La literatura eterna — cuentos, mitos, leyendas — apareció en la tierra
con los primeros hombres. Les permitió habitar la tierra sin morir de
frío. El fuego y la voz que narra se inventaron al mismo tiempo, dando
el mismo calor y logrando el respeto de los animales salvajes. La
literatura eterna debió de venir así: alguien se inclina sobre alguien
que está enfermo, empieza a contarle la gran leyenda de los albores, el
torbellino de los fines, el carnaval de los dioses, y mediante esa voz
que inventa, llega un poco de luz a la oscuridad. La literatura eterna
ya estaba allí, entera, en ese tiempo en el que los hombres iluminaban
las cavernas con coloreados fantasmas de caballos. Llegó al mismo tiempo
en el que el miedo entró por vez primera en un alma, por una grieta de
la carne — un cazador mordido en el talón por una serpiente, un niño con
los ojos brillantes de fiebre, una mujer perdiendo su sangre, tumbada
cerca de las cenizas, un pintor de bisontes, que se volvió ciego, un
anciano, con sus piernas atrapadas por el hielo. La literatura eterna es
la medicina más antigua del mundo. Es anterior a la escritura. Antes de
depositarse sobre unas tablas de arcilla, purificó voces, sosegó almas.
Sigue haciéndolo cada vez que una madre se inclina sobre su hijo
adormecido por el cansancio, y cuenta un cuento, canta una cancioncilla.
Nunca ha existido una distinción real entre la palabra y la escritura.
La escritura es la hermana pequeña de la palabra. La escritura es la
hermana tardía de la palabra en la que un individuo, viajando desde
su soledad a la soledad de otro, puebla el espacio entre las dos
soledades con una vía láctea de palabras. Lo que nos habla, es lo que
nos ama. Una palabra privada de amor es una cosa sorda, sin
consecuencia. "No sé hablarte, luego te mato: el amor es un esfuerzo
para salir de ese crimen natural de cada uno por cada uno de nosotros.
El amor es esa bondad elemental a partir de la cual una soledad puede
hablar a otra soledad y, si es necesario, acompañarla hasta en la
oscuridad. No quiero que sufras. No quiero que tu mirada desaparezca
tras un telón cargado de sangre. Escucha. Escúchame. Escucha atentamente
cada historia, cada nombre de personaje. No quiero que te mueras y
despliego para ti los vendajes de la literatura eterna — cuentos, mitos,
leyendas, novelas, relatos, poemas, plegarias. Venus, Eva, Ifigenia,
Beatriz, Fedra, Ana Karenina...— incontables las enfermeras que surgen
de la literatura eterna, a la primera llamada. Bienhechora es la
literatura eterna y su manía de librarnos con un susurro bajo, con un
ruido de fuente. Maravillosa la creencia en torno a la cual ella segrega
sus historias, como la hiedra en torno a su árbol tras que alguien nos
hable, es imposible morir.
CHRISTIAN BOBIN, Autorretrato con radiador, Árdora, Madrid, 2006, p. 132-133.
&
Hisano Hisachi
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