martes, 5 de febrero de 2013

EL ACOMODADOR, Carlos Castán


EL ACOMODADOR

   El tío Avelino no me dejaba ir al cine. Se supone que estaba alojado en su casa para estudiar y eso es lo que, según él, debía hacer a todas horas. Qué me había yo creído. «La vida no es un picnic —repetía—, alguien se está matando a trabajar allá en el pueblo para que tú no seas un mierda el día de mañana.» De manera que sólo las tardes en que él se quedaba hasta última hora en la oficina podía, con la complicidad de tía Feli, que a desgana hacía la vista gorda para evitar alborotos, escabullirme de tapadillo en alguno de aquellos refugios tibios que eran las salas del barrio, balcones a un edén en technicolor de bandidos y muchachas, batallas y mares que me hacían olvidar por un momento la gris monotonía de unos días vividos sin ganas ni esperanza.
   Luego cayó enfermo, mi tío Avelino, y yo tenía que leerle El Alcázar en la penumbra de un dormitorio lleno de fiebre. Tía Feli nos interrumpía cada dos por tres con vasos de leche o zumo de limón y cucharadas de un jarabe viscoso que impregnaba todo de un aroma como a agonía y que acababa siempre por ensuciar el embozo de la sábana con unas gotas negras que para mí eran ya el anuncio de algo terrible.
   La ausencia de alguien que se ha muerto es algo que ciertamente no se puede tocar, pero casi. No es ya sólo esa especie de sombra que se desliza por los pasillos y se esconde en los armarios donde se almacenan los trajes que dejó vacíos, sobre todo un par de zapatos negros que siempre parece que van a echar a andar con su leve cojera de excombatiente y perseguirme otra vez por las habitaciones, «yo te enseñaré, pequeño bastardo». No es esa vieja leyenda de toses en medio de la noche que suenan desde lo que fue su cuarto entreabierto, ni fantasmas de piel de agua, ni lamentos de cañerías o viento que golpea las persianas. La ausencia de un muerto reciente es por encima de todo una porción de aire ligeramente más espeso que el resto, que guarda su olor y se posa sobre las cosas como una sombra de nube.
   Antes de morir, tío Avelino me había pedido que cuidase de su mujer, la pobre tía Feli, que quedaba rota entre costuras inútiles y programas de radio. Me agarró bien fuerte del brazo para decirme que nada de cine, nada de dejarla sola; merendar juntos, estudiar a su lado mientras cosía. Y eso es lo que comencé haciendo. Llegaba del colegio sin entretenerme por el camino y extendía sobre la mesa de la cocina deberes y tebeos, resignado a una tarde casera de transistor y tía Feli, seriales y suspiros, aburrimiento y pan con chocolate.
   Pero yo necesitaba como el comer esas Sesiones dobles y pronto empecé a dejarla sola para perderme en aquellos templos de sueños remotos que eran los cines del barrio. Una tarde, en la oscuridad del Savoy, creí te conocer en el acomodador aquel olor de mi tío a sopa vieja y a tabaco, el mismo paso renqueante entre las butacas, la misma respiración podrida. Me las arreglé para vencer el temblor de las piernas y salir a toda prisa buscando el refugio de la calle que a esas horas era un tranquilizador estallido de tráfico y de luz.
   No volví más a ese cine, pero lo mismo me ocurrió al cabo de un tiempo en el Metropolitano, y días después en el Montija, y más tarde en el Lido: siempre esa silueta de tío Avelino con la linterna en la mano, ese olor inconfundible, sus ojos muertos escrutando la oscuridad de la sala, quizá buscándome entre las filas de asientos deshilachados, pidiendo cuentas por mi promesa rota, por una viuda que merendaba sola.
   Una noche, tras la última sesión, me atreví a esperar a que saliera del cine aquella silueta. Me quedé agazapado en la acera de enfrente esperando a que saliese aquella figura, con el cuello del abrigo subido, como en las películas de espías, y la débil esperanza de que todo fuesen imaginaciones mías, reflejos en el pozo de culpa que era yo a veces por dentro. En la oscuridad, creí distinguir su contorno alejándose calle arriba. Caminé a cierta distancia tras aquellos pasos fatigosos que no se detenían en ios escaparates iluminados ni en los semáforos cerrados a los peatones. Las fuerzas que nos conducen a la perdición uno no sabe nunca de dónde salen, por un instante pensé en correr para darle alcance, preguntar qué estaba pasando, pedir perdón, tomar aquella mano que, en ocasiones contadas, me había acariciado el pelo mientras le leía en voz alta las noticias de un mundo que empezaba ya a no ser el suyo. Pero por alguna razón ralenticé mi paso y se me acabó perdiendo aquella figura al confundirse entre una legión borrosa de cojos bajo la lluvia, todos de espaldas y con abrigos idénticos, que cruzaba el puente camino al cementerio.

CARLOS CASTÁN, Sólo de lo perdido, Destino, Barcelona, 2008 pp. 131-132