PANDEMIA
Una mañana de octubre, tras varios años de experimentos, un sabio profesor inventa finalmente la leche que canta villancicos. Esa misma mañana, el empleado de la Oficina de Patentes toma el cacito con las dos manos, mira la leche con algo de aprensión, la tose encima, sin querer, y no se anda con contemplaciones:
—Lo primero, su invento es antihigiénico —le dice al sabio—. Es una auténtica porquería. No sirve para nada. Y lo segundo —mucho más grave, diría yo— es que esta leche desafina. Óigalo usted.
El sabio profesor pega la oreja a la leche, escucha el villancico que está cantando, y ve que el empleado tiene razón. Toda esa leche espesa, con rebordes de nata amarilla en la pared del cazo, no solamente desafina un poco, sino que arrastra algunas notas sin ton ni son, las columpia más bien, igual que las viejas cuando cantan en misa. Por un momento, el desconsuelo se pinta de tal modo en los ojos del sabio profesor, que el propio empleado de la Oficina de Patentes —un hombre rechoncho, con labios gruesos, de vaca— se ve en la obligación de darle ánimos.
—¿Quiere un consejo? —le dice tosiendo otra vez—. Mire: yo en su lugar inventaría un abrelatas. Es lo corriente. Es lo que todo el mundo inventa. Un abrelatas. Eso, o una mopa. ¿Usted nunca ha tenido tentaciones de inventar una mopa?
—No señor, nunca.
—¿Y un cuchillo de varios usos?
—Tampoco.
—¿Lo ve? En eso está su error, amigo mío. En que seguramente no echa en falta las cosas simples. Ahi esta todo. Quizá hasta menosprecia, sin saberlo, la felicidad de la gente sencilla.
—¿Usted cree?
—Naturalmente que lo creo. ¿Quiere una bolsa nueva para el cacito?
—Se lo agradecería.
—Pues aquí tiene. Y hágame caso, que yo con el consejo no me echo nada en el bolsillo. Un abrelatas. Una buena mopa. Cosas así. En confianza ahora: ¿a usted le gustan los villancicos?
—¿Hombre! Eso depende. Unos sí y otros no.
—Pues ya lo ve. Ya ve la gracia del invento, que ni siquiera a usted le hace feliz.
—¿Y si cuelo la leche y la dejo limpila y sin nata?
—Hágame caso, en serio. Olvídelo —concluye— el empleado.
Pero el sabio profesor, desconsolado y todo, es un hombre tranquilo, persistente, muy curtido en las adversidades. En más de veinte años de carrera, el sabio profesor ha inventado muchísimas cosa. Ha inventado cosas como el jersey que aplaude en la oscuridad, el buzón que le ladra al cartero, los besos con muletas, el acuario de luto, o el loro transparente que pronuncia palabras anfibias, subido en una percha de piedra pómez.
Por eso ahora, mientras recoge del mostrador la bolsa nueva con el cazo, el sabio profesor se recuerda a sí mismo que sólo es octubre. Piensa que aún faltan dos meses para que llegue la Navidad. Y que es posible perfeccionar su invento. Sobre todo piensa en la nata. Ve la nata en su imaginación. Saborea por dentro su gusto rancio y amarillo. «Le quito la nata y lo arreglo» se dice casi alborozado, al empujar la puerta de la oficina.
Luego cruza la calle.
Aprieta fuerte el asa de la bolsa.
Se pierde en el viento de octubre.
Dentro, al otro lado del mostrador, la tos del empleado se hace más bronca, más continua, y se va convirtiendo poco a poco en una especie de mugido.
—Lo primero, su invento es antihigiénico —le dice al sabio—. Es una auténtica porquería. No sirve para nada. Y lo segundo —mucho más grave, diría yo— es que esta leche desafina. Óigalo usted.
El sabio profesor pega la oreja a la leche, escucha el villancico que está cantando, y ve que el empleado tiene razón. Toda esa leche espesa, con rebordes de nata amarilla en la pared del cazo, no solamente desafina un poco, sino que arrastra algunas notas sin ton ni son, las columpia más bien, igual que las viejas cuando cantan en misa. Por un momento, el desconsuelo se pinta de tal modo en los ojos del sabio profesor, que el propio empleado de la Oficina de Patentes —un hombre rechoncho, con labios gruesos, de vaca— se ve en la obligación de darle ánimos.
—¿Quiere un consejo? —le dice tosiendo otra vez—. Mire: yo en su lugar inventaría un abrelatas. Es lo corriente. Es lo que todo el mundo inventa. Un abrelatas. Eso, o una mopa. ¿Usted nunca ha tenido tentaciones de inventar una mopa?
—No señor, nunca.
—¿Y un cuchillo de varios usos?
—Tampoco.
—¿Lo ve? En eso está su error, amigo mío. En que seguramente no echa en falta las cosas simples. Ahi esta todo. Quizá hasta menosprecia, sin saberlo, la felicidad de la gente sencilla.
—¿Usted cree?
—Naturalmente que lo creo. ¿Quiere una bolsa nueva para el cacito?
—Se lo agradecería.
—Pues aquí tiene. Y hágame caso, que yo con el consejo no me echo nada en el bolsillo. Un abrelatas. Una buena mopa. Cosas así. En confianza ahora: ¿a usted le gustan los villancicos?
—¿Hombre! Eso depende. Unos sí y otros no.
—Pues ya lo ve. Ya ve la gracia del invento, que ni siquiera a usted le hace feliz.
—¿Y si cuelo la leche y la dejo limpila y sin nata?
—Hágame caso, en serio. Olvídelo —concluye— el empleado.
Pero el sabio profesor, desconsolado y todo, es un hombre tranquilo, persistente, muy curtido en las adversidades. En más de veinte años de carrera, el sabio profesor ha inventado muchísimas cosa. Ha inventado cosas como el jersey que aplaude en la oscuridad, el buzón que le ladra al cartero, los besos con muletas, el acuario de luto, o el loro transparente que pronuncia palabras anfibias, subido en una percha de piedra pómez.
Por eso ahora, mientras recoge del mostrador la bolsa nueva con el cazo, el sabio profesor se recuerda a sí mismo que sólo es octubre. Piensa que aún faltan dos meses para que llegue la Navidad. Y que es posible perfeccionar su invento. Sobre todo piensa en la nata. Ve la nata en su imaginación. Saborea por dentro su gusto rancio y amarillo. «Le quito la nata y lo arreglo» se dice casi alborozado, al empujar la puerta de la oficina.
Luego cruza la calle.
Aprieta fuerte el asa de la bolsa.
Se pierde en el viento de octubre.
Dentro, al otro lado del mostrador, la tos del empleado se hace más bronca, más continua, y se va convirtiendo poco a poco en una especie de mugido.
ÁNGEL ZAPATA, Las buenas intenciones y otros relatos, Páginas de Espuma, Madrid, 2011 (2001),pp. 79,81.
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