La
brevísima reseña en prensa que se ocupó del caso hablaba de imprudencia,
pero lo cierto es que Ana García no había cometido una imprudencia en
su vida. Si hizo lo que hizo fue porque estaba cansada de que nadie la
viera, de andar por el mundo como si estuviese hecha de aire, como si no
existiera. Para sus compañeros de trabajo era un cero a la izquierda,
en las cafeterías la servían tarde y mal, la gente olvidaba su nombre,
se la saltaban en las colas, nadie recordaba su rostro. Vivía como un
fantasma en un limbo invisible, un alma en pena en el purgatorio de la
ciudad.
Así que si hizo lo que hizo no fue por imprudencia, sino para que la vieran. Cruzó la Castellana sin mirar para verificar que su cuerpo era real, que estaba hecha de carne, que existía.
Y el conductor del coche la vio.
Demasiado tarde, pero la vio.
Así que si hizo lo que hizo no fue por imprudencia, sino para que la vieran. Cruzó la Castellana sin mirar para verificar que su cuerpo era real, que estaba hecha de carne, que existía.
Y el conductor del coche la vio.
Demasiado tarde, pero la vio.
RUBÉN ABELLA, No habría sido igual sin la lluvia, NH, Madrid, 2008, p. 95.
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