lunes, 9 de diciembre de 2013

EL SOPLO DEL VATE, Mahi Binebine


EL SOPLO DEL VATE

   Desde el barrio de Riad Zittoun, donde se encontraba nuestra casa, al colegio Ibn el Bena, donde estaba yo de mediopensionista; no era el camino más corto pasar por la plaza Jemaa el Fna. Sin embargo, este rodeo de media hora no me desanimaba; al contrario, esperaba con impaciencia el final de las clases para poder unirme al corro de Sidi Moussa, el narrador de cuentos. Ése era mi rincón favorito, a pesar de las plumas que me dejaba en él cada día: ese viejo vate encantador me despojaba de todo mi dinero de bolsillo. Me colaba, codeando, en el círculo de oyentes, entre chilabas y albornoces que apestaban a grasa, y ocupaba un sitio en primera fila para no perderme ni un detalle de las mil y una historias de Sidi Moussa. Su eterno héroe se llamaba Antar, el fuerte y seductor Antar Ibn Gheddad, paladín de numerosas virtudes. Un inmortal que, desafiando a tiranos y déspotas, combatía la injusticia arriesgando su vida.
   Las aventuras de Antar me producían el efecto de una droga que aligeraba mi espíritu de la pesada palabrería de mis maestros de escuela. Todos los días de Dios me iba a libar mi dosis de sueños en en la oratoria del viejo. ¡Y nada importaba que mi retraso al volver a casa me ganara las peores molestias y, a veces hasta una buena paliza!
   Como en un islote de silencio en la corte de los milagros, me sentía protegido en el corro del narrador. Allí no podía sucederme nada malo. Sabía que Antar nunca estaba lejos. En cualquier momento podía surgir del dominio del sueño para defenderme. Apesar cle todo, me sentaba en el suelo con cuidado, para que mis bolsillos no corriesen el riesgo de recibir la visita de habilidosas manos, y mi trasero quedase al abrigo de quienes, aprovechando el gentío, se "arrimaban" para pegarle a uno su miembro tieso por el calentamiento y la frustración.
   Así que me dejaba llevar por las fabulaciones de Sidi Moussa. Prefería creer que el color rojo de Marrakech se debía a una herida, y no al talento de los pintores de brocha gorda. «Cuando se plantó el minarete de la Koutoubia en el corazón de la ciudad, clamaba, ésta sangró de tal manera que conservó en las paredes de sus casas ese color bermejo que está por todas partes". También aseguraba que el inmenso palmeral vecino se lo debíamos a los huesos que tiraron unos nómadas que antaño asediaron la ciudad. Yun montón de historias en las que se mezclaban, de una manera u otra, las hazañas de Antar Ïbn Gheddad.
   ¡Ah! Antar, el grande, el único, el mítico Antar lbn Chaddad. Con un nombre así, no se puede escapar al destino de héroe: desde el momento de nacer le esperan a uno viajes extraordinarios, luchas homéricas, victorias resonantes y espantosas derrotas. Lo sabíamos. Y nos quedábamos allí, en cuclillas, hipnotizados por tanta sangre y tanta luz, tantos amores y traiciones, penas inconsolables y alegrías efímeras. Antar vivía en cada uno de nosotros. Él era nosotros. Y nosotros éramos él. Sus pensamientos más extravagantes habían atravesado ya nuestras miserables cabezas, quizás en esta vida o tal vez en otra anterior, pero ya eran nuestros. Estábamos convencidos de ello. Sus palabras, que brotaban con tanta facilidad del aliento del narrador, nos pertenecían. Nosotros las devolvíamos a su estado natural, desprovistas en nuestras gargantas estériles de toda eternidad, a la espera de que un escultor de palabras, un mago del temple de Sidi Moussa, viniese a liberarlas. Y al mismo tiempo, a sacarnos de nuestra condición de orugas. En lo que dura un sueño, cambiábamos nuestras crisálidas porla euforia del aire libre.
   Como todo héroe que se precie, lo normal es que Antar terminara en chirona todos los días. Esto sucedía cuando el narrador, cansado, se disponía a volver a casa. ¿Qué argucia mejor que una emboscada tendida por los sicarios de uno u otro emir? Entonces, Antar era encadenado, arrastrado con cuerdas a través de la ciudad y arrojado por sus verdugos al fondo de una celda oscura. Con aspecto sombrío y gesto cansado, el narrador recogía en su serón la flauta y el tam-tam, y simulaba que se iba. Pero la gente sacaba pecho enseguida; y cerraba filas codo con codo, con mirada amenazante, impidiendo que el hombre abandonara el corro. ¡Antes que dejar a Antar toda una noche en manos de sus carceleros, habría que pasar por encima de sus cadáveres! ¡No podía ser! ¿Cómo podrían dormirse con semejante carga‘? «¡Sigue!», bramaba la muchedumbre. «Mañana», prometía el narrador con la voz cascada. Crecían las protestas. Por mi parte, aunque sabía por experiencia que la liberación del héroe era inminente (estaba en juego la piel del artista), no dejaba de sentir cierto temor. Al final de la refriega, Sidi Moussa se quitaba el gorro y daba la vuelta por dentro del corro jurando con fuerza que arrojaría a Antar a los escorpiones amarillos y a las serpientes con cuernos si en un minuto no le dejaban irse a comer. "La vida de Antar Ibn Chaddad está en vuestras manos, decía, esas manos tacañas a las que tanto cuesta abrirse. Vamos, demostrad vuestra grandeza de alma. ¿No vale la alegría del salvador una moneda? ¡Por Dios os lo pido, no dejéis que el rebelde se pudra en los calabozos de los pudientes! Pensad en su madre, su anciana madre encerrada en su choza. Esepranso. ¿Quién de vosotros le dirá a esta pobre ciega que no volverá a oír la voz de su hijo, que ningún ser buscará ya el paraíso bajo su pies y los besará al despuntar el alba cada mañana? ¿Quién de vosotros le quitará a este desgraciado su último rayo de sol? ¿Y Abla? ¿Habéis pensado en la bella Abla, arrodillada allí arriba en la colina, bajo los buitres, completamente desconsolada?". La gente se palapaba la ropa, se animaban unos a otros, mientras el narrador le acercaba lisonjeramente su bolda a uno, se quejaba de la tacañería de otro, sopesaba su calderilla, juzgaba que aún le faltaba un poco...no mucho, justo las tres o cuatro perras que hacían que le desdichado Antar corriera un riesgo muy grande..."¡Jamás!", coreaba el público. Por fin caía la última moneda, reanimando el ardor del artista. Éste desenvainaba su tam-tam, lo deslizaba bajo su brazo y se lanzaba con cuerpo y alma a la liberación de Antar Ibn Chaddad, el defensor de los desgraciados, de los abandonados y demás gente de existencia miserable. La libertad se lleva en la sangre, pero las heridas de Antar rara vez eran profundas. Una estrella llamada Touria lo protegía sin que él lo supiera.
   En la plaza de Jemaa el Fna, las lámparas de petróleo rodeaban ya a los mercaderes nocturnos. Los vendedores de comida instalaban ruidosamente sus caballetes, bancos, tablones, braseros; los pinchitos y las salchichas soltaban humo como un pescador su cebo. Los mendigos eran los primeros en agolparse junto al festín. Por un cuenco de caracoles o de sopa, un huevo cocido, un puñado de garbanzos o un simple trozo de pan mojado en puré de habas, exhibían, a cual mejor, toda su indigencia. Los encantadores de serpientes guardaban en sus cofres a los reptiles, agotados tras una jornada de contorsiones; los charlatanes ambulantes recogían sus polvos y ungüentos; los dentistas, sus filas de dentaduras postizas que los viejos habían estado probándose durante todo el día. Los rateros se repartían el botín. La vida nocturna reclamaba finalmente sus derechos. El narrador, extenuado, organizaba una fuga espectacular, una paliza al último guardia, abría la última verja, consolando así a la multitud, al héroe y a su propio gaznate alterado. Entonces la gente se dispersaba comentando con gran placer el feliz desenlace. Poco importaba que lloviera o hiciera viento. Antar estaba fuera, libre. Iba en busca del paraíso, a los pies de su madre, y a la espera de futuras proezas; y, con el corazón alegre, subía a la colina de los buitres para consolar a Abla, la morena embrujada de ojos de jade.
   Yo retomaba el camino de regreso a través de callejuelas que se inclinaban sobre casas destartaladas, pasando junto a tiendas minúsculas de fuerte olor a especias y menta fresca, deslizándome por entre bicicletas, carros, burros y mirones. Ajeno al guirigay del gentío excitado por la caída del día, avanzaba como en una burbuja, irisada y frágil, llevado por el dulce y persistente aliento del vate.

MAHI BINEBINE, Historias de Marrakech, Abada, Madrid, 2005, pp. 7-11.

Fotografía: Luis Asín