domingo, 19 de junio de 2011

UN AGUJERO EN LA PARED, Etgar Keret

UN AGUJERO EN LA PARED

En la avenida Bernadotte, justamente al lado de la Estación Central de Autobuses, hay un agujero en la pared. Antes hubo ahí un cajero automático, pero se estropeó o algo parecido, o quizá es que simplemente no se usaba, así que vino una camioneta con personal del banco, se lo llevaron y nunca más lo han vuelto a poner.
Alguien le dijo un día a Udi que si se pide a gritos un deseo en ese agujero de la pared, entonces se cumple, pero Udi no se lo creyó demasiado. La verdad es que una vez, cuando  volvía por la noche del cine, gritó en el agujero que quería que Dafna Rimlet se enamorara de él, pero no pasó nada. Y en otra ocasión, cuando se sentía terriblemente solo, se desgañitó ante el agujero pidiendo que quería tener un amigo ángel y, aunque es verdad que después apareció un ángel, no resultó ser precisamente un amigo, porque siempre desaparecía cuando realmente lo necesitaba. El ángel era delgado, encorvado y siempre llevaba puesto un impermeable para que no se le vieran las alas. La gente por la calle estaba convencida de que era jorobado. A veces, cuando se encontraban solos, se quitaba el impermeable y, en una ocasión, hasta permitió que Udi le tocara las plumas de las alas, pero cuando había otras personas en la habitación se lo dejaba siempre puesto. Los hijos de Klein le preguntaron un día qué era lo que tenía debajo del impermeable y él les dijo que llevaba una mochila con libros que no eran suyos, y que temía que se mojaran. La verdad es que se pasaba el día mintiendo. Le contaba a Udi unas historias que eran para morirse: de los distintos lugares del cielo, de personas que cuando se van por la noche a casa a dormir dejan las llaves en el contacto del coche, de gatos que no tienen miedo de nada y que ni siquiera saben lo que es zape.
Menudas historias se inventaba, y encima juraba por Dios que eran verdad.
Udi lo quería muchísimo, siempre se esforzaba por creerlo y hasta le prestó dinero alguna vez que lo vio en apuros. El ángel, por el contrario, no ayudaba a Udi en nada, sino  que no hacía más que hablar y hablar y contarle todas esas estúpidas historias. Durante los seis años que Udi lo conoció no lo vio fregar ni un solo vaso.
Mientras Udi estuvo haciendo la instrucción en el ejército y realmente necesitaba a alguien con quien hablar, el ángel desapareció de repente durante dos meses para después regresar sin afeitar y con cara de no—me—preguntes—nada.
Udi no se lo preguntó y el sábado se sentaron tristes y en calzoncillos en la azotea para calentarse al sol. Udi se quedó mirando las otras azoteas con los cables, los depósitos de agua y el cielo. Se dio cuenta de repente de que durante todos los años que llevaban juntos no había visto volar al ángel ni tan siquiera una sola vez.
—¿Y si volaras un poco? —le dijo al ángel—. Eso te animaría.
Pero el ángel le contestó:
—Deja, que me puede ver alguien.
—Anda, tío —dijo Udi—, vuela sólo un poco, hazlo por mí.
Pero el ángel se limitó a dejar escapar de la boca un ruido repugnante para después escupir en la azotea asfaltada un salivajo mezclado con una flema blanca.
—Déjalo —lo provocó Udi—, seguro que no sabes volar.
—Pues claro que sé —se enfadó el ángel—, lo que pasa es que no quiero que me vean. En la azotea de enfrente vieron a unos niños que lanzaban a la calle bombas de agua.
—¿Sabes qué? —sonrió Udi—, hace tiempo, cuando era pequeño, antes de conocerte, solía subir aquí a menudo a tirarles bombas de agua a las personas que pasaban ahí abajo por la calle. Les apuntaba justo cuando pasaban por entre las marquesinas —prosiguió Udi, inclinándose ahora sobre la barandilla mientras apuntaba con el dedo hacia el espacio que había entre la marquesina de la tienda de comestibles y la de la zapatería—. La gente levantaba la cabeza hacia arriba, veía una marquesina y no sabía desde dónde le había caído.
El ángel también se levantó, miró hacia la calle y abrió la boca para decir algo. De repente Udi le dio un empujoncito por detrás y el ángel perdió el equilibrio. No fue más que una broma, no quería hacerle nada malo, sólo obligarlo a volar un poco, por divertirse. Pero el ángel cayó los cinco pisos como un saco de patatas. Udi lo miraba atónito, tendido allí abajo en la acera. El cuerpo entero sin moverse y sólo las alas agitándose con una especie de último aliento de vida. Entonces comprendió finalmente que de todas las cosas que el ángel le había dicho nada había sido cierto y que ni tan siquiera era un ángel, sino solo un hombre mentiroso con alas.


ETGAR KERET, La chica sobre la nevera y otros relatos, Siruela, Madrid, 2006, pp. 34-36.