Su origen es incierto. Algunos dicen que la sirena del pantano de la Tranquera no es propiamente marina, sino que fue el loco y poeta Muntadas, el mismo que descubrió el oculto cauce del Piedra entre grutas y pasadizos, quien la trajo de Irlanda en una tinaja de ganado vacuno y en agua dulce con la absoluta garantía de que era inmortal; otros aseguran que es uno de los escasos restos del viejo pueblo inundado y que vivía en el cuarto de baño de un labrador de la comarca, rodeada de truchas y de barbos. El poeta local y fotógrafo, Verán Gormaz, ha escrito que la sirena desciende de aquellas ninfas de la ribera que acompañaban el curso del Piedra y refiere en diversos textos que el poeta Marcial, oriundo de esos parajes, y los monjes cistercienses tenían el corazón ganado por estas hermosas criaturas del río, que mantenían profusa correspondenda con sus hermanas del mar. Verón, sin embargo, es de los que jamás ha podido contemplar la sirena: en más de una ocasión ha hecho guardia entre los peñascos, armado con su cámara, a la espera de verla aparecer al pie de un cantil, mientras canta a la luna o pasea en una pequeña balsa. Pero todo ha sido en vano. ¡Con lo que hubiera dado por una de sus fotos levemente difuminadas, heridas de color y añoranza, con la sirena irrumpiendo de una mata de juncos!
Más allá de las conjeturas acerca de su procedencia, nadie discute la presencia de la sirena en el pantano. Suele aparecérsele a los pastores y a los bañistas a la caída de la tarde, con el cabello largo y rubio y los ojos rasgados. Siempre va desnuda, emplea collares de nácar con perlas de sarmiento, y la cola es de un color verdoso, casi ambarino. Durante el día vive sumergida bajo las aguas y, al parecer, posee una mansión acristalada decorada con restos de yedra y árboles gigantes. Los que la han oído cantar aseguran que no habla castellano, que se perfuma con excremento de calandria y que en los días de agosto entona unas melodías taciturnas que envuelven no sólo el pueblo viejo de Nuévalos, sino a todo el monasterio de Piedra, bajo una letanía lentísima y obsesiva que invita al sueño, pero también al amor.
—Ya decía yo —suele comentar el anciano Rosmundo—: alguna explicación había de tener que a todas las mujeres de la villa les empiece a abultar la barriga a mitad del invierno.
ANTON CASTRO, Los seres imposibles, Destino, Barcelona, 1998, pp. 47-48.
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