NUEVA ORLEANS
El
atracador siguió pacientemente a su víctima, un alumno de la cercana
universidad de Tulane, y aprovechando el parche oscuro de una farola
rota le puso el cañón de la pistola en la cabeza.
—La chupa —exigió.
Durante varios segundos ambos permanecieron inmóviles en la negrura. De pronto el estudiante soltó los libros y emprendió una carrera desesperada hacia la luz. Oyó dos disparos en su huida. Uno se perdió en la noche. El otro le perforó la espalda y le hizo caer de bruces sobre el asfalto.
Al acercarse para recoger su botín, el atracador se percató de que el agujero de la bala había echado a perder la cazadora.
—¡Joder! —exclamó, mientras el estudiante escupía sangre.
Se fue por donde había venido, molesto con su mala suerte, esperando tener más éxito en el próximo atraco.
—La chupa —exigió.
Durante varios segundos ambos permanecieron inmóviles en la negrura. De pronto el estudiante soltó los libros y emprendió una carrera desesperada hacia la luz. Oyó dos disparos en su huida. Uno se perdió en la noche. El otro le perforó la espalda y le hizo caer de bruces sobre el asfalto.
Al acercarse para recoger su botín, el atracador se percató de que el agujero de la bala había echado a perder la cazadora.
—¡Joder! —exclamó, mientras el estudiante escupía sangre.
Se fue por donde había venido, molesto con su mala suerte, esperando tener más éxito en el próximo atraco.
RUBÉN ABELLA, No habría sido igual sin la lluvia, NH, Madrid, 2008, p. 82.
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