Apolo, en la mitología griega, es el dios de la poesía, la medicina, la arquitectura y, sobre todo, del día yel sol.
Dioniso—que corresponde al Baco latino—tenía como símbolo el vino y presidía unas fiestas campestres bastante tumultuosas, las bacanales.
Tendremos que esperar hasta Nietzsche y su ensayo El nacimiento de la tragedia (1871) para que estas figuras tutelares se conviertan en los polos de dos tipos de caracteres humanos y de inspiraciones artísticas opuestas.
Según Nietzsche, Apolo es, desde luego, el dios de la poesía, pero se trata de las epopeyas de Homero, unos poemas poblados de dioses y héroes. También es el patrón de la estatuaria, pero su triunfo es la arquitectura, el arte del equilibrio y la simetría. Su luz cae verticalmente desde el mismísimo sol. Es el dios del zenit eterno e inmóvil.
Pero contra Apolo se desliza la sombra de una duda. ¿Es realmente segura su existencia? ¿No se trata más bien de un sueño, ciertamente admirable, pero irreal? Es fácil encontrar la ilustración histórica de ese equívoco en el caso de algunos soberanos, sobre todo aquellos que llevan el epíteto de «grande»: de Alejandro III de Macedonia a Federico II de Prusia. Luis XIV de Francia pretendía ser el Rey Sol, y nadie reivindicó con mayor brillantez su parentesco con Apolo. Pero la política cotidiana está ahí, con sus vicisitudes y compromisos. Apolo reina. Pero también hay que gobernar, y no se puede gobernar con serenidad ni con inocencia.
Ahí es donde entra en escena Dioniso. Es furioso, conoce la existencia y la abraza sin reservas, incluso en sus aspectos más turbios. Encarna la fecundidad y nada se crea sin embriaguez, sin noche, sin mácula. Como profesa el culto a la vida, también asume plenamente la violencia, la enfermedad y la muerte, que le son inseparables. Su filosofía es un alegre pesimismo. Su símbolo es el vino y, más precisamente, el vino tinto.
El arte dionisíaco por excelencia es la música, porque es duración, movimiento y alteración. Y también porque puede fundir a las multitudes en una sola alma, gracias al entusiasmo.
Por el contrario, el héroe apolíneo se enorgullece de su soledad y autonomía.
Friedrich Nietzsche dedicó El nacimiento de la tragedia a Richard Wagner. Después del paraíso sublime, pero frío e irreal, del clasicismo, el romanticismo le parecía un regreso a Dioniso. Según Nietzsche, el genio de Wagner consistió en unir la construcción apolínea y el pesimismo dinámico de Dioniso.
Más tarde se distanció de Wagner, cuando detectó la inspiración cristiana que anima Parsifal. A partir de entonces, el compositor de Nietzsche se llamaría Georges Bizet.
Cita:
Hay que tener un caos en sí mismo para dar a luz una estrella danzante.
FRIEDRICH NIETZSCHE
MICHEL TOURNIER, El espejo de las ideas, Acantilado, Barcelona, 2001, pp. 117-119.
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Francesco Hayez
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