México, 2002, p. 93.