MUERTE
Durante mucho tiempo, la muerte es hogareña. Uno se muere en casa, permanece expuesto en ella unos días y luego cruza el umbral por última vez. El lecho de muerte es el mismo en que se ha nacido, soñado, hecho el amor, pasado casi todas las noches, dulces o en blanco. La primera vez que veo un muerto tengo catorce años. En realidad, se trata de una muerta: mi abuela paterna, a la que no quiero demasiado. Tal vez por eso, la vista del escuálido cuerpo tendido, con los labios apretados, apenas me emociona. Recuerdo sobre todo el interés. Es una experiencia vital. Una iniciación. Si pudiera, me inclinaría aún más y pasearía una lupa o la lente de un microscopio por la piel de céreo pergamino. Sólo siento un escalofrío al rozar la mejilla con los labios. La muerte me impacta. El rostro está duro y frío. Tiene aspecto humano, pero también la indiferencia y dureza del mineral. El miedo me hace derramar unas lágrimas, que seguramente se malinterpretan. Hace poco, donde deposité unos besos fue en las mejillas de mi padre. Mis catorce años quedan lejos; he dejado de contar los muertos. Y también de tener miedo. Mi padre está en el depósito de cadáveres, que en realidad ya no se llama así, sino «tanatorio». A nuestra época le gusta mentir. Colgaduras de terciopelo, luz tenue, una musiquilla discreta, ramos de flores. El olor de la muerte ya no es el de la habitación del difunto, donde aún era posible reconocerlo, olfatearlo. En el tanatorio todos los muertos se confunden. Todos huelen a exuberante nardo, aire acondicionado y cosméticos. Mi padre, como todos los demás antes que él, como mi tío Dédé, se ha vuelto soviético. Brezhneviano. Apenas lo reconozco. Un individuo retocado para el retrato oficial y el mausoleo. Amarillento. Empolvado. Con la cara estirada. Y las cejas peinadas. El Kremlin y la Plaza Roja. En suma, una gran mentira. Cuando lo beso, no huele a él. Apesta a mujer y medicamento. Una original mezcla de formol y polvos de arroz, de base de maquillaje y producto alcanforado. El salón del tanatorio es el de una dama galante del Segundo Imperio, a la vez que una dependencia de empresa farmacéutica. La muerte baraja las cartas. Incluso toma la delantera. Se anticipa. Mi madre preparó la suya. La pagó en tres plazos, sin recargo. Todos los detalles fueron estudiados. El empleado me lo explicó por teléfono hace poco. Me habló de las flores, la música, el ataúd, la conservación del cuerpo, porque no se sabe en qué estado se hallará mi madre. Ella estaba junto al hombre, vivita y coleando, y la oía hablar de su futuro cadáver. Yo estaba paralizado. Bloqueado. Ellos bebían champán. El empleado había traído una botella para celebrar la firma del contrato. Decididamente, la muerte piensa en todo. Sabe vivir. Se adapta a los tiempos, renueva el vestuario. Innova. Es comprensible. También ella debe de aburrirse. Ganar siempre le resta emoción al juego.
PHILIPPE CLAUDEL, Aromas, Salamandra, Barcelona, 2013, pp. 100-101.
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Andre Breton, Yves Tanguy, Marcel Duhamel & Max Morise
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