sábado, 13 de septiembre de 2014

SÓLO TRES VERSOS, PERO CUÁNTO DURAN... [iii], Miguel D'Ors


SÓLO TRES VERSOS, PERO CUÁNTO DURAN... [iii]

   Desde finales del siglo XIX la literatura japonesa empezará a asimilar las influencias occidentales. En el terreno de la poesía a partir de 1882 comienza el nuevo estilo que se se llamó el Shintajshi. En lo relativo al haiku se producirá una especie de movimiento de rebote una occidentalización que Rodríguez-Izquierdo documenta ampliamente en su libro. El primer representante de la nueva orientación será Shiki —nacido precisamente por las fechas en que comienza el imperio de Meiji—, cuyos haikus muestran la influen­cia del arte de los parnasianos e impresionistas franceses. Los de su discípulo Hekigodoo Kawahigashi (1873-1937), los de Seisensui Ogihara (n. 1884) y los de Ippekiroo (1887-1946) intentan por su parte asimilar como mejor pueden los vanguardismos occidentales diluyendo los rasgos propios del haiku hasta el punto de que a los suyos les ha sido negada frecuentemente la condición de tales. Bien es verdad que otros poetas, como Kyoshi Takahama (1874-1949) y después muchos más, se han esforzado por mantener respetuosamente la tradición del género en el siglo XX.
   Ha observado Pedro Aullón de Haro que tras la guerra española de 1936-1939 ni los poetas de la primera generación de la posguerra ni los de la segunda, o “de los cincuenta” (excepto, a su juicio, José Ángel Valente), ni los “novísimos” se interesaron por la composición de haikus. Sin embargo, el creciente conocimiento que los poetas españoles van teniendo desde los años 70 del siglo pasado de la realidad del haiku japonés clásico, gracias sobre todo a los traba­jos de Octavio Paz y Rodríguez-Izquierdo y posiblemente también, como el mismo Aullón sostiene con mucho énfasis, la asimilación del budismo Zen ligada a la “contracultura" característica de los años 60 y 70, hacen que desde aquellas calendas los haikus en len­gua española se prodiguen de una manera inusitada por revistas y libros (y también, habría que añadir, que se desvíen generalmente menos —y si se desvían, mucho más conscientemente— del canon original).
   En muchas de las series de haikus de autor español aparecidas —algunas como libro exento— en los últimos treinta años hay algu­no magnífico. Recuérdense, sin pretensiones de exhaustividad, las publicadas por José Corredor Matheos, Carlos Pujol, Víctor Botas, Jesús Munárriz, Pedro Garciarias, F. Herrera de la Torre, Jenaro Taléns, Luis Martínez de Merlo, Vicente Huici, Javier Salvago, Alejandro Duque Amusco, Herme G. Donis, Fernando Menén­dez, Felipe Benítez Reyes, Melchor López, Luis Pimentel, María Huidobro, José Luis Parra, Alfredo Gavín Agustín, Pío Serrano, Francisco León, José Enrique Salcedo, José Mateos, Benjamín Pra­do, Martín López-Vega, Goretti Ramírez, Ramón Repiso, Andrés Neuman, etc., por no mencionar más que poetas de lengua caste­llana. Es más: podría decirse sin desazón que en casi todas estas series hay algún haiku admirable. Pero, si se las considera como conjunto, creo que muy pocas alcanzan el nivel de calidad lírica que ésta —57 piezas— de José Cereijo. (Excelente me parece también la mucho más breve colección publicada por José Enrique Salcedo en el número I de la revista Nada nuevo en 1990).
   No es poco frecuente que en el conjunto de la obra de estos poe­tas los haikus constituyan una digresión, un divertimiento ocasio­nal, algo difícilmente integrable en el universo erigido por el resto de la producción de sus autores. No ocurre así en el caso de los de Cereijo: en relación con su obra anterior —Límites (1994) y Las tram­pas del tiempo (1999)— este libro, cuyo título por cierto nos lleva a Virgilio de la mano de Borges —otro aficionado a escribir haikus—, no supone un paréntesis, sino que prolonga aquélla con completa y evidente coherencia. Las convenciones del haiku sirven con toda naturalidad al poeta para seguir hablándonos de sus temas más personales, hondos y permanentes. La consideración de los motivos más reiterados a lo largo de estas páginas nos revela ya mucho sobre el mundo poético de este libro, que es el mismo de los precedentes: la naturaleza (no presentada en términos meramente descriptivos, sino en relación con el espíritu, y presente aquí a través de referen­cias al cielo y la tierra, la luna, la luz, la lluvia, el jardín, la rosa y las flores en general, el almendro, algunas estaciones, algunos meses del año, la tarde, el amanecer, etc), el misterioso tiempo (aludido bien directa y explícitamente, bien mediante referencias a ciertas realidades asociadas a él, como los distintos momentos del día, los meses o las estaciones, los viejos y la vejez), el enigma de la muerte (y los muertos, las calaveras y los esqueletos), el amor (sin corres­pondencia y casi una pura creación del espíritu), el mundo de lo ideal —es decir de los sueños, los recuerdos y la nostalgia—, los ojos, que contemplan el exterior y manifiestan el interior, y el nombre, siempre inexacto e injusto, de las cosas, son los temas principales de este poemario.
   Buenas ideas poéticas, sensibilidad, inteligencia (que no inte­lectualismo), capacidad de síntesis y precisión verbal hacen de la lectura de este libro, que elude sabiamente la pirotecnia metafórica, la filosofía, el didactismo y la flamenquería —es decir, los riesgos en que, como señalé más arriba, caían a menudo los primeros cultiva­dores españoles del haiku—, una “alegría para siempre”.
   Y, por añadidura, no pocos de estos hermosos poemas posible­mente superarían de modo muy satisfactorio las exigencias de cual­quier maestro del haiku clásico japonés. Sería interesante compro­bar si algunos de ellos podrían, debidamente traducidos, pasar por obras de Basho o Buson: “No pongas nombre / a ese aroma que llega / desde el jardín” (XIV), “Para ese almendro / florecido en Diciembre / es primavera” (XXIV, con una sutil reelaboración en la página siguiente), “Algo de flores / saben también los ojos / del comerciante” (XLIV), “Pequeña charca / comenzando a ser luz / en el crepúsculo” (LII)... Brevísimos chispazos de belleza y de conoci­miento que, sin embargo, permanecen largamente, inolvidablemen­te, en el espíritu del lector, como el ruido de agua producido por la rana en el viejo estanque de Basho.




MIGUEL D'ORS, Lecturas, Renacimiento, Sevilla, 2014, pp. 292-296.
&
Stoney Stone 



Artículo aparecido en la revista Clarín, 50, mar.-abr. 2004, p. 28-31, a propósito de la publicación del libro de José Cereijo, La amistad silenciosa de la luna.