viernes, 16 de septiembre de 2011

EL CALCETÍN, Lydia Davis


EL CALCETÍN
         
   Mi marido está casado ahora con otra mujer, más baja que yo, poco más de metro cincuenta, reciamente constituida, y por supuesto él parece más alto que antes, y más delgado, y su cabeza parece también más pequeña. Al lado de su mujer yo me siento escuálida y torpe, y es demasiado baja para que la pueda mirar a los ojos, a pesar de que, cuando está conmigo, trato de situarme, de pie o sentada, en el ángulo adecuado para ello. Yo creí tener una idea clara de la clase de mujer que mi marido elegiría si se volvía a casar, pero ninguna de sus amigas era justo lo que yo pensaba, y ésta menos que las otras.
   Vinieron aquí el verano pasado y estuvieron unas semanas viendo a mi hijo, que es mío y de él. Hubo momentos de tensión, pero también nos lo pasamos bien, aunque, como es natural, incluso los buenos momentos fueron un poco violentos. Ellos dos parecían esperar que yo tuviera mucho espacio en casa, porque ella estaba enferma, tenía dolores y se mostraba retraída y hosca, con los ojos algo hinchados. Utilizaron el teléfono y otras cosas de mi casa. Solían llegar paseando despacio desde la playa, se duchaban en mi casa y luego, sin más, se iban de paseo al atardecer con mi hijo de la mano entre los dos. Di una fiesta, y vinieron y bailaron juntos, impresionaron a mis amigos y se estuvieron hasta el final. Yo hice cuanto pude por ellos, más que nada por nuestro hijo. Yo pensaba, por su bien, que debíamos estar en buenas relaciones. Al final de su visita yo estaba agotada.
   La noche antes de irse habíamos pensado salir a cenar a un restaurante vietnamita con su madre. Su madre llegaría en avión de otra ciudad, y luego se irían los tres juntos al día siguiente al mediooeste. Los padres de su mujer iban a organizarles una gran fiesta de bodas, para que todos los que la habían conocido de pequeña y crecido con ella, los fornidos granjeros y sus familias, le conocieran también a él.
   Cuando llegué a la ciudad aquella noche, y fui a donde ellos estaban alojados, les llevé todo cuanto pude encontrar que se habían dejado en mi casa: un libro junto a la puerta del armario empotrado, y en algún otro sitio un calcetín de él. Iba a dejar el coche frente a la puerta del edificio, cuando vi a mi marido que había salido a la acera y me estaba haciendo señas de que parase. Quería hablar conmigo antes de que yo  entrase en la casa. Me dijo que su madre no se encontraba bien y no podía quedarse con ellos, y me preguntó si podría llevármela yo luego a mi casa. Sin pensarlo siquiera le dije que sí. No se me ocurrió que su madre iba a ponerse a curiosear en mi casa y que yo tendría que limpiar lo más sucio con ella mirándome.
   En el vestíbulo estaban sentadas las dos, una enfrente de la otra, en sendas butacas; dos mujeres pequeñas, y las dos bellas, cada una a su manera. Las dos con lápiz de labios, y las dos, pensé luego, frágiles, también cada una a su manera. La razón de que estuvieran allí sentadas era que la madre de él tenía miedo de subir las escaleras. No le importaba volar en avión, pero no podía subir más de un piso en una casa de apartamentos. Y ahora estaba peor que antes. En otros tiempos era capaz de subir hasta el octavo si no tenía otro remedio, siempre que las ventanas estuvieran herméticamente cerradas.
   Antes de salir a cenar, mi marido subió el libro al apartamento, pero el calcetín se lo había metido en el bolsillo de atrás sin pensar al dárselo yo en la calle, y allí se le quedó durante la comida, en el restaurante, donde su madre, que iba vestida de negro, se sentó al extremo de la mesa, enfrente de una silla vacía, jugando a veces con mi hijo, con sus cochecitos de juguete, preguntando otras a mi marido y a mí sobre la pimienta y otras especias que pudiera haber en lo que estaba comiendo. Después de salir del restaurante, cuando estábamos todos en el aparcamiento, mi marido sacó el calcetín del bolsillo y se lo quedó mirando, preguntándose cómo podría haberse metido allí.
   No tuvo importancia la cosa, pero yo no conseguí olvidar aquel calcetín desparejado que salió del bolsillo de atrás, y en un barrio extraño, lejos, en la parte este de la ciudad, en pleno barrio vietnamita, entre los burdeles disfrazados de salones de masaje, y ninguno de nosotros conocía de verdad la ciudad, pero estábamos allí todos juntos, y yo me sentía rara, poque me daba la impresión de que él y yo éramos consortes, que habíamos sido consortes durante mucho tiempo, y no podía menos de pensar en todos los otros calcetines suyos que tuve que haber recogido por todas partes, tiesos por el sudor, gastados, casi transparentes en la suela, durante todos los años que vivimos juntos, y luego me ponía a pensar en sus pies, metidos en aquellos calcetines, en la piel que se traslucía en el talón y en la parte delantera, donde el tejido estaba más gastado; y le veía echado de espaldas en la cama, leyendo, con los pies cruzados a la altura de los tobillos, de modo que sus dedos apuntaban a distintos rincones de la habitación; y luego se volvía a un lado, con los pies juntos como dos mitades de un mismo fruto, y finalmente, sin dejar de leer, alargaba la mano y tiraba de los calcetines, y los dejaba caer al suelo, convertidos en pequeñas pelotas, y después volvía a alargar la mano, pero esta vez era para rascarse los dedos de los pies mientras leía; a veces compartía conmigo su lectura y sus pensamientos, pero en otras ocasiones no parecía darse cuenta de que yo estaba en la misma habitación, o en cualquier otro sitio.
   Seguí sin poderlo olvidar, a pesar de que, después de marcharse, encontré otras cosas que se habían dejado olvidadas, o, mejor dicho, fue su mujer quien se las dejó en el bolsillo de una chaqueta mía: un peine rojo, un lápiz de labios rojo, un frasquito de píldoras. Durante algún tiempo dejé estas tres cosas juntas, primero en un lugar de la cocina, luego en otro, y me decía que tenía que mandárselas a ella, porque a lo mejor las píldoras eran importantes, pero siempre se me olvidaba llamarla y preguntárselo, y acabé arrumbándolas en un cajón, ya se las daría cuando volvieran otra vez, porque eso sería bastante pronto, y sólo de pensarlo me sentía cansada otra vez.

ROBERT SHAPARD & JAMES THOMAS, Ficción súbita, Anagrama, Barcelona, 1989 (1986), pp. 191-193.