LA OLLA DE ORO
Había una vez un ricachón sumamente avaro. En su casa tenía un montón
de ollas de cobre, que nunca prestaba a nadie que las necesitara, por
miedo a que se desgastaran. Un día, fue a su casa Aku Tonpa y, después
de hacerle algunos presentes, le pidió que le prestara una olla. No le
resultó fácil, mas al cabo de muchos ruegos y promesas, acompañados de
palabras halagadoras, al final consiguió que le prestara una olla grande
durante dos días. Cumplido el plazo, fue el ricachón a recoger su olla
y, para su gran sorpresa, Aku Tonpa le devolvió la olla grande que le
había prestado con otra pequeña dentro. No entendiendo qué podía haber
sucedido, el ricachón preguntó a Aku Tonpa:
—¿De dónde ha salido esta ollita?
—Vuestra olla de cobre —le respondió Aku Tonpa, muy serio— ha parido
una hija, y como la olla es vuestra, su hija os pertenece.
El ricachón se puso muy contento al oírlo y, apretando contra su pecho a la madre y a la hija, se volvió a su casa.
Al día siguiente, Aku Tonpa fue de nuevo a casa del ricachón para
pedirle una olla prestada. Esta vez, el ricachón no se hizo de rogar, y
todo generosidad, se la entregó en seguida. Al cabo de unos días vino el
rico por su olla y, como la vez anterior, Aku Tonpa le devolvió dos: la
grande y otra pequeña. El ricachón no acababa de entender lo que estaba
pasando y tornó a preguntar a Aku Tonpa:
—Pero, ¿por qué paren las ollas que te presto?
Aku Tonpa fingió cavilar largo rato, y al final dijo:
—Tampoco yo acabo de entender el porqué, mas ¿sabéis lo que imagino?
Que vos sois un hombre afortunado, y que también yo, aunque pobre, soy
una persona afortunada, y cuando dos afortunados se encuentran, pues
ocurren cosas tan extraordinarias como que las ollas tengan hijos.
Oyendo aquellas razones, el ricachón rompió a reír, juzgando que lo que
decía Aku Tonpa era algo muy puesto en razón. Luego le dijo:
—A partir de ahora, Aku Tonpa, cuando de algo hayas menester, sólo has
de pedírmelo, que estando en mi mano, no te ha de faltar.
—De aquí a unos días —dijo Aku Tonpa— habré menester de una olla, pero esta vez más grande.
El ricachón, muy contento, le dijo que cuando quisiera, podría ir por ella.
De vuelta a su casa, el ricachón contó a su mujer toda la historia de
las ollas y ella, como era tan astuta como avariciosa, no tardó en decir
a su marido:
—Lástima
que estas ollas no sean de oro. Si tuviéramos una, se la podías prestar a
Aku Tonpa no una, sino muchas veces, y así, si cada vez paría una
pequeña, en poco tiempo nos podríamos hacer inmensamente ricos.
Al cabo de unos días, cuando Aku Tonpa fue por una olla más grande, tal
y como había dicho, el ricachón le prestó una olla de oro muy grande,
que había mandado hacer a toda prisa.
Aku Tonpa tomó la olla de oro y se volvió a su casa. Luego empuñó un
martillo y a golpes destrozó la olla y la hizo pedacitos, que después
repartió entre los pobres que no tenían dinero para comprarse una olla.
Llegó el día en que Aku Tonpa debía devolver la olla, y el ricachón,
ardiendo de impaciencia, fue a su casa a recogerla. Nada más entrar,
halló a Aku Tonpa sentado en el suelo, con aire abatido.
—¿Dónde está mi olla? —preguntó el rico casi gritando.
—Habéis tenido muy mala suerte —respondió Aku Tonpa, compungido,
vuestra olla ha muerto, y se ha hecho pedazos; así que como ya no servía
para nada, la he repartido entre los pobres.
—¿Cómo es posible que una olla muera? —dijo el ricachón muy enojado y nada convencido.
A lo que Aku Tonpa replicó:
—Pero, ¿acaso no sabéis algo tan meridiano, como que todo aquello que
puede parir hijos, es algo que nace y que muere? Vuestras ollas son
capaces de parir, luego por fuerza algún día han de morir.
Ahora fue el ricachón el que casi se muere del grandísimo enojo que le
tomó. Mas no pudiendo ya hacer nada, hubo de volverse a su casa, triste y
cabizbajo.
IÑAKI PRECIADO, El sembrador de oro y otros cuentos del Tíbet, Oberon, Madrid, 2004, pp. 139-140.
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