Ese hombre que sale a paso lento, abatido, con manos a la espaIda, la cabeza inclinada, el traje en desorden, tiene una desesperación, se recocentra, parece que se dobla bajo un peso supenor al que puede soportar. Su sombra, cinco veces más alta que él, más escuálida, más rígida, camina a su lado resbalando sin rumor por la pared blanca. El hombre se detiene y su Sombra se para. Vuelve él lentamente la cabeza hacia ella con infinita lentitud y disimulo para que no se perciba el giro que la cabeza hce sobre su eje. Cuando su mirada toca a la Sombra, el hombre da un salto nervioso, se arroja la suelo, rompe a llorar. La Sombra desaparece.
Por fin él se incorpora y vuelve a marchar encorvado, roto. Su Sombra ya le sigue creciendo, creciendo, tan negra y tan abrumada como él, unos cuantos pasos.
El hombre se detiene y la increpa. Agita las manos, la enseña los puños amenazadores, se remueve con cólera ante ella, la fantasmal y desproporcionada. Su Sombra le contesta, amenazándole a su vez con sus larguísimos brazos de molino, con sus dedos desparramados como flecos, con sus piernas de espantapájaros. Ríe, fría y sin miedo, a cada movimiento que hace él. Se la nota la risa en el encogimiento de los hombros y en las oleadas de la barriga.
El hombre, huye.
Su Sombra, más veloz, le precede y le cierra el paso. Los dos se detienen frente a frente.
Él la golpea furioso, puñeando el vacío, traspasándola, metiendo todo el brazo dentro de ella, empapándose de ella, sin lograr apresada, porque su Sombra le moja como un agua negra, le cae, le chorrea y se quita sin dejar señal ni siquiera en el suelo, donde tenía él a sus pies un charco de Sombra negra bien pisoteado. Busca su rostro y la hiere locamente para saltarla los ojos. Pero su Sombra no tiene ojos, no tiene rostro siquiera, no tiene más que perfil y cuando él se detiene sudoroso, aparece el perfil ciego de su Sombra, la ironía de la nariz y del mentón, y la boca que absorbe ansiosa la luz (el aire de las sombras).
Lo que más le desespera a él es que su Sombra lo imite, convirtiendo todos sus gestos de armonía y de alegría en gestos tenebrosos y horriblemente desdibujados. Él era un hombre jovial, radiante, claro, confiado. Y de pronto, en la vida que él veía interminable, rosada, primaveral, ligera, se le presentó el signo fatídico de su Sombra —¡cuántas cosas significa!— y empezó a perseguirle, proyectando sobre él una gran zona de obscuridad y de melancolía que le apaga y le hunde.
Desde entonces pretende aflojar a su Sombra de él. La lucha dura mucho tiempo. Nada consigue sino excitar aún la terquedad de ella, que no le abandona más que cuando duerme.
¿Quién será, que se le parece tanto? El hombre la observa. Va vestida como él. hace exactamente sus mismos ademanes. ¿De dónde habrá salido? ¿Qué espíritu morará en ella? ¿Dónde estará el mundo de las sombras humanas? ¿Será él mismo, desdoblado? ¿Será un atorntentado? La maravillosa elasticidad de la Sombra sigue sus comentarios. Es asombroso cómo se reduce a un punto, cómo se achata y se abotija, cómo crece...
Piensa el hombre qué hacer, piensa una vez más en lo imposible. No ve, en sus cavilaciones, más que un remedio: matarse para matar a su Sombra. Aquella idea le produce mucha risa. ¡Ríe, no cesa de reír!
Con una botella vacía, finge que bebe. Finge que se emborracha mirando de reojo a su Sombra, que bebe asimismo, pero que bebe de una botella inagotable, siempre llena, a pesar de que el líquido debe de haber inundado todo su contorno, como el agua llena, ascendiendo, una vasija. Cuando ya la tiene bien borracha, el hombre trae una horca, y Sombra, tambaleándose, también lleva otra. Hace sus preparativos lentamente. Planta el vástago, apoya la cabeza, prueba la cuerda. Todo lo plagia en el acto su Sombra. Por fin, después de una tarantela de alegría, asciende por la escalera con minuciosidad, se pone la corbata, y riendo siempre, hace como que se lanza al abismo, sacando la lengua, burlándose de ella. Y se va.
Ella se ahorca también.
Cuando está bien ahorcada, cuando ha pateado el aire lo suficiente y la extrangulación la ha hecho balancearse, el hombre, sigiloso, reaparece. Llégase a su lado, corta la cuerda. Por fin ha podido apresarla. Está allí colgando de la cuerda. Es una lámina negra, recortada, con silueta igual a la suya, flexible como una tela. Es plana, no tiene volumen; por eso, según como se la coloque, aparece diferente y disforme.
¡Y aquello era lo que entenebrecía su vida!
Riendo, la arroja de sí. Rejuvenecido, busca otra vez el mundo encantado, sin lechuzas sombrías.
Cuando se fue, varias sombras aparecen, recogen a la muerta y se la llevan, tristes, entre sus contornos ridículos.
Por fin él se incorpora y vuelve a marchar encorvado, roto. Su Sombra ya le sigue creciendo, creciendo, tan negra y tan abrumada como él, unos cuantos pasos.
El hombre se detiene y la increpa. Agita las manos, la enseña los puños amenazadores, se remueve con cólera ante ella, la fantasmal y desproporcionada. Su Sombra le contesta, amenazándole a su vez con sus larguísimos brazos de molino, con sus dedos desparramados como flecos, con sus piernas de espantapájaros. Ríe, fría y sin miedo, a cada movimiento que hace él. Se la nota la risa en el encogimiento de los hombros y en las oleadas de la barriga.
El hombre, huye.
Su Sombra, más veloz, le precede y le cierra el paso. Los dos se detienen frente a frente.
Él la golpea furioso, puñeando el vacío, traspasándola, metiendo todo el brazo dentro de ella, empapándose de ella, sin lograr apresada, porque su Sombra le moja como un agua negra, le cae, le chorrea y se quita sin dejar señal ni siquiera en el suelo, donde tenía él a sus pies un charco de Sombra negra bien pisoteado. Busca su rostro y la hiere locamente para saltarla los ojos. Pero su Sombra no tiene ojos, no tiene rostro siquiera, no tiene más que perfil y cuando él se detiene sudoroso, aparece el perfil ciego de su Sombra, la ironía de la nariz y del mentón, y la boca que absorbe ansiosa la luz (el aire de las sombras).
Lo que más le desespera a él es que su Sombra lo imite, convirtiendo todos sus gestos de armonía y de alegría en gestos tenebrosos y horriblemente desdibujados. Él era un hombre jovial, radiante, claro, confiado. Y de pronto, en la vida que él veía interminable, rosada, primaveral, ligera, se le presentó el signo fatídico de su Sombra —¡cuántas cosas significa!— y empezó a perseguirle, proyectando sobre él una gran zona de obscuridad y de melancolía que le apaga y le hunde.
Desde entonces pretende aflojar a su Sombra de él. La lucha dura mucho tiempo. Nada consigue sino excitar aún la terquedad de ella, que no le abandona más que cuando duerme.
¿Quién será, que se le parece tanto? El hombre la observa. Va vestida como él. hace exactamente sus mismos ademanes. ¿De dónde habrá salido? ¿Qué espíritu morará en ella? ¿Dónde estará el mundo de las sombras humanas? ¿Será él mismo, desdoblado? ¿Será un atorntentado? La maravillosa elasticidad de la Sombra sigue sus comentarios. Es asombroso cómo se reduce a un punto, cómo se achata y se abotija, cómo crece...
Piensa el hombre qué hacer, piensa una vez más en lo imposible. No ve, en sus cavilaciones, más que un remedio: matarse para matar a su Sombra. Aquella idea le produce mucha risa. ¡Ríe, no cesa de reír!
Con una botella vacía, finge que bebe. Finge que se emborracha mirando de reojo a su Sombra, que bebe asimismo, pero que bebe de una botella inagotable, siempre llena, a pesar de que el líquido debe de haber inundado todo su contorno, como el agua llena, ascendiendo, una vasija. Cuando ya la tiene bien borracha, el hombre trae una horca, y Sombra, tambaleándose, también lleva otra. Hace sus preparativos lentamente. Planta el vástago, apoya la cabeza, prueba la cuerda. Todo lo plagia en el acto su Sombra. Por fin, después de una tarantela de alegría, asciende por la escalera con minuciosidad, se pone la corbata, y riendo siempre, hace como que se lanza al abismo, sacando la lengua, burlándose de ella. Y se va.
Ella se ahorca también.
Cuando está bien ahorcada, cuando ha pateado el aire lo suficiente y la extrangulación la ha hecho balancearse, el hombre, sigiloso, reaparece. Llégase a su lado, corta la cuerda. Por fin ha podido apresarla. Está allí colgando de la cuerda. Es una lámina negra, recortada, con silueta igual a la suya, flexible como una tela. Es plana, no tiene volumen; por eso, según como se la coloque, aparece diferente y disforme.
¡Y aquello era lo que entenebrecía su vida!
Riendo, la arroja de sí. Rejuvenecido, busca otra vez el mundo encantado, sin lechuzas sombrías.
Cuando se fue, varias sombras aparecen, recogen a la muerta y se la llevan, tristes, entre sus contornos ridículos.
TOMÁS BORRÁS, Tam Tam, Compañía Iberoamericana de Publicaciones, Madrid, 1931, páginas 35-38.
ILUSTRACIÓN: RAFAEL BARRADAS
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