En un apartamento de Madrid una pareja descansa exhausta
después de varias horas de tensión. Como niños pequeños ante un juguete roto
que no saben si sabrán reconstruir, sonríen momentáneamente para volver al
asombro doloroso de las piezas esparcidas por el suelo. No tienen respuesta a
la pregunta que les ha llevado hasta allí, y se dan inútiles plazos o llaman al
psiquiatra en las horas pequeñas de la noche. Por las calles de la misma ciudad
otro hombre y otra mujer permanecen atentos al acontecer del pequeño
apartamento. No se conocen, pero se han cruzado en medio de la noche
presintiendo el amor en los cambios de los semáforos y pensando en el mismo
número de teléfono. En los bares, mezclados con la gente, buscan indicios de un
futuro próximo en pedazos de conversaciones que nada tienen que ver con ellos,
que llegan como viento a los oídos entre el chocar de tazas y los gritos de la
barra a las cocinas. Ambos han sucumbido al cansancio y la desesperanza. Con el
paso de las horas, el día ha llegado iluminando las primeras anémonas de la
temporada en los puestos de flores, los colores rojos y amarilIos de la perplejidad,
el reflejo incierto de una cabina de
teléfonos vista desde el banco de una plaza.
NACHO FERNÁNDEZ, El buen paso, Calambur, Madrid, 1998, pp. 17-18.
Ilustración: Juan Vidaurre
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